Miró varias veces pero no pudo ubicar a nadie. La voz no le
había parecido conocida. Ya había demasiadas personas caminando por la acera en
aquel instante. El tránsito de autos era intenso y la luz roja del semáforo
convertía en pasmosa espera lo que había sido una tortuosa movilidad.
Ismael dio vuelta en la esquina más cercana para caminar por
la calle paralela a Reforma, buscaba menos ruido para escuchar la revoltura de
sus pensamientos. Volvió a lamentar su presencia en la sala de velación, a
tener tan inmediato el recuerdo de Luisa y que un sujeto como el Che tuviera la
certeza de ello.
Luisa, la mujer que había poblado los desiertos de sus
ausencias ya no existía más que en su memoria. Estar enamorado de un recuerdo
era lo más absurdo que insistía en hacer. ¿Enamorado? Se sorprendió por haber
puesto aquella palabra dentro de la cadena de pensamientos que casi le
salpicaban las orejas. Sorprendido pero resignado, no pudo encontrar otra
explicación para esa especie de tristeza que ya se había prolongado por tanto
tiempo. Aquella conclusión de imposibles había cerrado una puerta con el marco
apolillado y la cerradura oxidada. No se abriría, pero algunas veces daba la
impresión que sí.
Casi llegaba a casa cuando escuchó que le llamaban por su
nombre una vez más. Esta vez la soledad de su calle a aquella hora de la mañana
dejaba pocas opciones para no determinar la procedencia del grito.
Una camioneta de color oscuro se detuvo casi a su lado. El
conductor bajo el vidrio y volvió a pronunciar su nombre esta vez a modo de
pregunta.
-Sí, ¿dígame?
-Aquí lo buscan.
Se abrió el vidrio ahumado de la puerta lateral trasera.
Luisa lo recibió con su sonrisa brillante, su voz de juguete y unas arracadas
tan grandes que podían ser el columpio de un periquito australiano.
-Sube- ordenó ella y señaló la puerta contraria a su
asiento.
El “clic” accionado desde el interior le dio paso a aquella
atmosfera tibia con olor a aromatizante cítrico que, sin embargo, era superado
con el aroma del perfume de Luisa. No era aquel perfume dulzón que le había
conocido en sus años juntos. Esta esencia parecía ser más compleja, casi
indefinible y de un precio mucho mayor al que entonces podrían acceder. Eran
otros tiempos, habían pasado muchas cosas. A pesar de la milagrosa coincidencia
aquellas personas ya eran sorprendentemente distintas y el perfume era el
primer elemento que lo determinaba.
Luisa le buscó la cara para besarle el rostro, un beso
lento, silente, casi en el pómulo helado de Ismael el cual respondió con un
abrazo y un beso en la cabeza el cual dejó en sus labios un regusto fresco.
-Necesito hablar contigo. ¿Tienes tiempo?-preguntó Luisa mientras
arreglaba el cuello de su abrigo.
-Todo el tiempo del mundo.
-¿Todavía existe la churrería Velasco?
-No. La absorbió una franquicia. Venden churros de harina
integral, fritos en aceite de canola. Es horrible, ambientan la espera con
música Chill Out.
Luisa le pidió ir de todas maneras. Quería hablar con él en
un territorio neutral. En el camino, iba haciendo un recuento de los lugares
que habían sido escenario de su convivencia: una paletería, una fonda que usaba
manteles con flores estampadas, una pequeña glorieta con una fuente de agua
verdosa. Parecía sorprenderse de todos aquellos lugares que permanecían o se
habían ido con el incansable curso de los días.
Eligieron una mesa cercana a una vidriera del fondo. Las
persianas estaban plegadas totalmente para dejar pasar un sol tímido que
asomaba a veces, cuando encontraba algún hueco entre las nubes que ya no
parecían tan bajas pero que difícilmente dejarían el cielo hoy.
Ordenaron pronto: una orden de churros tradicionales y té de
canela. Ismael preguntó si aceptaban tarjetas bancarias. La mesera afirmó con
una sonrisa contagiosa.
-¿Ya no usas efectivo?- preguntó Luisa sorprendida mientras
sacaba su teléfono móvil y lo acomodaba sobre la mesa.
-No traigo efectivo, todos los cajeros de la ciudad están
descompuestos.
Un silencio incómodo comenzaba a prolongarse demasiado hasta
que Luisa lo interrumpió de repente.
-Quería hablar contigo, me urgía verte. Además quería
despedirme.
-¿Por qué? ¿Pasa algo?
Luisa cambió la cara y agachó la vista a la manteleta.
Comenzó a juguetear con la cuchara, golpeándola con la uña del dedo medio.
-A ti sí te puedo decir. No me dolió la muerte de Lalo. Al
contrario. Ya teníamos demasiados problemas. Te puedo decir que para mí ha sido
una fortuna.
Ismael tornó su cara con un gesto de extrañeza. No se
atrevía a preguntar el cúmulo de problemas que hacía pensar a Luisa que la
muerte de su ex pareja como un verdadero símbolo de la buena fortuna.
-No me veas así- continuó Luisa- no soy una bruja, pero ya
habíamos llegado al grado de odiarnos. Lo peor de todo es que ya me había
amenazado con quitarme a mi hija. Te voy a decir algo, Lalo y Alejandro andaban
metidos quién sabe en qué cosas. Cuando me avisaron del accidente quedé impactada
pero no me dolió. Pasaron pocas horas para que trasladaran el cuerpo a la
funeraria. Lo que llamó mi atención fue la insistencia con la que El Che se
comunicó conmigo. Me anunció la muerte de Lalo y me dio la dirección de la sala
de velación. Le dije que no estaba segura en acudir, ¡carajo!, no le hubiera
dicho. Insistió una y otra vez a mi teléfono, quería convencerme de estar
presente ahí. Después de la cuarta llamada decidí no contestarle, tampoco los
mensajes. No sé cuál era la urgencia. Me dejó un mensaje de voz en el que me
decía que había otros medios de llegar a mí aunque no quisiera. Supuse entonces
que se refería a ti. Por eso te esperaba a las afueras de la funeraria. Te vi
llegar y aquí estamos.
-No entiendo, Luisa, ¿no te parece que exageras?
-No, Isma. En este país todo está de cabeza y nos estamos
habituando a la muerte. Te voy a decir algo: hace unos meses leí de un artículo
en Internet. Una investigación decía que se habían identificado bandas de
sicarios que usaban ambulancias para provocar accidentes mortales y concluir
sus “encargos”. Suena desquiciado, pero hay por lo menos tres casos que se
tienen por ciertos, en Brasil, Colombia y España. ¿Te parece posible que en un
país donde los crímenes no se investigan, un accidente, aunque sea mortal, pase
casi desapercibido? Una joya. Es una pinche locura.
-¿Qué vas a hacer Luisa?
-No me gusta la insistencia del Che. Sé que andaban
tranzando a mucha gente y no quiero que me relacionen de ninguna forma con
Eduardo, él ya había salido de mi vida. Me voy del país un tiempo. Mi hermano
está trabajando en el extranjero, tiene una estancia de seis meses, creo que
será útil. Me voy mañana.
-¿A dónde vas?
-Mejor no te digo.
El silencio volvió a instalarse en la mesa. La mesera llegó
sonando la loza sobre su charola de fibra de vidrio. Dejó lo ordenado en la
mesa con la habilidad de prestidigitador y se despidió deseando buen provecho.
Luisa volvió a romper el silencio de ese ángel necio y porfiado que no tenía
qué hacer aquella absurda mañana.
-¿Sigues escuchando esa horrible música prehistórica?
-Deberías darle una oportunidad, no es tan mala.
-Te quiero pedir algo, Isma, termina con esa tristeza
crónica, no es necesaria, no te hace mejor persona, no te vuelve mártir ni te
salva de nada. ¿Conservas fotografías nuestras?
Ismael dudó en contestar. Sólo conservaba una fotografía:
una instantánea que tomó sin que se diera cuenta. En ella, Luisa tiene una
mirada profunda hacia abajo, el rostro apoyado sobre la palma de la mano
izquierda y su pelo lacio despeinado a contra luz, conformaban una imagen
silenciosa, el remedio al olvido que a veces intentaba ganarle terreno a la
memoria.
-No, ninguna-mintió.
Luisa le dedicó una sonrisa extraña, casi un gesto. Extendió
su mano para tomar la de Ismael y apretarla con la suficiencia de una
despedida.
-Vámonos, Isma.
Caminaron unos metros hasta una camioneta estacionada bajo
una jacaranda esperando florecer. Luisa accionó el mecanismo de apertura con un
control electrónico haciendo que el auto respondiera con un destello de las
luces delanteras.
-¿Te llevo?- preguntó Luisa mientras abordaba y acomodaba en
el asiento un bolso que, hasta entonces Ismael notó que llevaba.
-No, mejor no. Sabías que vendríamos aquí, por eso dejaste
tu coche cerca.
-El rumbo se me hacía conocido, pero no estaba segura- Luisa
se acomodó en el asiento, ajustó sobre su pecho el cinturón de seguridad y
encendió el estéreo. Ismael empujó la puerta para cerrarla y permaneció de pie
junto al coche. Del estéreo comenzaron a sonar las notas de un bolero en voz de
Celio González: “Si tú supieras las ganas que tengo de estar contigo…”
-A veces escucho esa horrible música prehistórica, me
recuerda un poco a ti. Cuídate, Isma.
Ismael sonrió como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. Un
poco por ver a Luisa claudicar a sus gustos musicales, un poco para dejar en
Luisa otro recuerdo que no fuera el de una tristeza invariable, eterna.
-Adiós, Luisa. Cuídense mucho también.
El auto comenzó a moverse sin hacer ruido. El asfalto casi
se había secado por completo y el día iba ganado una tibieza agradable,
placentera. Antes que el coche arrancara, Ismael se acercó un poco a la
ventanilla para preguntar en voz baja:
-Oye, ¿cómo se llama tu hija?
-Flor.
Luisa agitó la mano a manera de despedida y aceleró para
alcanzar el verde de la luz del semáforo. Ismael dio la vuelta y regresó caminando
con las manos dentro de la chamarra, llevaba la mirada clavada en el suelo
buscando en las grietas del cemento alguna explicación a la revoltura que había
dejado en su mente aquella mañana. En la esquina, un incansable organillero giraba
la manivela del cilindro. Sonaba un vals que Ismael no pudo reconocer.
-¿Coopera para la música, joven?
Ismael recordó que no llevaba un peso encima y que todos los
cajeros de la ciudad estaban descompuestos.
El cajero estaba descompuesto. Así lo anunciaba la hoja
impresa y adherida con cinta transparente a la pantalla que permanecía
encendida. A pesar de no traer un peso, la necesidad del efectivo no era
imperiosa. Aun así, Ismael se convenció a sí mismo para ir a buscar otra
sucursal bancaria cruzando Reforma, pretexto ideal para forzar a la casualidad
de encontrar a Luisa en la sala de velación.
Se decepcionó de sí al tomar esta ocasión para encontrarse
con los oscuros ojos de Luisa, esos que conocía bien, que imaginaba con
frecuencia pero que cada vez recordaba menos. La tristeza tornaba los ojos de
Luisa un par de sombras profundas, silenciosas, con una expresión
diametralmente opuesta a sus momentos de brillante felicidad.
No era exagerado pensar que había sido la tristeza el nudo
que, al inicio de su relación, los había mantenido cercanos. Había sido un
época difícil para Luisa: la mudanza de su único hermano a trabajar a un estado
del norte, la larga y dolorosa hospitalizaciónde su padre, la sequía y la falta de ánimos para terminar la tesis para
dar, ahora sí, por terminada la carrera. Esa versión de Luisa encontró la
perfecta compañía en Ismael, un solitario antisocial que dormía temprano los viernes
y asistía solo al cine. Fue entonces que la convivencia surgió para acompañar
dos soledades.
Ismael se acostumbró a la presencia de Luisa en su vivienda
de altos uno. Cambió la dinámica de lo cotidiano: procuraba tener comida en el
refrigerador, mantener en orden los libreros, hacer más frecuentes los días de
lavandería. No obstante, la presencia de Luisa ahí era una intermitencia, una
aparición fantasmal que apenas dejaba registro de su paso.
-Eres afortunado- le dijo Luisa, una mañana que se había
despertado con amanecer- Oye: las aves de la fronda del árbol.
Por primera vez, afinó el oído. A pesar del paso de los
autos y los portazos de los vecinos al salir, Ismael escuchó un ruido dulce,
enmarañado. Las aves despertaban y Luisa con los brazos sobre el alfeizar de la
ventana escuchaba ese sonoro amanecer.
Pero pocos pueden mantener una tristeza crónica por tanto
tiempo. Las cosas para Luisa iban mejorando, su hermano cada día iba mejor en
el trabajo, su padre se había recuperado notablemente y había regresado a su
casa. Luisa había replanteado el tema de la tesis y llevaba avances
considerables. Luisa había dado una vuelta a la tuerca del ánimo. Volvía a
tener su brillo inocultable.
Al ajustar su camino, Luisa encontró nuevos acompañantes.
Las visitas a la casa de Ismael cada vez se iban espaciando. Supo que era el
momento de concluir su convivencia la tarde en que Ismael le telefoneó y ella prefirió
no tomar la llamada.
Luisa decidió que ya no era posible entrar en la vida de
Ismael y para ello tenía que devolver
las llaves. Llegó a la vivienda de altos uno a un horario con la certeza de no
encontrarlo en casa. Miró la habitación casi vacía. Fue recogiendo algunas
cosas que sugerían su ocasional presencia: un suéter, un paraguas y dos libros.
La casualidad hizo que Luisa abriera uno de ellos justo en la página donde
estaba impreso un poema de Piedad Bonnett. Buscó una pluma y transcribió algunas
líneas de un poema en un trozo de papel que, sin saberlo y para su sorpresa, ya
casi había memorizado:
No hay pues mujer más
sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.
Sobre la hoja donde dejó la huella de su caligrafía en fuga,
dejó las llaves y una bolsa de galletas de nuez.
Lo que siguió sólo fue el pretexto para no llamarse
extraños: correos electrónicos, alguna llamada ocasional o un mensaje de
felicitación en el cumpleaños o la noche de año nuevo. Algunas veces, noticias
que compartían los que habían sido amigos comunes.
No fue difícil encontrar la funeraria la cual ocupaba la
planta baja de un edificio recién remodelado. La fachada estaba recubierta con
largas losas blanquecinas imitación mármol. Los cristales ahumados de la puerta
cumplían la formalidad de un ambiente monocromático, sin embargo la sobriedad
era arruinada por un tablero digital de iluminación de focos de led que
anunciaba los nombres de los infortunados clientes que eran velados en ese
momento en alguna de las tres capillas. En el tablero se anunciaba al ocupante
de la capilla dos: Eduardo Arrieta N.
Ismael se encaminó a la capilla dos, una recepcionista le
indicó el camino que debía seguir a través de un pasillo, al fondo de la planta
baja. Cuando entró la sala estaba vacía, unos adolescentes compartían la
minúscula pantalla de un teléfono celular para ver una película de acción. Una
mujer con los ojos enrojecidos, quizá por llorar mucho o dormir poco, le salió
al paso. Le extendió la mano a modo de saludo y explicó que los concurrentes
habían salido a desayunar algo. El cortejo saldría al panteón a las once de la
mañana. Ismael dio un paseo con la vista tratando de encontrar a Luisa. No
estaba. Quizá ella también había salido a desayunar. Ismael se despidió de la
mujer y salió de la sala caminando a prisa.
A pesar de estar nublado, la claridad del día deslumbró a
Ismael. El aire cargado de emisiones de autos y los ecos de la lluvia reciente
fueron un alivio. Emprendió el regreso a paso rápido, pero antes de dar la
vuelta a la esquina escuchó que alguien le llamaba por su nombre.
Lo despertó el silencio, justo cuando la música dejó de
sonar y nada más se escuchaba en la habitación. Antes de dormir había elegido
una lista de reproducción de videos de la Sonora Matancera en internet. Lo
último que había escuchado antes de caer en esa especie de sopor, había sido la
melodiosa voz de Celio González cantando un viejo bolero: Vendaval sin rumbo…
dile que no vivo desde el día en que de mí, apartó sus ojos.
Dejó la cama, sintió el piso fresco. Caminó descalzo hasta
la ventana y corrió la cortina, todavía estaba lloviznando, hacía frío, las
luces del alumbrado público permanecían encendidas. Nadie pasaba por la calle,
imaginó que aún era temprano pero lo desengañó el reloj que había acomodado en
el espacio central del librero justo donde, hasta hace un año, había conservado
la fotografía de Luisa. Contaba unos minutos pasadas las siete.
Caminó a la computadora de escritorio y volvió a reproducir
Vendaval sin rumbo. Luisa siempre le había reclamado esa filia de anacronismos
musicales, otra raya más al tigre de las diferencias irremontables que
derivaron en una separación definitiva, sin mayores fricciones de las que
pudieron haber surgido frente a la taquilla del cine para elegir una película.
Desprendió las hojas que el olvido había acumulado en el
calendario. Supo cuándo detenerse al recordar que un día antes había recibido
el depósito de la liquidación a su empleo temporal. Seis meses que habían
tratado de aliviar, en vano, otros seis meses de desempleo; iniciaba un nuevo
ciclo de desocupación que deseaba no fuera tan prolongado esta vez.
“Otra vez agosto”, pensó Ismael no sin cierto desánimo. En
unos días sería otro aniversario luctuoso de su padre y se cumpliría un año más
su separación de Luisa. Cuatro años sin verse, pero no de perderse la pista del
todo, algunos amigos en común daban las agónicas señales de una historia sin
segunda parte.
En la alacena ya no había café soluble ni azúcar, las
galletas se habían humedecido. En el
refrigerador un tazón con salsa verde y una botella de ron blanco. En la época
de lluvia el cuarto que habitaba Ismael se convertía en una mazmorra oscura y
húmeda, aparecían manchas de salitre en el techo y en los muros Sin embargo
apreciaba la vista a la calle principal y la cercanía de la ventana con la
fronda de un árbol con hojas de verdor insistente.
Decidió salir a la calle cuando Celio González terminó de
cantar. Tomó la chamarra que había colgado en el respaldo de la silla de
madera. Repasó de memoria los trebejos que se amontonaban en el hueco inferior
del ropero, ahí no había paraguas, en realidad en ningún sitio de aquella
vivienda marcada con el número uno altos, de la calle de Toledo. Aún estaba
lloviendo pero decidió salir en ese momento hacia el cajero automático.
Necesitaba tomar algo caliente pero no tenía dinero en efectivo.
Camino al cajero automático se encontró con una sucursal de
cafetería de cadena trasnacional, que buscaba tener identidad local sirviendo
el café americano con molletes. Vio las terminales bancarias y decidió entrar,
la llovizna había apretado.
Encontró una terrible variedad de bebidas cuyas mezclas se
alejaban dramáticamente de sus tazas de café soluble. Eligió alguna, no por su
preparación sino por el precio. Le dijeron que aún no podían servirle molletes
(la empleada argumentó un retraso en el pan debido a la lluvia). Para acompañar
eligió una simple dona de canela.
Buscó una mesa alejada al mostrado, alguna pegada al muro de
cristal con vista a la calle. Dio el primer sorbo, el café era amargo, no le
agradó el sabor, pero estaba caliente, el paso del cálido líquido por la
garganta era una agradable sensación. Rodeó con ambas manos el vaso de plástico
blanco para calentarse las manos.
Bebía y comía despacio. Por un instante se sintió fuera de
todo: la gente caminaba apurada y frente al semáforo comenzaban a aglomerarse
automóviles ávidos de una luz verde sólo para colisionar metros más adelante.
Antes de terminar de beber aquél ruinoso brebaje, escuchó
que alguien lo llamaba por su nombre desde el otro lado del local.
-¡Ismael Ramírez!- la voz era lejanamente familiar.
Cruzando el salón a grandes pasos y con un vaso similar al
suyo entre las manos, más largo y con impresos de otros colores, vio llegar
apurado al Che Castillo, un antiguo compañero de escuela. El Che no provenía de
las pampas, vivía en la colonia Argentina del D.F., se dejaba las patillas
largas y escuchaba a Carlos Gardel y Aníbal Troilo mientras cortejaba a Lucía,
la instructora de tango (ella sí argentina) que había llegado a la escuela
aquel semestre a dar un taller de baile de salón.
El Che Castillo vestía un impecable traje negro, sus zapatos
lustrados no tenían restos de agua o lodo, lo que le hizo pensar que había
llegado conduciendo hasta el estacionamiento subterráneo de la plaza que
albergaba a la cafetería de franquicia.
-No creí encontrarte en un lugar así, a ti, mi querido
Ismael. ¿Ya te dobló el sistema? Deberías estar desayunando con la señora de
los tamales de la esquina.
-Intenté, pero no acepta tarjetas bancarias. Quería tomarme
un café y no traigo un peso encima. El cajero está lejos-Ismael se sorprendió
dando una explicación tan detallada al Che, quizá él tampoco se sentía cómodo
desayunando en ese lugar y había querido justificar su presencia como una
conspiración de la mala suerte.
El Che estaba en un lugar indefinido entre los afectos de
Ismael. Demasiado cercano para llamarlo conocido, le tenía la suficiente
antipatía para llamarlo su amigo. Sabía que trabajaba en la asamblea
legislativa, que su sueldo, su esposa y su secretaria eran sujetos dignos de
envidia.
-Como sea, Ismael. Me da gusto verte después de tantos años,
aunque lamento que haya sido en estas circunstancias.
Ismael hizo un gesto de extrañeza que fue percibido de
inmediato por el Che.
-Creí que ya sabías.
-¿Saber qué?
-Entonces no sabes. Chingá, ya la regué- sonrió y dio un
sorbo a su bebida.
-Puedes dejar de hablar en clave, Alejandro- llamar al Che
por su nombre revelaba que Ismael ya estaba molesto. En Ismael, la formalidad
era sinónimo de disgusto.
-Están velando a Eduardo Arrieta en una capilla que está acá
nomás, cruzando Reforma.
-Mal pedo, Che, pero ¿quién chingados es ese Eduardo
Arrieta?
-No me vengas con chingaderas. ¿En serio no sabes?
Ismael lo miró echándose a la boca el último trozo de dona.
Negó con la cabeza mientras masticaba y bebía el resto del café sin terminar de
pasar el bocado.
-¿No me vas a decir que le perdiste la pista a Luisa?
-No, no del todo. ¿Pero eso qué tiene que ver, Alejandro?
-¿En serio no sabes?
-¡Vete a la verga!
Una muchacha de gafas, falda entallada y saco largo volteó a
ver a los hombres con el suficiente desprecio que le permitía esta temprana
hora de la mañana.
-Cálmate, Ismael, nos van a sacar. Eduardo Arrieta fue,
hasta el año pasado el esposo de Luisa.
La sorpresa de Ismael fue inocultable, de pronto sintió que
el calor que le había transmitido el café se le subía a la cabeza.
-¿Neta, güey?
-Bueno, no sé si era su esposo, vivieron juntos un rato,
desde que nació su hija. Se separaron no sé por qué hace un año y ayer se dio
en la madre.
-¿Qué le paso?
-Lo chocó una ambulancia, ¿irónico no? Todos pensamos que
ese cabrón se iba a morir de una congestión alcohólica o algo así. Era un
pinche briago.
-¿Por qué lo conocías tan bien? ¿Eran amigos?
-No. Una vez llegó a La naval, una cantina que frecuentamos
los cuates de la oficina y yo. Iba con Luisa y otros familiares, andaban de
compras y se metieron a comer ahí. Luisa me reconoció y me presentó como su
amigo. Me dijeron que se casarían un mes después. Hasta me invitaron a la boda.
De hecho esperaba verte ahí.
Ismael no pudo ocultar la tristeza que le llegaba de pronto.
Quizá no era tristeza, pero no pudo pensar que fuera otra cosa. El Che había
estado más cerca de lo que él mismo hubiera deseado. La vida no se había
detenido para nadie, a pesar que Ismael seguía anclado, de alguna forma, al distante
recuerdo de Luisa y el catálogo de posibilidades canceladas.
-Luego de eso, le caía seguido a La naval, generalmente los
viernes por la noche. Siempre salía en calidad de bulto. No era un tipo amigable.
Lo curioso es que el día que chocó iba en sus cinco, sin una pinche gota de
alcohol encima. Tenía una reunión de trabajo, creo que le iban a dar un
contrato para una obra del gobierno o algo así.
-¿Y Luisa?
-Le cayó bien a mi chava; se ganó el ramo en la boda.
Intercambiaron teléfonos y de repente se hablan o se mensajean. No dudo que
seas, a veces, tema de conversación- el Che hizo una pausa para dar un largo trago
a su bebida, que seguramente ya se había enfriado- Vamos, Isma.
-No creo que sea buena idea.
-Si te animas allá voy a estar. La sala de velación está en
la cuadra que sigue, cruzando Reforma, a la derecha, no hay pierde.
-¿Por qué vas solo, y tu chava?
-Anda en Monterrey, llega la otra semana.
-No sé.
Te veo allá, Isma. Madura, güey, ¿no me vas a decir que
todavía te mueve el tapete Luisa?
Ismael no respondió, se llevó el vaso desechable a la boca a
pesar que éste ya estaba vacío. El Che le dio una palmada en el hombro a manera
de despedida y se alejó con la misma prisa con la que había entrado.
Afuera había clareado un poco. La llovizna había cesado,
quizá seguiría nublado el resto del día, las nubes eran bajas y grises, parecían
un extraño telón de metal.
Ismael salió de la cafetería y se encaminó a la sucursal
bancaria. Para entonces ya había mucha gente caminando por la calle. Una
ambulancia con la sirena abierta y la torreta encendida anunciaba una
emergencia en algún lugar. La ambulancia ignoró la luz roja del semáforo al
llegar al crucero. La vida vale la muerte, pensó Ismael mientras la veía
alejarse.
Último día del
año y traigo algo así como fundido el fusible de la celebración. En realidad un
poco siempre. Es que no entiendo. Parece que mi familia quiere celebrar su
noche de año viejo por obligación. Están apurados, algo tensos, medio quejosos.
Pero a ratos. De repente se alivianan tanto que parecen de dulce.
De mí quizá
digan que estoy en un rincón metido en la computadora desde hace varios
minutos, casi horas. O no dirán nada, que quizá me halagaría más. Pasar un poco
como sombra.
A mí no me gusta
hacer recapitulaciones, ni balances, ni retrospectivas. Este fin no me gusta
tanto como el comienzo tan igual, tantas veces. Quizá diré que dejé de hacer
muchas cosas, demasiadas si se comparan con lo que apenas terminé. Deshice
nudos, dejé que se quebraran memorias, rompí fotos en el inútil intento de
romper recuerdos. Trunqué palabras que a nadie que no sea yo interesan. Traté
de acompañar el dolor de otros, en especial de otras, pero apenas lo hice y lo
hice a la distancia. Las compañeras dicen que no necesitan “acompañantos”; y
las entiendo.
Ayude como pude,
quizá poco, pero así fue. Me perdí, escuché voces que se decían doler más que
otras, no disputé, mejor me hice a un lado.
Me volví más
desconfiado, más descreído, no con Dios, que él sabe sus asuntos, sino con
algunas personas que se empeñan en no ser el otro, su delirio de
particularidad, superioridad y mando los han trastornado. Odié a muchos y los
sigo odiando. Me asombró mi especie, tan agua limpia unas veces y tan miasmas otras
tantas. Mucha razón encontré en unas líneas del poeta (JEP) que no dejé de
recordarlas en demasiados momentos:
“Lo que te eleva
por encima de tus olvidados semejantes, los animales, y lo que te sitúa por
debajo de ellos: la señal de Caín, el odio a tu especie, tu capacidad bicéfala
de hacer y destruir, hormiga y carcoma”.
Quise aprender
algunas cosas sólo para descubrir todo lo ignorante que soy. Me topé de frente
con el paso del tiempo para aceptar que ya es tiempo de emprender el camino
hacia abajo, el ineludible camino que remansa en la muerte.
Mis manos
olvidaron otras manos que cabían perfecto en ellas como si fueran un molde. Aprendí
a escuchar los “no” y a decir “no”, cuando así me lo pareció aunque después me
preguntara por qué lo había hecho.
Pero, no se crea,
improbable lector de este rinconcito de la atarraya cibernética que pongo mi
balance como negativo. Al contrario, celebro que puedo aporrear cada una de las
teclas que me permiten intentar palabras. Estoy vivo, oiga.
Y es que no está
usted para saberlo, ni yo para andarlo contando, pero acá en México la muerte
parece ser el símbolo, el carnet de identidad. Muchos coinciden que la vida es
en sí misma una revelación hacia la muerte, es subversivo ese instante frente a
la eternidad del no ser, del no estar aquí, y ese simple hecho hay que
defenderlo y celebrarlo.
Sabrá también,
imposible lector, que acá en México se ha desvalorizado la existencia, vale más
un teléfono móvil que la vida de una persona y, por alguna extraña razón no
podemos terminar con ese marasmo que nos mantiene ahí, donde más conviene.
Pero insisto, el
saldo es positivo, es bueno, alienta, anima el alma (parece pleonasmo pero no
lo es). Así que cierro por ahora estas líneas para que mejor pase la vida allá
afuera de esta pantalla aunque a veces, porfiado que es uno, no se entienda.
Hace unos días la memoria de la tierra nos recordó nuestra propia memoria.
La tarde del sol apenas se colgaba del punto más alto del cielo. Pasos, por
supuesto, prisas, como siempre. En ese momento de reloj de brazo abierto, la
tierra protestó, quizá, cualquiera de los daños que le debemos.
Un temblor de grados y cercanías apenas concebibles quebraron el medio día.
Las prisas de siempre se pausaron para convertirse en caudal de pasos sólo unos
momentos después. Cayó el ladrillo sobre el ladrillo. El gris del cemento fue
por un instante la lluvia pesada que asfixió el aliento. No hubo aire denso, no
hubo aire.
En las calles los rostros fueron otros, los mismos de siempre pero
diferentes. Había miedo, desesperación, incertidumbre.
Las voces comenzaron a dejar sus testimonios en los oídos de los compañeros
que seguían sin entender por qué justo ahora, por qué no ayer o mañana, por qué
hoy un par de horas después de un simulacro que parecía haber sido el presagio
de las heridas por venir:
Se cayó un edificio en la esquina. Hay fuga de gas allá a la vuelta. Tronó
la barda de la casa de al lado. Ya no hay Metro. Los postes, el transformador,
los cables, los vidrios. Ya no hay luz, falta el agua. Faltaría mucho más en el
recuento.
Pero volvimos. ¿Cómo están? Ojos enrojecidos por el polvo y las lágrimas a
medio camino. Palabras incompletas por el nudo en la garganta y la resequedad
de las bocas. No importaba. Llegamos. Abrazamos a los demás, a los otros, a
nosotros.
De pronto en la tibieza del abrazo y el consuelo alguien ordena: Come un
pedazo de pan.
Nunca he sabido cuál es el origen de tal recomendación o si existe algún
efecto positivo o adverso ante la ingesta de trozos de pan blanco
después de una impresión que remueva las ciénagas del miedo. Un trozo de
bolillo, no panes azucarados, no una pieza de repostería u hojaldre. No. Un
bolillo, la más humilde e imprescindible de las delicadezas que salen del horno
de la panadería.
Es una recomendación extraña, pero cierta. Quizá incurra en un error
imperdonable, pero nadie, después de un evento traumático piensa en remitirse a
las reservas calóricas de su alacena. El instinto de supervivencia, de
conservación, de protección, quizá siga los pasos del refugio doméstico al
deseo irrenunciable de la seguridad familiar y el ánimo de la comunidad.
La vida, la familia, el techo, el estado físico y patrimonial. Ahí debe estar el
pensamiento inmediato de cualquiera que pueda atestiguar el antes y el después
a una catástrofe. Cuando el pensamiento llega a la alacena, a buscar la pieza
del pan de ayer es porque alguien más lo ha guiado. El otro, la otra. La mamá, la
hermana, la sobrina o la vecina han hecho esa recomendación. El otro, la otra,
el compañero que se preocupa por el miedo del otro antes que por el suyo, que
desea que el otro o la otra no se vaya corriendo tras el pavor de la tragedia.
Entonces el freno son el abrazo y un pedazo de pan, de un humilde bolillo que
arropa los sentidos, nos centra en el estómago, nos remite a lo simple para
seguir con la complejidad que nos aguarda en lo que sigue.
Después del sismo del 19 de septiembre de 2017, vi a un joven estudiante ir
a buscar a su novia, otra joven estudiante, a la escuela. Ambos, como todos, se
habían llevado tremendo susto. El chico llevaba en su mano su teléfono (un
órgano más en la configuración morfológica de los jóvenes del segundo milenio)
y un sencillo y heroico bolillo, también sobreviviente de la cena del día
anterior. Ese era el equipo de búsqueda y supervivencia. La tecnología y la tradición, el dicho popular.
Come un pedazo de pan. Comparte un pedazo de pan. Abraza a quien vio el
miedo de frente y coman con trozo de pan. Recuerden la tibieza de la cocina y que
un bolillo cabe en un puño, como el corazón. Un bolillo en la boca sabe al
calor del horno, al trabajo, al desvelo, a la sencilla complejidad de la vida.
Por eso, la vida también sabe a pan.
A todos los hermanos y hermanas de aquí y todos
lados que hicieron del dolor su dolor.