jueves, 28 de octubre de 2010

Sin Luz


…pero a veces
puede la soledad
                                                                                                                  ser
una llama.
Mario Benedetti





Casi se detiene su pulso cuando escuchó abrirse la puerta al final del corredor. Era mucho más espeluznante verla cerrarse después de que cualquiera de los agentes entraba ahí, que esperar a que se abriera para, de una vez, darle paso al destino.
Andrade salía en mangas de camisa y dirigiéndose a él con un solemne “váyase”, daba por terminada la indagatoria, por lo menos con él, de la inexplicable desaparición de Luz
Todo había sido demasiado confuso, apenas ayer, después de dejar su pequeño departamento con baño compartido, de aquél edificio cerca al Centro, unas cuadras más allá, había sido abordado por Andrade y un par de sujetos más que no se identificaron como agentes en activo de la policía.
De inmediato Andrade, curiosamente el único de ellos que vestía con mezclilla, tomó la voz y comenzó a realizar preguntas de manera informal. Le tomó por el hombro y se introdujeron en el pequeño restaurante de la esquina de Ayuntamiento. Todavía no había nadie ocupando alguna de las mesas y el choque de  la loza que desde la cocina se hacía escuchar, era el único símbolo de otro amanecer en el barrio. Yo invito, dijo y señaló una mesa.
Andrade pidió café con leche y dos piezas de pan blanco, no de dulce, se tenía que cuidar por eso “de l'azúcar en el cuerpo” dijo. Los otros dos hombres se quedaron parados afuera, al lado derecho de la puerta, fumaban, uno de ellos se terminaba de alinear el nudo de la corbata gris que colgaba del cuello de una camisa sospechosamente blanca.
Mientras tanto él estaba confundido y asustado. Nada que tuviera que ver con policías o tribunales le agradaba. Fingió estar molesto y reclamó que tenía que llegar al trabajo antes de las diez de la mañana. Señaló el reloj del fondo, Aún era demasiado temprano.
Mira, dijo Andrade partiendo por la mitad el bollo de harina blanca que le habían puesto delante sobre un platito de loza blanca con bordes azules, Luz ha desaparecido y su familia está muy preocupada por ella. Nadie sabe en donde está y nos han dicho que pasaba algunos días habitando  el cuarto junto al que ocupas, acá a unas cuadras, ¿No vas a tomar café?
No le sorprendió la desaparición de Luz de la cual no sólo era testigo sino quizá una de sus víctimas, lo que más le sorprendía era que Andrade le hablara de ello como si no tuviera remedio, como si todo estuviese revestido de un halo de certeza y definición para el que no había posibilidad de arreglo.
Una tarde a fines del año pasado coincidió con Luz en el rellano de la escalera, antes de tomar el pasillo que los conduciría a las habitaciones que cada quien ocupaba en el viejo edificio del calle de Dolores. Eran dos habitaciones adaptadas que en alguna ocasión formaron parte de un solo departamento. Una pequeña estancia, una recámara, espacio para cocinar al fondo y un cuarto de baño que ni a él ni a Luz no les molestaba  compartir.
Era la primera vez que se encontraban sin una pared de por medio, o quizá no. Había sido una asfixiante mañana de abril en que el calor le había despertado más temprano de lo habitual. El baño parecía estar vacío y la puerta no estaba asegurada. Entró y pudo verla recién salida de la regadera, Luz pegó un grito y cubrió su desnudez con una escasa toalla de manos. Cerró con un portazo y salió más molesto que apenado por no tener el más mínimo espacio de intimidad o quizá de tener tan solo una intimidad compartida con una extraña.
A partir de ese desafortunado encuentro, evitaba de cualquier manera tener que cruzarse con ella, la misma joven que ahora mismo y en el pasillo se presentaba y extendía amistosamente su mano. Me llamo Luz dijo y su sonrisa parecía no desmentirla.
Algunos días después ya se habían puesto al tanto de los elementos básicos que les brindaban cierta forma de proximidad y confianza. La compañía en los desayunos ya no era ocasional y lo único que se salvaba de esta naciente proximidad eran las invariables ausencias de Luz los fines de semana.
La vida podía transcurrir por lo pronto de esa manera armoniosa hasta que una noche de domingo llamaron a su puerta. Era Luz, castigada por la omnipresente lluvia de afuera. Le sorprendió verla así, mojada, ebria y como ausente. Le sorprendió que entrara hasta la recámara y que tomara una playera de algodón para secarse el pelo mojado, le sorprendió verla despojarse de su ropa empapada frente a sus ojos, le sorprendió que le pidiera que apagara la luz mientras ella se acomodaba en el lado derecho de su cama. Le sorprendió que le pidiera que se agregara a esa ilógica secuencia y que le pidiera no tratar de entenderla y sí, por lo demás, de condescender calladamente.
El sueño le ganó a la sorpresa, cuando despertó, Luz se había ido. En el baño no encontró algún rastro de una incursión previa y del otro lado de la puerta del cuarto de Luz, sólo el silencio respondió a sus insistentes golpes y timbrazos.
Once días después el evento se repetía ante sus ojos sólo con algunas definitivas variantes. Sin alcohol en Luz, ni lluvia, ni la premura de la primera vez. Sólo algo coincidió certeramente y era la petición que hacia la mujer de apagar las luces de todas las habitaciones. Sumidos en la oscuridad herida por los anuncios luminosos de la calle, dejaron reducir las preguntas que sobraban a una agotadora pléyade de caligrafías que se escribían y sucedían en su piel haciendo eco de lo único y realmente cierto que compartían en ese instante, el silencio.
Con el día, Luz volvía a dejar su vacío en el lado derecho de la cama y también dejaba preguntas que jamás serían respondidas.
Quizá Andrade pudo ver el salto que la memoria de su invitado daba hacia atrás porque, antes de terminar el último sorbo de café, sacó una tarjeta de cartón con un número de teléfono  y una dirección escritos. Llega mañana temprano a esta oficina, necesito que formalices lo que tienes que decirme y se despidió no sin antes dejar un billete para pagar el consumo sin esperar su cambo de regreso.
Y así lo hizo. La mañana siguiente se presentaba simplemente a dar los mínimos y exiguos datos que la efímera presencia de Luz había dejado en su vida. Obviamente evitó hacer  cualquier comentario de sus nocturnos encuentros fugaces. Quizá Andrade esperaba escuchar algo en esos derroteros o al menos sus insistentes frases ¿Y qué más y qué más? Mmm ¿seguro que es todo? delataban la espera de alguna revelación útil para el hallazgo de Luz o la confirmación de sus hipótesis.
Los comentarios que hizo frente a Andrade eran tan inútiles que ni siquiera valían el costo del café y un par de bollos de harina refinada. Obviamente evitó comentar los encuentros que Luz, en una oscuridad impenetrable, había propiciado.
Con ese “váyase”  terminaban las consultas que la policía realizaría, con él por lo menos.
Salió de la oficina convencido de la inutilidad de su presencia ahí. Nada de lo comentado acercaría un ápice a alguien con Luz.
Abordó en la esquina contraria un bus que, para entonces, dejaba ver, en su ausencia de pasajeros, las butacas de fibra de vidrio gris que lo flanqueaban al interior.
El cuarto que habitaba Luz seguía vacío. Golpeó la puerta un par de veces y el timbre otras tantas. Encendió la radio en una estación cualquiera y se quedó dormido después de comer algunas partes mortuorias de un cadáver de pollo cocinado con salsa agridulce.
Inevitablemente soñó con Luz  de la única manera en que podía hacerlo. Entrando en su cuarto, con cabello y la voz humedecidos, pidiendo que apagara la luz para quedar sumidos en la pequeña y temporal oscuridad de una noche cualquiera. Despierto al amanecer, cuando la oscuridad comenzaba a escurrirse, él alcanzaba a sujetar a Luz de un brazo, delgado y huidizo. No te vayas, deja que la luz de día te complemente. Pero Luz no alcanzaba a decir nada, sólo su insistencia de desaparecer en cuanto el cielo comenzara a clarear. Y seguía implorando a Luz que se quedara. Y Luz dejaba que sus uñas se clavaran en su piel reclamando  una libertad inmediata y él sentía las heridas que  causaban y las recibía como un reclamo que estaría pronto a atender. Y veía salir a Luz por la puerta del baño que ambos compartían.
Despertaba a la mitad de una madrugada impasible. La calle era una colección de silencios y destellos de halógeno y mercurio.
Se levantó entorpecido aún por el sueño que comenzaba a velarse. Caminó hacia el corredor y volvió a golpear la puerta del cuarto de Luz. Nadie. Entró a al baño, esa especie de túnel que había servido de conexión y vacío entre ellos.
Al entrar al dormitorio le pareció percibir un olor dulce, floral y húmedo. Creyó entonces que debían de ser las reminiscencias de un sueño quizá demasiado real, quizá inducido. Casi estaba seguro de ello, sólo las marcas, los rasguños en su piel y una sangre casi fresca que de ellos manaban le hicieron dudar.

Octubre 2010



  




miércoles, 13 de octubre de 2010

De las pequeñas felicidades




“Ellos tienen razón
esa felicidad
al menos con mayúsculas
no existe
ah pero si existiera con minúsculas
sería semejante a nuestra breve
presoledad”
Mario Bendetti


Hoy, la felicidad estuvo en tv en cadena nacional, sin interrupciones, en horarios familiares, vespertinos y prime time. No. Dejaré a los especialistas desmenuzar cada uno de los aspectos que de una catástrofe convertida en proeza pueda haber. No me molestaron las sonrisa de unos y me enfermaron los oportunismos de otros, pero insisto, dejaré las palabras que pueblan esos terrenos a los que se especializan en ello.
¿Qué por qué no meto mi nariz o mejor dicho alguna opinión entre las voces sensatas? La repuesta es muy sencilla. Hoy, sí, hoy, por unas horas, pude asomarme a la felicidad, a ese tipo de felicidades pequeñas y cotidianas que, quizá por tenerlas tan cerca y a la mano pasan casi en silencio, ocultas en cualquiera de las horas de un día común.
Esa absoluta y deliciosa felicidad de subir las escaleras, y llegar a un departamento hasta arriba, abrir la ventana y dejar que el aire fresco y las sonrisas entren sin usura.
Esa felicidad de escuchar una campana aguda y cercana y cumplir con el deber ciudadano de poner la basura en su lugar.
La incomparable felicidad de caminar entre botones de harina y calor y elegir dulzuras espolvoreadas de canela y azúcar.
La irrebatible felicidad de preparar la comida lado a lado, al lado de la estufa y de comer y saciarnos con palabras y delicias dulzonas y cremosas.
Esa felicidad regañona de la limpieza de la mesa y los platos y los vasos. La felicidad compartida y por contagio de mirar para arriba y encontrarte. De mirar a mi lado y encontrarte, así como doblada como una gata adormilada y más hermosa que tus pies pequeños. Y la exclusiva felicidad de hacerte enojar y hacer pucheros y volverte a hace reír por otro instante.
 La felicidad de inscribirte en la memoria. De invocarte cuando me hagas falta y me haya dado cuenta que el asomo a esas felicidades pequeñas, diarias, finitas, llegó demasiado tarde.
La triste y dolorosa felicidad de abrazarte y ver cómo terminan el día y el sol entre edificios desiguales  y comienza la certeza de que nada puede regresar ni por un momento, ni siquiera las felicidades pequeñas, casuales y cotidianas de un día cualquiera.

  

lunes, 4 de octubre de 2010

Sólo eternidad


“La muerte más hermosa sería esa en la que el mar se ahogara en uno y no al contrario”
-Luis Tovar Diccionario del mar-


¿Cómo habría llegado a esa decisión? ¿Eran sus ideas las que de repente cubrían cualquiera de los perfiles de esta instantánea que el paisaje le mostraba a través  de la ventana sin cortinas? ¿O quizá era todo nada más que un mal sueño?
Realmente no se detuvo a  encontrar alguna respuesta a estas preguntas que no se había planteado. Aún así la  decisión estaba tomada y no era discutible, además, ¿quién lo haría?
Apenas tenía tiempo de rasurarse, de cambiarse de ropa. Había pensado en bañarse pero las bolsas de aserrín mojadas  con  petróleo que usaba para hacer funcionar el viejo calentador de agua, ya no se contaban y el agua fría, no, eso si no.
Cambió la hoja de rasurar y fue entonces cuando se detuvo un poco a mirar con detenimiento la habitación que ocupaba en los altos cuatro del número treinta y seis de la calle de la Soledad. Una extraña sensación de perpetuidad le invadió de repente. La máquina de rasurar de hojas intercambiables, el espejo picado, el calentador de combustibles, un barandal eterno, la madera de la puerta de un balcón imperturbable. Las campanas del templo de Jesús María, gritos diurnos y sepulcrales silencios que la noche sólo maduraba.
Quizá por eso había resuelto salir de esa inalterable continuidad, esa, que ni siquiera ella había podido concluir y que ya tampoco llenaba el recuerdo de una tarde, una mesa compartida y varias tazas de café.  La confesión había sido demasiado contundente, irrebatible. Si, de acuerdo, era casada, pero eso no evitó sus brazos en su cintura, la inspección visual de todas las formas de su cuerpo y el sabor desconocido de sus labios, ese que no era ni dulce, ni tibio, un sabor a saliva, a humedad y que se empeñaba en comparar con algo marino sin saber qué.
 Las campanas llegaban puntuales a las seis y los comercios, algunos, no todos comenzaban a bajar sus cortinas.
Bajó de su cuarto de los altos cuatro, cruzó el patio desigual en sus baldosas y atravesó el  zaguán rumbo a la calle. Nunca se persignaba al pasar por la imagen de la virgen de Fátima, tampoco esta vez.
Nunca supo cómo, de qué manera había llegado al café que había sido el sitio de reunión en sus fugaces encuentros. Ella pasaría justo por enfrente, caminando despacio, sin prisa. Quizá estaría acompañada por alguien, no importaba. Había elegido una mesa contraria al camino, no habría ocasión de omisión o imposibilidad para no verla andar esa única ruta al subterráneo.
Todo sería fácil, saldría a su encuentro. Esta vez no mediarían palabras. Sería claro, parco. Le pediría que salieran de esa eternidad invariable o bien sumergirse en una eternidad definitiva, insoslayable. Quizá un disparo, la veintidós prendida a su mano, incitando al punto final. Sí, sólo eso.
La luz acaba en un cielo incorregible. Por fin la ve pasar, a paso lento y parsimonioso, sabiendo que en ese instante no hay nada más importante que atraviesa esa calle.
Sigue hermosa, viste un abrigo largo y verdeoscuro que la oculta casi toda, pero él puede adivinar cada una de las formas que esa prenda mantiene en secrecía. El maquillaje acusa los estragos de una jornada laboral desgastante y sus ojos sólo tienen la intención de cerrarse y ocultarse de la noche.
Pero a pesar de sentir la gélida tersura de la veintidós comulgando con sus dedos, él no puede moverse, algo le mantiene anclado al suelo de la cafetería de barrió donde decidió pertrecharse. Ella pasa sin saber que le esperaban con ansia, camina y se aleja despacio sin que su trayecto se vea interrumpido. No dejó una estela, ni una sombra, ni tampoco una fragancia. Se aleja y bien pudo no haberlo hecho, nada ha cambiado.
Entonces él paga su consumo y sale a prisa. Y ya no hay nadie en la calle, cientos, quizá miles de personas pero nadie en la calle.
Comprende, no quiere regresar a la falsa inmutabilidad de su cuarto de la calle de la Soledad. No, mejor salir o llegar a una eternidad definitiva y real. Camina, llega a la esquina, da la vuelta y se escucha un disparo definitivo, un disparo que las campanas del templo de Jesús María han silenciado. Las campanas que llaman a misa de siete, hoy es primero de mes.

Ciudad de México, 04 de Octubre 2010.