lunes, 4 de octubre de 2010

Sólo eternidad


“La muerte más hermosa sería esa en la que el mar se ahogara en uno y no al contrario”
-Luis Tovar Diccionario del mar-


¿Cómo habría llegado a esa decisión? ¿Eran sus ideas las que de repente cubrían cualquiera de los perfiles de esta instantánea que el paisaje le mostraba a través  de la ventana sin cortinas? ¿O quizá era todo nada más que un mal sueño?
Realmente no se detuvo a  encontrar alguna respuesta a estas preguntas que no se había planteado. Aún así la  decisión estaba tomada y no era discutible, además, ¿quién lo haría?
Apenas tenía tiempo de rasurarse, de cambiarse de ropa. Había pensado en bañarse pero las bolsas de aserrín mojadas  con  petróleo que usaba para hacer funcionar el viejo calentador de agua, ya no se contaban y el agua fría, no, eso si no.
Cambió la hoja de rasurar y fue entonces cuando se detuvo un poco a mirar con detenimiento la habitación que ocupaba en los altos cuatro del número treinta y seis de la calle de la Soledad. Una extraña sensación de perpetuidad le invadió de repente. La máquina de rasurar de hojas intercambiables, el espejo picado, el calentador de combustibles, un barandal eterno, la madera de la puerta de un balcón imperturbable. Las campanas del templo de Jesús María, gritos diurnos y sepulcrales silencios que la noche sólo maduraba.
Quizá por eso había resuelto salir de esa inalterable continuidad, esa, que ni siquiera ella había podido concluir y que ya tampoco llenaba el recuerdo de una tarde, una mesa compartida y varias tazas de café.  La confesión había sido demasiado contundente, irrebatible. Si, de acuerdo, era casada, pero eso no evitó sus brazos en su cintura, la inspección visual de todas las formas de su cuerpo y el sabor desconocido de sus labios, ese que no era ni dulce, ni tibio, un sabor a saliva, a humedad y que se empeñaba en comparar con algo marino sin saber qué.
 Las campanas llegaban puntuales a las seis y los comercios, algunos, no todos comenzaban a bajar sus cortinas.
Bajó de su cuarto de los altos cuatro, cruzó el patio desigual en sus baldosas y atravesó el  zaguán rumbo a la calle. Nunca se persignaba al pasar por la imagen de la virgen de Fátima, tampoco esta vez.
Nunca supo cómo, de qué manera había llegado al café que había sido el sitio de reunión en sus fugaces encuentros. Ella pasaría justo por enfrente, caminando despacio, sin prisa. Quizá estaría acompañada por alguien, no importaba. Había elegido una mesa contraria al camino, no habría ocasión de omisión o imposibilidad para no verla andar esa única ruta al subterráneo.
Todo sería fácil, saldría a su encuentro. Esta vez no mediarían palabras. Sería claro, parco. Le pediría que salieran de esa eternidad invariable o bien sumergirse en una eternidad definitiva, insoslayable. Quizá un disparo, la veintidós prendida a su mano, incitando al punto final. Sí, sólo eso.
La luz acaba en un cielo incorregible. Por fin la ve pasar, a paso lento y parsimonioso, sabiendo que en ese instante no hay nada más importante que atraviesa esa calle.
Sigue hermosa, viste un abrigo largo y verdeoscuro que la oculta casi toda, pero él puede adivinar cada una de las formas que esa prenda mantiene en secrecía. El maquillaje acusa los estragos de una jornada laboral desgastante y sus ojos sólo tienen la intención de cerrarse y ocultarse de la noche.
Pero a pesar de sentir la gélida tersura de la veintidós comulgando con sus dedos, él no puede moverse, algo le mantiene anclado al suelo de la cafetería de barrió donde decidió pertrecharse. Ella pasa sin saber que le esperaban con ansia, camina y se aleja despacio sin que su trayecto se vea interrumpido. No dejó una estela, ni una sombra, ni tampoco una fragancia. Se aleja y bien pudo no haberlo hecho, nada ha cambiado.
Entonces él paga su consumo y sale a prisa. Y ya no hay nadie en la calle, cientos, quizá miles de personas pero nadie en la calle.
Comprende, no quiere regresar a la falsa inmutabilidad de su cuarto de la calle de la Soledad. No, mejor salir o llegar a una eternidad definitiva y real. Camina, llega a la esquina, da la vuelta y se escucha un disparo definitivo, un disparo que las campanas del templo de Jesús María han silenciado. Las campanas que llaman a misa de siete, hoy es primero de mes.

Ciudad de México, 04 de Octubre 2010.
  

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