miércoles, 3 de abril de 2019

Oleajes




Hoy encontré escrito en un libro

el oleaje agitado de tu nombre.

Recordé las dosis de silencio

acompañadas de palabras

que me sabían a té con azúcar,

una canción que no conocía

y el instante de tu voz

que termina cuando empieza.

Pero pasé la vista a la otra línea,

se acabó el tiempo,

cambié la página,

y el mar que cabe en tu nombre

remansó de pronto

en un arrullo de papel.


Ciudad de México, abril 2019. 




lunes, 21 de enero de 2019

Sin remedio


lll y último.


Miró varias veces pero no pudo ubicar a nadie. La voz no le había parecido conocida. Ya había demasiadas personas caminando por la acera en aquel instante. El tránsito de autos era intenso y la luz roja del semáforo convertía en pasmosa espera lo que había sido una tortuosa movilidad.
Ismael dio vuelta en la esquina más cercana para caminar por la calle paralela a Reforma, buscaba menos ruido para escuchar la revoltura de sus pensamientos. Volvió a lamentar su presencia en la sala de velación, a tener tan inmediato el recuerdo de Luisa y que un sujeto como el Che tuviera la certeza de ello.
Luisa, la mujer que había poblado los desiertos de sus ausencias ya no existía más que en su memoria. Estar enamorado de un recuerdo era lo más absurdo que insistía en hacer. ¿Enamorado? Se sorprendió por haber puesto aquella palabra dentro de la cadena de pensamientos que casi le salpicaban las orejas. Sorprendido pero resignado, no pudo encontrar otra explicación para esa especie de tristeza que ya se había prolongado por tanto tiempo. Aquella conclusión de imposibles había cerrado una puerta con el marco apolillado y la cerradura oxidada. No se abriría, pero algunas veces daba la impresión que sí.
Casi llegaba a casa cuando escuchó que le llamaban por su nombre una vez más. Esta vez la soledad de su calle a aquella hora de la mañana dejaba pocas opciones para no determinar la procedencia del grito.
Una camioneta de color oscuro se detuvo casi a su lado. El conductor bajo el vidrio y volvió a pronunciar su nombre esta vez a modo de pregunta.
-Sí, ¿dígame?
-Aquí lo buscan.
Se abrió el vidrio ahumado de la puerta lateral trasera. Luisa lo recibió con su sonrisa brillante, su voz de juguete y unas arracadas tan grandes que podían ser el columpio de un periquito australiano.
-Sube- ordenó ella y señaló la puerta contraria a su asiento.
El “clic” accionado desde el interior le dio paso a aquella atmosfera tibia con olor a aromatizante cítrico que, sin embargo, era superado con el aroma del perfume de Luisa. No era aquel perfume dulzón que le había conocido en sus años juntos. Esta esencia parecía ser más compleja, casi indefinible y de un precio mucho mayor al que entonces podrían acceder. Eran otros tiempos, habían pasado muchas cosas. A pesar de la milagrosa coincidencia aquellas personas ya eran sorprendentemente distintas y el perfume era el primer elemento que lo determinaba.
Luisa le buscó la cara para besarle el rostro, un beso lento, silente, casi en el pómulo helado de Ismael el cual respondió con un abrazo y un beso en la cabeza el cual dejó en sus labios un regusto fresco.
-Necesito hablar contigo. ¿Tienes tiempo?-preguntó Luisa mientras arreglaba el cuello de su abrigo.
-Todo el tiempo del mundo.
-¿Todavía existe la churrería Velasco?
-No. La absorbió una franquicia. Venden churros de harina integral, fritos en aceite de canola. Es horrible, ambientan la espera con música Chill Out.
Luisa le pidió ir de todas maneras. Quería hablar con él en un territorio neutral. En el camino, iba haciendo un recuento de los lugares que habían sido escenario de su convivencia: una paletería, una fonda que usaba manteles con flores estampadas, una pequeña glorieta con una fuente de agua verdosa. Parecía sorprenderse de todos aquellos lugares que permanecían o se habían ido con el incansable curso de los días.
Eligieron una mesa cercana a una vidriera del fondo. Las persianas estaban plegadas totalmente para dejar pasar un sol tímido que asomaba a veces, cuando encontraba algún hueco entre las nubes que ya no parecían tan bajas pero que difícilmente dejarían el cielo hoy.
Ordenaron pronto: una orden de churros tradicionales y té de canela. Ismael preguntó si aceptaban tarjetas bancarias. La mesera afirmó con una sonrisa contagiosa.
-¿Ya no usas efectivo?- preguntó Luisa sorprendida mientras sacaba su teléfono móvil y lo acomodaba sobre la mesa.
-No traigo efectivo, todos los cajeros de la ciudad están descompuestos.
Un silencio incómodo comenzaba a prolongarse demasiado hasta que Luisa lo interrumpió de repente.
-Quería hablar contigo, me urgía verte. Además quería despedirme.
-¿Por qué? ¿Pasa algo?
Luisa cambió la cara y agachó la vista a la manteleta. Comenzó a juguetear con la cuchara, golpeándola con la uña del dedo medio.
-A ti sí te puedo decir. No me dolió la muerte de Lalo. Al contrario. Ya teníamos demasiados problemas. Te puedo decir que para mí ha sido una fortuna.
Ismael tornó su cara con un gesto de extrañeza. No se atrevía a preguntar el cúmulo de problemas que hacía pensar a Luisa que la muerte de su ex pareja como un verdadero símbolo de la buena fortuna.
-No me veas así- continuó Luisa- no soy una bruja, pero ya habíamos llegado al grado de odiarnos. Lo peor de todo es que ya me había amenazado con quitarme a mi hija. Te voy a decir algo, Lalo y Alejandro andaban metidos quién sabe en qué cosas. Cuando me avisaron del accidente quedé impactada pero no me dolió. Pasaron pocas horas para que trasladaran el cuerpo a la funeraria. Lo que llamó mi atención fue la insistencia con la que El Che se comunicó conmigo. Me anunció la muerte de Lalo y me dio la dirección de la sala de velación. Le dije que no estaba segura en acudir, ¡carajo!, no le hubiera dicho. Insistió una y otra vez a mi teléfono, quería convencerme de estar presente ahí. Después de la cuarta llamada decidí no contestarle, tampoco los mensajes. No sé cuál era la urgencia. Me dejó un mensaje de voz en el que me decía que había otros medios de llegar a mí aunque no quisiera. Supuse entonces que se refería a ti. Por eso te esperaba a las afueras de la funeraria. Te vi llegar y aquí estamos.
-No entiendo, Luisa, ¿no te parece que exageras?
-No, Isma. En este país todo está de cabeza y nos estamos habituando a la muerte. Te voy a decir algo: hace unos meses leí de un artículo en Internet. Una investigación decía que se habían identificado bandas de sicarios que usaban ambulancias para provocar accidentes mortales y concluir sus “encargos”. Suena desquiciado, pero hay por lo menos tres casos que se tienen por ciertos, en Brasil, Colombia y España. ¿Te parece posible que en un país donde los crímenes no se investigan, un accidente, aunque sea mortal, pase casi desapercibido? Una joya. Es una pinche locura.
-¿Qué vas a hacer Luisa?
-No me gusta la insistencia del Che. Sé que andaban tranzando a mucha gente y no quiero que me relacionen de ninguna forma con Eduardo, él ya había salido de mi vida. Me voy del país un tiempo. Mi hermano está trabajando en el extranjero, tiene una estancia de seis meses, creo que será útil. Me voy mañana.
-¿A dónde vas?
-Mejor no te digo.
El silencio volvió a instalarse en la mesa. La mesera llegó sonando la loza sobre su charola de fibra de vidrio. Dejó lo ordenado en la mesa con la habilidad de prestidigitador y se despidió deseando buen provecho. Luisa volvió a romper el silencio de ese ángel necio y porfiado que no tenía qué hacer aquella absurda mañana.
-¿Sigues escuchando esa horrible música prehistórica?
-Deberías darle una oportunidad, no es tan mala.
-Te quiero pedir algo, Isma, termina con esa tristeza crónica, no es necesaria, no te hace mejor persona, no te vuelve mártir ni te salva de nada. ¿Conservas fotografías nuestras?
Ismael dudó en contestar. Sólo conservaba una fotografía: una instantánea que tomó sin que se diera cuenta. En ella, Luisa tiene una mirada profunda hacia abajo, el rostro apoyado sobre la palma de la mano izquierda y su pelo lacio despeinado a contra luz, conformaban una imagen silenciosa, el remedio al olvido que a veces intentaba ganarle terreno a la memoria.
-No, ninguna-mintió.
Luisa le dedicó una sonrisa extraña, casi un gesto. Extendió su mano para tomar la de Ismael y apretarla con la suficiencia de una despedida.
-Vámonos, Isma.
Caminaron unos metros hasta una camioneta estacionada bajo una jacaranda esperando florecer. Luisa accionó el mecanismo de apertura con un control electrónico haciendo que el auto respondiera con un destello de las luces delanteras.
-¿Te llevo?- preguntó Luisa mientras abordaba y acomodaba en el asiento un bolso que, hasta entonces Ismael notó que llevaba.
-No, mejor no. Sabías que vendríamos aquí, por eso dejaste tu coche cerca.
-El rumbo se me hacía conocido, pero no estaba segura- Luisa se acomodó en el asiento, ajustó sobre su pecho el cinturón de seguridad y encendió el estéreo. Ismael empujó la puerta para cerrarla y permaneció de pie junto al coche. Del estéreo comenzaron a sonar las notas de un bolero en voz de Celio González: “Si tú supieras las ganas que tengo de estar contigo…”
-A veces escucho esa horrible música prehistórica, me recuerda un poco a ti. Cuídate, Isma.
Ismael sonrió como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. Un poco por ver a Luisa claudicar a sus gustos musicales, un poco para dejar en Luisa otro recuerdo que no fuera el de una tristeza invariable, eterna.
-Adiós, Luisa. Cuídense mucho también.
El auto comenzó a moverse sin hacer ruido. El asfalto casi se había secado por completo y el día iba ganado una tibieza agradable, placentera. Antes que el coche arrancara, Ismael se acercó un poco a la ventanilla para preguntar en voz baja:
-Oye, ¿cómo se llama tu hija?
-Flor.
Luisa agitó la mano a manera de despedida y aceleró para alcanzar el verde de la luz del semáforo. Ismael dio la vuelta y regresó caminando con las manos dentro de la chamarra, llevaba la mirada clavada en el suelo buscando en las grietas del cemento alguna explicación a la revoltura que había dejado en su mente aquella mañana. En la esquina, un incansable organillero giraba la manivela del cilindro. Sonaba un vals que Ismael no pudo reconocer.
-¿Coopera para la música, joven?
Ismael recordó que no llevaba un peso encima y que todos los cajeros de la ciudad estaban descompuestos.
-No traigo, jefe, a’í será la próxima- respondió.

Ciudad de México, enero 2019.



domingo, 9 de septiembre de 2018

Sin remedio


II

El cajero estaba descompuesto. Así lo anunciaba la hoja impresa y adherida con cinta transparente a la pantalla que permanecía encendida. A pesar de no traer un peso, la necesidad del efectivo no era imperiosa. Aun así, Ismael se convenció a sí mismo para ir a buscar otra sucursal bancaria cruzando Reforma, pretexto ideal para forzar a la casualidad de encontrar a Luisa en la sala de velación.
Se decepcionó de sí al tomar esta ocasión para encontrarse con los oscuros ojos de Luisa, esos que conocía bien, que imaginaba con frecuencia pero que cada vez recordaba menos. La tristeza tornaba los ojos de Luisa un par de sombras profundas, silenciosas, con una expresión diametralmente opuesta a sus momentos de brillante felicidad.
No era exagerado pensar que había sido la tristeza el nudo que, al inicio de su relación, los había mantenido cercanos. Había sido un época difícil para Luisa: la mudanza de su único hermano a trabajar a un estado del norte, la larga y dolorosa hospitalización  de su padre, la sequía y la falta de ánimos para terminar la tesis para dar, ahora sí, por terminada la carrera. Esa versión de Luisa encontró la perfecta compañía en Ismael, un solitario antisocial que dormía temprano los viernes y asistía solo al cine. Fue entonces que la convivencia surgió para acompañar dos soledades.
Ismael se acostumbró a la presencia de Luisa en su vivienda de altos uno. Cambió la dinámica de lo cotidiano: procuraba tener comida en el refrigerador, mantener en orden los libreros, hacer más frecuentes los días de lavandería. No obstante, la presencia de Luisa ahí era una intermitencia, una aparición fantasmal que apenas dejaba registro de su paso.
-Eres afortunado- le dijo Luisa, una mañana que se había despertado con amanecer- Oye: las aves de la fronda del árbol.
Por primera vez, afinó el oído. A pesar del paso de los autos y los portazos de los vecinos al salir, Ismael escuchó un ruido dulce, enmarañado. Las aves despertaban y Luisa con los brazos sobre el alfeizar de la ventana escuchaba ese sonoro amanecer.
Pero pocos pueden mantener una tristeza crónica por tanto tiempo. Las cosas para Luisa iban mejorando, su hermano cada día iba mejor en el trabajo, su padre se había recuperado notablemente y había regresado a su casa. Luisa había replanteado el tema de la tesis y llevaba avances considerables. Luisa había dado una vuelta a la tuerca del ánimo. Volvía a tener su brillo inocultable.
Al ajustar su camino, Luisa encontró nuevos acompañantes. Las visitas a la casa de Ismael cada vez se iban espaciando. Supo que era el momento de concluir su convivencia la tarde en que Ismael le telefoneó y ella prefirió no tomar la llamada.
Luisa decidió que ya no era posible entrar en la vida de Ismael y para ello tenía que  devolver las llaves. Llegó a la vivienda de altos uno a un horario con la certeza de no encontrarlo en casa. Miró la habitación casi vacía. Fue recogiendo algunas cosas que sugerían su ocasional presencia: un suéter, un paraguas y dos libros. La casualidad hizo que Luisa abriera uno de ellos justo en la página donde estaba impreso un poema de Piedad Bonnett. Buscó una pluma y transcribió algunas líneas de un poema en un trozo de papel que, sin saberlo y para su sorpresa, ya casi había memorizado:

No hay pues mujer más sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.


Sobre la hoja donde dejó la huella de su caligrafía en fuga, dejó las llaves y una bolsa de galletas de nuez.
Lo que siguió sólo fue el pretexto para no llamarse extraños: correos electrónicos, alguna llamada ocasional o un mensaje de felicitación en el cumpleaños o la noche de año nuevo. Algunas veces, noticias que compartían los que habían sido amigos comunes.
No fue difícil encontrar la funeraria la cual ocupaba la planta baja de un edificio recién remodelado. La fachada estaba recubierta con largas losas blanquecinas imitación mármol. Los cristales ahumados de la puerta cumplían la formalidad de un ambiente monocromático, sin embargo la sobriedad era arruinada por un tablero digital de iluminación de focos de led que anunciaba los nombres de los infortunados clientes que eran velados en ese momento en alguna de las tres capillas. En el tablero se anunciaba al ocupante de la capilla dos: Eduardo Arrieta N.
Ismael se encaminó a la capilla dos, una recepcionista le indicó el camino que debía seguir a través de un pasillo, al fondo de la planta baja. Cuando entró la sala estaba vacía, unos adolescentes compartían la minúscula pantalla de un teléfono celular para ver una película de acción. Una mujer con los ojos enrojecidos, quizá por llorar mucho o dormir poco, le salió al paso. Le extendió la mano a modo de saludo y explicó que los concurrentes habían salido a desayunar algo. El cortejo saldría al panteón a las once de la mañana. Ismael dio un paseo con la vista tratando de encontrar a Luisa. No estaba. Quizá ella también había salido a desayunar. Ismael se despidió de la mujer y salió de la sala caminando a prisa.
A pesar de estar nublado, la claridad del día deslumbró a Ismael. El aire cargado de emisiones de autos y los ecos de la lluvia reciente fueron un alivio. Emprendió el regreso a paso rápido, pero antes de dar la vuelta a la esquina escuchó que alguien le llamaba por su nombre.

domingo, 22 de julio de 2018

Sin remedio


I

Lo despertó el silencio, justo cuando la música dejó de sonar y nada más se escuchaba en la habitación. Antes de dormir había elegido una lista de reproducción de videos de la Sonora Matancera en internet. Lo último que había escuchado antes de caer en esa especie de sopor, había sido la melodiosa voz de Celio González cantando un viejo bolero: Vendaval sin rumbo… dile que no vivo desde el día en que de mí, apartó sus ojos.
Dejó la cama, sintió el piso fresco. Caminó descalzo hasta la ventana y corrió la cortina, todavía estaba lloviznando, hacía frío, las luces del alumbrado público permanecían encendidas. Nadie pasaba por la calle, imaginó que aún era temprano pero lo desengañó el reloj que había acomodado en el espacio central del librero justo donde, hasta hace un año, había conservado la fotografía de Luisa. Contaba unos minutos pasadas las siete.
Caminó a la computadora de escritorio y volvió a reproducir Vendaval sin rumbo. Luisa siempre le había reclamado esa filia de anacronismos musicales, otra raya más al tigre de las diferencias irremontables que derivaron en una separación definitiva, sin mayores fricciones de las que pudieron haber surgido frente a la taquilla del cine para elegir una película.
Desprendió las hojas que el olvido había acumulado en el calendario. Supo cuándo detenerse al recordar que un día antes había recibido el depósito de la liquidación a su empleo temporal. Seis meses que habían tratado de aliviar, en vano, otros seis meses de desempleo; iniciaba un nuevo ciclo de desocupación que deseaba no fuera tan prolongado esta vez.
“Otra vez agosto”, pensó Ismael no sin cierto desánimo. En unos días sería otro aniversario luctuoso de su padre y se cumpliría un año más su separación de Luisa. Cuatro años sin verse, pero no de perderse la pista del todo, algunos amigos en común daban las agónicas señales de una historia sin segunda parte.
En la alacena ya no había café soluble ni azúcar, las galletas  se habían humedecido. En el refrigerador un tazón con salsa verde y una botella de ron blanco. En la época de lluvia el cuarto que habitaba Ismael se convertía en una mazmorra oscura y húmeda, aparecían manchas de salitre en el techo y en los muros Sin embargo apreciaba la vista a la calle principal y la cercanía de la ventana con la fronda de un árbol con hojas de verdor insistente.
Decidió salir a la calle cuando Celio González terminó de cantar. Tomó la chamarra que había colgado en el respaldo de la silla de madera. Repasó de memoria los trebejos que se amontonaban en el hueco inferior del ropero, ahí no había paraguas, en realidad en ningún sitio de aquella vivienda marcada con el número uno altos, de la calle de Toledo. Aún estaba lloviendo pero decidió salir en ese momento hacia el cajero automático. Necesitaba tomar algo caliente pero no tenía dinero en efectivo.
Camino al cajero automático se encontró con una sucursal de cafetería de cadena trasnacional, que buscaba tener identidad local sirviendo el café americano con molletes. Vio las terminales bancarias y decidió entrar, la llovizna había apretado.
Encontró una terrible variedad de bebidas cuyas mezclas se alejaban dramáticamente de sus tazas de café soluble. Eligió alguna, no por su preparación sino por el precio. Le dijeron que aún no podían servirle molletes (la empleada argumentó un retraso en el pan debido a la lluvia). Para acompañar eligió una simple dona de canela.
Buscó una mesa alejada al mostrado, alguna pegada al muro de cristal con vista a la calle. Dio el primer sorbo, el café era amargo, no le agradó el sabor, pero estaba caliente, el paso del cálido líquido por la garganta era una agradable sensación. Rodeó con ambas manos el vaso de plástico blanco para calentarse las manos.
Bebía y comía despacio. Por un instante se sintió fuera de todo: la gente caminaba apurada y frente al semáforo comenzaban a aglomerarse automóviles ávidos de una luz verde sólo para  colisionar metros más adelante.
Antes de terminar de beber aquél ruinoso brebaje, escuchó que alguien lo llamaba por su nombre desde el otro lado del local.
-¡Ismael Ramírez!- la voz era lejanamente familiar.
Cruzando el salón a grandes pasos y con un vaso similar al suyo entre las manos, más largo y con impresos de otros colores, vio llegar apurado al Che Castillo, un antiguo compañero de escuela. El Che no provenía de las pampas, vivía en la colonia Argentina del D.F., se dejaba las patillas largas y escuchaba a Carlos Gardel y Aníbal Troilo mientras cortejaba a Lucía, la instructora de tango (ella sí argentina) que había llegado a la escuela aquel semestre a dar un taller de baile de salón.
El Che Castillo vestía un impecable traje negro, sus zapatos lustrados no tenían restos de agua o lodo, lo que le hizo pensar que había llegado conduciendo hasta el estacionamiento subterráneo de la plaza que albergaba a la cafetería de franquicia.
-No creí encontrarte en un lugar así, a ti, mi querido Ismael. ¿Ya te dobló el sistema? Deberías estar desayunando con la señora de los tamales de la esquina.
-Intenté, pero no acepta tarjetas bancarias. Quería tomarme un café y no traigo un peso encima. El cajero está lejos-Ismael se sorprendió dando una explicación tan detallada al Che, quizá él tampoco se sentía cómodo desayunando en ese lugar y había querido justificar su presencia como una conspiración de la mala suerte.
El Che estaba en un lugar indefinido entre los afectos de Ismael. Demasiado cercano para llamarlo conocido, le tenía la suficiente antipatía para llamarlo su amigo. Sabía que trabajaba en la asamblea legislativa, que su sueldo, su esposa y su secretaria eran sujetos dignos de envidia.
-Como sea, Ismael. Me da gusto verte después de tantos años, aunque lamento que haya sido en estas circunstancias.
Ismael hizo un gesto de extrañeza que fue percibido de inmediato por el Che.
-Creí que ya sabías.
-¿Saber qué?
-Entonces no sabes. Chingá, ya la regué- sonrió y dio un sorbo a su bebida.
-Puedes dejar de hablar en clave, Alejandro- llamar al Che por su nombre revelaba que Ismael ya estaba molesto. En Ismael, la formalidad era sinónimo de disgusto.
-Están velando a Eduardo Arrieta en una capilla que está acá nomás, cruzando Reforma.
-Mal pedo, Che, pero ¿quién chingados es ese Eduardo Arrieta?
-No me vengas con chingaderas. ¿En serio no sabes?
Ismael lo miró echándose a la boca el último trozo de dona. Negó con la cabeza mientras masticaba y bebía el resto del café sin terminar de pasar el bocado.
-¿No me vas a decir que le perdiste la pista a Luisa?
-No, no del todo. ¿Pero eso qué tiene que ver, Alejandro?
-¿En serio no sabes?
-¡Vete a la verga!
Una muchacha de gafas, falda entallada y saco largo volteó a ver a los hombres con el suficiente desprecio que le permitía esta temprana hora de la mañana.
-Cálmate, Ismael, nos van a sacar. Eduardo Arrieta fue, hasta el año pasado el esposo de Luisa.
La sorpresa de Ismael fue inocultable, de pronto sintió que el calor que le había transmitido el café se le subía a la cabeza.
-¿Neta, güey?
-Bueno, no sé si era su esposo, vivieron juntos un rato, desde que nació su hija. Se separaron no sé por qué hace un año y ayer se dio en la madre.
-¿Qué le paso?
-Lo chocó una ambulancia, ¿irónico no? Todos pensamos que ese cabrón se iba a morir de una congestión alcohólica o algo así. Era un pinche briago.
-¿Por qué lo conocías tan bien? ¿Eran amigos?
-No. Una vez llegó a La naval, una cantina que frecuentamos los cuates de la oficina y yo. Iba con Luisa y otros familiares, andaban de compras y se metieron a comer ahí. Luisa me reconoció y me presentó como su amigo. Me dijeron que se casarían un mes después. Hasta me invitaron a la boda. De hecho esperaba verte ahí.
Ismael no pudo ocultar la tristeza que le llegaba de pronto. Quizá no era tristeza, pero no pudo pensar que fuera otra cosa. El Che había estado más cerca de lo que él mismo hubiera deseado. La vida no se había detenido para nadie, a pesar que Ismael seguía anclado, de alguna forma, al distante recuerdo de Luisa y el catálogo de posibilidades canceladas.
-Luego de eso, le caía seguido a La naval, generalmente los viernes por la noche. Siempre salía en calidad de bulto. No era un tipo amigable. Lo curioso es que el día que chocó iba en sus cinco, sin una pinche gota de alcohol encima. Tenía una reunión de trabajo, creo que le iban a dar un contrato para una obra del gobierno o algo así.
-¿Y Luisa?
-Le cayó bien a mi chava; se ganó el ramo en la boda. Intercambiaron teléfonos y de repente se hablan o se mensajean. No dudo que seas, a veces, tema de conversación- el Che hizo una pausa para dar un largo trago a su bebida, que seguramente ya se había enfriado- Vamos, Isma.
-No creo que sea buena idea.
-Si te animas allá voy a estar. La sala de velación está en la cuadra que sigue, cruzando Reforma, a la derecha, no hay pierde.
-¿Por qué vas solo, y tu chava?
-Anda en Monterrey, llega la otra semana.
-No sé.
Te veo allá, Isma. Madura, güey, ¿no me vas a decir que todavía te mueve el tapete Luisa?
Ismael no respondió, se llevó el vaso desechable a la boca a pesar que éste ya estaba vacío. El Che le dio una palmada en el hombro a manera de despedida y se alejó con la misma prisa con la que había entrado.
Afuera había clareado un poco. La llovizna había cesado, quizá seguiría nublado el resto del día, las nubes eran bajas y grises, parecían un extraño telón de metal.
Ismael salió de la cafetería y se encaminó a la sucursal bancaria. Para entonces ya había mucha gente caminando por la calle. Una ambulancia con la sirena abierta y la torreta encendida anunciaba una emergencia en algún lugar. La ambulancia ignoró la luz roja del semáforo al llegar al crucero. La vida vale la muerte, pensó Ismael mientras la veía alejarse.  

domingo, 31 de diciembre de 2017

De cierres, agujas y botones



Último día del año y traigo algo así como fundido el fusible de la celebración. En realidad un poco siempre. Es que no entiendo. Parece que mi familia quiere celebrar su noche de año viejo por obligación. Están apurados, algo tensos, medio quejosos. Pero a ratos. De repente se alivianan tanto que parecen de dulce. 
De mí quizá digan que estoy en un rincón metido en la computadora desde hace varios minutos, casi horas. O no dirán nada, que quizá me halagaría más. Pasar un poco como sombra.
A mí no me gusta hacer recapitulaciones, ni balances, ni retrospectivas. Este fin no me gusta tanto como el comienzo tan igual, tantas veces. Quizá diré que dejé de hacer muchas cosas, demasiadas si se comparan con lo que apenas terminé. Deshice nudos, dejé que se quebraran memorias, rompí fotos en el inútil intento de romper recuerdos. Trunqué palabras que a nadie que no sea yo interesan. Traté de acompañar el dolor de otros, en especial de otras, pero apenas lo hice y lo hice a la distancia. Las compañeras dicen que no necesitan “acompañantos”; y las entiendo.
Ayude como pude, quizá poco, pero así fue. Me perdí, escuché voces que se decían doler más que otras, no disputé, mejor me hice a un lado.
Me volví más desconfiado, más descreído, no con Dios, que él sabe sus asuntos, sino con algunas personas que se empeñan en no ser el otro, su delirio de particularidad, superioridad y mando los han trastornado. Odié a muchos y los sigo odiando. Me asombró mi especie, tan agua limpia unas veces y tan miasmas otras tantas. Mucha razón encontré en unas líneas del poeta (JEP) que no dejé de recordarlas en demasiados momentos:
“Lo que te eleva por encima de tus olvidados semejantes, los animales, y lo que te sitúa por debajo de ellos: la señal de Caín, el odio a tu especie, tu capacidad bicéfala de hacer y destruir, hormiga y carcoma”.
Quise aprender algunas cosas sólo para descubrir todo lo ignorante que soy. Me topé de frente con el paso del tiempo para aceptar que ya es tiempo de emprender el camino hacia abajo, el ineludible camino que remansa en la muerte.
Mis manos olvidaron otras manos que cabían perfecto en ellas como si fueran un molde. Aprendí a escuchar los “no” y a decir “no”, cuando así me lo pareció aunque después me preguntara por qué lo había hecho.
Pero, no se crea, improbable lector de este rinconcito de la atarraya cibernética que pongo mi balance como negativo. Al contrario, celebro que puedo aporrear cada una de las teclas que me permiten intentar palabras. Estoy vivo, oiga.
Y es que no está usted para saberlo, ni yo para andarlo contando, pero acá en México la muerte parece ser el símbolo, el carnet de identidad. Muchos coinciden que la vida es en sí misma una revelación hacia la muerte, es subversivo ese instante frente a la eternidad del no ser, del no estar aquí, y ese simple hecho hay que defenderlo y celebrarlo.
Sabrá también, imposible lector, que acá en México se ha desvalorizado la existencia, vale más un teléfono móvil que la vida de una persona y, por alguna extraña razón no podemos terminar con ese marasmo que nos mantiene ahí, donde más conviene.

Pero insisto, el saldo es positivo, es bueno, alienta, anima el alma (parece pleonasmo pero no lo es). Así que cierro por ahora estas líneas para que mejor pase la vida allá afuera de esta pantalla aunque a veces, porfiado que es uno, no se entienda.


Ciudad de México.
31 de diciembre de 2017.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Con sabor a pan


“… y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos se vacía
el santo olor de la panadería.”

Ramón López Velarde.
                             

Hace unos días la memoria de la tierra nos recordó nuestra propia memoria. La tarde del sol apenas se colgaba del punto más alto del cielo. Pasos, por supuesto, prisas, como siempre. En ese momento de reloj de brazo abierto, la tierra protestó, quizá, cualquiera de los daños que le debemos.

Un temblor de grados y cercanías apenas concebibles quebraron el medio día. Las prisas de siempre se pausaron para convertirse en caudal de pasos sólo unos momentos después. Cayó el ladrillo sobre el ladrillo. El gris del cemento fue por un instante la lluvia pesada que asfixió el aliento. No hubo aire denso, no hubo aire.

En las calles los rostros fueron otros, los mismos de siempre pero diferentes. Había miedo, desesperación, incertidumbre.

Las voces comenzaron a dejar sus testimonios en los oídos de los compañeros que seguían sin entender por qué justo ahora, por qué no ayer o mañana, por qué hoy un par de horas después de un simulacro que parecía haber sido el presagio de las heridas por venir:

Se cayó un edificio en la esquina. Hay fuga de gas allá a la vuelta. Tronó la barda de la casa de al lado. Ya no hay Metro. Los postes, el transformador, los cables, los vidrios. Ya no hay luz, falta el agua. Faltaría mucho más en el recuento.

Pero volvimos. ¿Cómo están? Ojos enrojecidos por el polvo y las lágrimas a medio camino. Palabras incompletas por el nudo en la garganta y la resequedad de las bocas. No importaba. Llegamos. Abrazamos a los demás, a los otros, a nosotros.

De pronto en la tibieza del abrazo y el consuelo alguien ordena: Come un pedazo de pan.

Nunca he sabido cuál es el origen de tal recomendación o si existe algún efecto positivo o adverso ante la ingesta de trozos de pan blanco después de una impresión que remueva las ciénagas del miedo. Un trozo de bolillo, no panes azucarados, no una pieza de repostería u hojaldre. No. Un bolillo, la más humilde e imprescindible de las delicadezas que salen del horno de la panadería.

Es una recomendación extraña, pero cierta. Quizá incurra en un error imperdonable, pero nadie, después de un evento traumático piensa en remitirse a las reservas calóricas de su alacena. El instinto de supervivencia, de conservación, de protección, quizá siga los pasos del refugio doméstico al deseo irrenunciable de la seguridad familiar y el ánimo de la comunidad.

La vida, la familia, el techo, el estado físico y patrimonial. Ahí debe estar el pensamiento inmediato de cualquiera que pueda atestiguar el antes y el después a una catástrofe. Cuando el pensamiento llega a la alacena, a buscar la pieza del pan de ayer es porque alguien más lo ha guiado. El otro, la otra. La mamá, la hermana, la sobrina o la vecina han hecho esa recomendación. El otro, la otra, el compañero que se preocupa por el miedo del otro antes que por el suyo, que desea que el otro o la otra no se vaya corriendo tras el pavor de la tragedia. Entonces el freno son el abrazo y un pedazo de pan, de un humilde bolillo que arropa los sentidos, nos centra en el estómago, nos remite a lo simple para seguir con la complejidad que nos aguarda en lo que sigue.

Después del sismo del 19 de septiembre de 2017, vi a un joven estudiante ir a buscar a su novia, otra joven estudiante, a la escuela. Ambos, como todos, se habían llevado tremendo susto. El chico llevaba en su mano su teléfono (un órgano más en la configuración morfológica de los jóvenes del segundo milenio) y un sencillo y heroico bolillo, también sobreviviente de la cena del día anterior. Ese era el equipo de búsqueda y supervivencia. La tecnología y la tradición, el dicho popular.

Come un pedazo de pan. Comparte un pedazo de pan. Abraza a quien vio el miedo de frente y coman con trozo de pan. Recuerden la tibieza de la cocina y que un bolillo cabe en un puño, como el corazón. Un bolillo en la boca sabe al calor del horno, al trabajo, al desvelo, a la sencilla complejidad de la vida. Por eso, la vida también sabe a pan.

A todos los hermanos y hermanas de aquí y todos lados que hicieron del dolor su dolor.


Ciudad de México, 23 de septiembre 2017. 

miércoles, 6 de septiembre de 2017

A un desempleado



No hay mérito en despertar antes del día
Si no te hartaste de la vida ayer.
Miras intruso la cara lavada del sol
Ávidos pulmones ya reclaman ante la ventana
Por aire nuevo y frescura y humo y humores
No deberías, no importa

Lo harías de todos modos.
Y las calles dan testimonio de tus pasos
Sin prisa y sin rumbo
Dejando al tiempo que rebase tus espaldas
Y no te des cuenta de nada.

Te has ausentado del progreso de tu patria
Eres anatema.

No vales lo que obligas a los otros
Con tu inútil presencia insistente.

Olvida la sonrisa del anciano al que tocaste el hombro
Cuando recibió en temblorosa mano
La moneda que pagaría tu ruta de regreso.

No sirve el abrazo con que arropaste a la joven
De piel de nieve y sabor de agua dulce
Esa mañana en que la vida le estaba pesando
Y le compartiste algo o mucho de tu irresponsable
Esperanza.

No sirve tu tiempo sin el metálico
Tañer de las águilas sin vuelo.

Dicen que endureciste tu oído
Que suavizaste la piel

Que la ceguera te conviene y tu voz
Va llena de palabras huecas.

Pero no dices nada
Y giras y te das la vuelta
Para irte.

Porque te sigues yendo desde entonces
Hasta ahora.
Como todos nos vamos
Sólo que tú hiciste la pausa inútil
Para saberlo.

Te sientes fuera de todo
estás errado, pero piensas que no,
Encerrado en el universo
Que cabe en el grano de tierra
O en la semilla de guayaba.


Ciudad de México, 06 de septiembre, 2017.