sábado, 11 de septiembre de 2010

De celebraciones



Vaya fecha para iniciar una travesura de redes y letras como la presente. Y es que a fuerza de repeticiones hacen sentirse a uno, por lo menos fuera de onda, si es que no une sus aguardiantosas y tipludas voces al coro de vítores y loas que en cualquiera de las esquinas de esta amada Ciudad se escuchan a la menor provocación o incluso sin ella.
Vale pues, de manera muy personal nos agregamos a la inercia que llevan estos días.

Muerdo lamo
Lamo y muerdo
Me abrazas con inaudita fuerza
Y nos ahogamos en el mar del principio…
-Gaspar Aguilera Díaz-
Cómo puede suceder
Que cualquier otra mujer
Sea tu ausencia.
-Herman Bellinghausen-

La humedad de los zapatos le incomodaba menos que aquella que sentía en la espalda y debajo de la chamarra. Nunca pensó que apenas unos centímetros de la plaza le hicieran alterar su sentido de pertenencia y le orillaran a imaginar que la plaza era suya. Esbozó una rápida sonrisa al recordar el personaje de aquella película de Tornatore, “La plaza es mía”, cuántos de los presentes no estarían pensando lo mismo aunque su ánimo de exclusividad se redujera apenas a los centímetros que ocupaban sus temblorosos y mojados pies.
La noche había empezado desde mucho antes con la caminata hasta la explanada para esperar el grito. Otra vez habían vuelto a cerrar varias de las calle circundantes, lo que había hecho imposible el transporte motor. Bajó del camión maldiciendo otra vez el exceso de tiempo libre esta tarde en la que la que el ánimo de celebración está agazapado en cualquiera de las esquinas.
La lluvia que inició desde temprano no lo había podido disuadir de salir y perderse en alguno de los lugares de la Ciudad, no, no perderse, sustraerse, olvidarse, desprenderse por un momento de la mitad de existencia que le dejaba la ausencia de “ella”.
Aún la mención de su nombre causaba alguna breve tormenta, una pequeña marejada en la terrible y eterna secuencia de su calma. Quizá por eso caminó hasta la plaza que este año agregaba en los accesos detectores de metales y la ruta interminable, infinita de un corredor flanqueado por puestos ambulantes uniformados con luces y olores picantes.
Y había llegado hasta este sitio donde los sonidos de las cornetas de plástico y el olor distante a mayonesa untada sobre elotes hervidos (esos que ella disfrutaba tanto, pero con poco chile) alteraban sus sentidos y su memoria y la mantenían alejada de ese oficio en el que se había perfeccionado a fuerza de distancia y ganas de saberla ausente pero ahí.
Hizo un rápido recuento de los meses sin noticias de ella, su ella que este día permanecería en el anonimato personal de su memoria. Dudó, pero instaló sus ausencias mutuas en más de medio año. Ella no había contestado los tonos de un teléfono insistente. Tras seis anuncios y su voz grabada en la contestadora, se había sofocado la incertidumbre de palabras tras colgar el auricular en el teléfono público que devolvía los tres pesos que habían prometido una llamada ilimitada. Nadie del otro lado, silencio. El silencio que ahora mismo, junto con ella, era lo único ausente.
Esa memoria, la de su voz y su risa, la de su perfume inconfundible, la de su cabello en huida, era el ancla que sujetaba este instante a un pasado inmediato que le parecía irresuelto.
Miró a su alrededor y lamentó no encontrar siquiera una silueta parecida a la de ella, una excusa que le permitiera objetar el olvido del que ahora no podía hacer uso.
No quiso pensarla o preguntarse donde estaría ella, simplemente porque la respuesta, cualquiera que fuera, sería inútil. Ya fuera en alguna ciudad ebria de este mismo ánimo festivo, en la sala frente a un televisor o entre otros brazos que no eran los suyos, ella no estaba aquí y las cosas no podían ser diferentes con esta necia lejanía que la lluvia parecía materializar a contraluz. El exilio voluntario de su sombra ya acusaba estragos en sus brazos que ahora mismo sólo querían mantenerlo a flote y que la voracidad de la gente amenazaba devorar aún sin provocaciones.  Hoy no hay sitio para otras notas, para otras frases, no hay lugar para escribir en las paredes los versos de una canción cualquiera ¿Cómo iba? “Como lo imposible al fin hecho / como si alguien de veras me quisiera / como si al fin un buen poema me salera” o algo así. Pero hoy las frases son otras, los gritos son otros, las memorias son otras. Por eso, y quizá como una prueba que no probaba nada, había llegado a la plaza y esperaba a que el funcionario con su traje oscuro y su banda tricolor al pecho asomara  para arrebatar la memoria colectiva.
Entonces pudo asirse a esa promesa tácita que la imposibilidad le ofrecería una vez más, a que las casualidades volvieran a existir de repente a que la permanencia fraguara una nueva mentira o un milagro. La Ciudad, ese monstruo cruel, único lugar donde ellos podrían volver a encontrarse.
Cuando el funcionario salió al balcón, él decidió darle la espalda y dejar la plaza a empujones para abrirse paso.
Caminaba hacia afuera de la plaza. Los cohetes esperaban pertrechados en las esquinas y las voces coreaban vivas con una vehemencia escalofriante. Ya no escuchaba y dejó que su mente acallara ese distante bullicio encarnizado.
Vivan los héroes que nos dieron…, viva Hidalgo, viva Morelos, viva Allende esquina con República de Cuba, viva Neruda, vivan Zapata y el Che y mis manos entre las tuyas, vivan tus ojos que no olvido y tu mirada filosa, viva tu sabor entre mis labios y esta porquería de Ciudad que se apaga como un cerillo…

Ciudad de México
01 de Septiembre 2010.

1 comentario:

  1. Ya había tenido el gusto de revisar tan emotivas y (como te mencioné) catárquicas líneas; todavía ahora que releo el relato, no dejo de emocionarme.

    El desenlace es lo mejor, no porque termina el texto sino porque el personaje explota y yo no dejo de esbozar una sonrisa frenética y efusiva ante lo expuesto.

    Qué bueno es encontrarnos por aquí Andrés, estaré con frecuencia al tanto de tus nuevas publicaciones.

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