lunes, 1 de noviembre de 2010

De mares y de noches (Canción sin melodía)


En la deriva de la noche,
la insondable profundidad
de tu mirada rutilante,
el lejano faro que
indica mi norte

La mar de tu cabello esta crecida,
el oleaje de tus pasos
y el vaivén de tu cadera.

Mis brazos vacíos
rodean la frontera
de un recuerdo proscrito
de la memoria
                         de nadie

Las palabras son pretexto
de una brújula perdida
y de un cielo sin estrellas,
sin  tu constelación.

El naufragio de las horas,
los instantes varados
                                    en tu cuello,
el silencio
               que navega,
el mañana
                       circundante

Y tú siempre al final,
de los mapas del espejo


Sin causas aparentes


I

El agua recorre su piel. En la habitación sólo el sonido del líquido que sale sin usura de la regadera, confirma que  el pequeño departamento, último del pasillo, antes de las escaleras que suben a la azotea, no está deshabitado.
La luz amarilla del foco en espiral, alumbra desde un portalámpara sin pantalla en una de las esquinas del baño. Desde hace algunos días ha descolgado el espejo que solía presidir el muro de enfrente, el que se encuentra adelante, justo al abrir la puerta de entrada. Se peina diario con un poco de fijador que extiende con sus manos por su cabeza apenas cubierta por el cabello que aún subsiste a la calvicie prematura. El reflejo no es necesario.
En la soledad de jueves por la noche, recuerda a la joven que estuvo frente a él en la fila de la oficina del banco. Recuerda su cuello blanco, largo como el de un ave. Su piel blanca, tersa, sugería una suavidad deseable y una caricia. El calor de la sucursal le hizo sacarse  el suéter tejido en lana azul que le cubría el torso. Agradeció que lo hiciera sin cuidado y que un breve trozo de la piel de su abdomen quedara también al descubierto por un brevísimo instante.
Siguió las líneas del talle de aquélla joven. La brevedad de su cintura era una brutal afirmación de unas caderas protuberantes. En ese instante agradeció la espera de más de nueve minutos en el andén aguardando al subterráneo que llegó atestado de usuarios malhumorados y olorosos a sudor y a colonia. Agradeció estar en ese sitio privilegiado, justo atrás de la joven que se despojaba del suéter de lana y no sólo descubría su torso y sus hombros, si no que lo dejaba en una posición envidiable para ver debajo de su cintura y descubrir unas nalgas perfectas aún detrás del ajustado pantalón de mezclilla azul claro que las delineaba sin disimulo. También pudo percibir el escandaloso aroma de un perfume dulce mezclado con un eco del olor a piel curtida que despedía el morral que, momentáneamente, ella había colocado en el piso para quitarse el suéter que el sol del naciente mediodía convertía en una prenda inútil.
Se imaginó rodeando a la joven por la cintura, acercando su pelvis peligrosamente a las nalgas de ella para que pudiera confirmara de qué manera había despertado su deseo.
La blusa de tirantes no sería obstáculo para encontrar, debajo del sostén de encaje, un par de senos diminutos, a los que tomaría por sorpresa. Se acercaría al cuello para besarlo e ir subiendo al oído para, quizá, decir alguna frase casi en secreto. Una frase breve para halagarla, para decirle que estarían mejor en otro sitio. Pensó en las caderas de ella libres del pantalón de mezclilla y se imaginó deslizando hacia abajo una prenda diminuta color durazno.
Apretó los ojos y volteó la cara hacia la regadera para sentir el agua como un grito silenciado. En la fantástica alucinación, su tacto se convertía en el misterioso e insondable interior de una mujer a la que no volvería a ver nunca más.
Una explosión tibia le hizo abrir los ojos de repente. El agua enjuagó al instante sus piernas y sus manos, llevándose también el jabón que se filtraba por la rendija cromada del piso de la regadera.
Afuera, el cielo de la noche no porta una luna para aliviar la oscuridad de la azotea. Apenas unas nubes que no amenazan lluvia y que cruza sin problema un avión con destino a Uruguay en el que la joven de la oficina bancaria viaja acompañada de su esposo que duerme despreocupado en el asiento junto a ella.

 II

Salió casi convencido que un halo de vapor le rodeaba. Se vistió despacio, sin ganas. Ya era tarde y no le agradaba la idea de ponerse unos pants y calzarse los tenis nada más por unas horas, mientras se convencía de dormirse temprano para que no se hiciera tarde al día siguiente. Ya había acumulado tres retardos en la semana. Calentó un poco de agua para beber café instantáneo. La caja de los cerillos, extrañamente estaba húmeda, así que desperdició algunas mechas hasta que logró encender una. El soplido azul de la parrilla llegó sin demora.
En la mesa, junto al florero azul de las flores secas que se negaba a tirar a la basura se encontraban los libros que había comprado esa mañana en una de las librerías frente a la Alameda, en la que dejó pasar un par de horas caminando una y otra vez los pasillos tratando de elegir algunos títulos que pudieran resultarle interesantes.
Tomó el libro de ensayos del que le habían platicado tanto. Y una novela de la que no había tenido noticia alguna de un estante cercano.
El agua comenzaba a hervir y el tic del reloj cada vez era más sonoro. Empezaba a hacer frío, así que se acercó a cerrar la ventana de la salita que aún permanecía abierta en un inútil intento de ventilar el olor a Delicados sin filtro de la atmósfera.
Mientras el café, ya preparado en la taza, se atemperaba un poco, decidió quitar la cubierta de papel celofán que rodeaba a los libros y que había impedido que los hojeara estando en la librería, que los transgrediera antes de pagarlos.
Encontraba en ese simple y sencillo ritual una emoción profunda y absolutamente personal, algo tan placentero y exclusivo sólo comparado con el gusto de abrir los juguetes nuevos el día de reyes. O quizá, más recientemente, la vez que ayudó a Carmen a despojarse de la chamarra de mezclilla que se había empapado bajo esa lluvia repentina que sorprendió a todos en la plaza de la Ciudadela esa primera tarde de sábado que decidieron compartir por unas horas.
El cierre se había trabado y la humedad que permeaba el forro gris de la chamarra comenzaba a enfriar su espalda. Entonces, él, se acercó dispuesto a pelearse con la rebelde cremallera y salvarla de la amenaza de un resfriado seguro. Después del primer round, que terminaba empatado, nada para nadie, miró que el motivo del atasco era un pedazo de tela deshilada que se había enredado entre los dientitos  del cierre que seguía necio en no ceder.
El se acercó, casi temblando al pecho de ella para cortar con sus dientes los hilos enredados. Sin separar demasiado su cara, comenzó a deslizar el cierre hacia abajo, despacio, sin la prisa con la que sus dientes habían rasgado la tela. Carmen termino la tarea de despojarse de la prenda que la había mantenido cautiva y casi al borde del congelamiento.
El destello del torso de Carmen le deslumbró, su vientre, los brazos desnudos, morenos, cubiertos por un vello fino que se le pegaba a la piel por el agua que había ignorado la frontera. La miró a la cara. Se había quitado los anteojos y sonreía.
La cubrió entonces con al chamarra, mitad piel, mitad gamuza que vestía y apuraron el paso.
Aún era temprano, no tanto, pero todavía se encontraban los artesanos y vendedores de libros del corredor, a un costado de la Biblioteca Central. Ella le pidió que esperaran, que allá leían las cartas y que quería saber su porvenir. Se acercaron con una mujer enorme que increíblemente permanecía sentada en una pequeña silla de madera que parecía desaparecer entre sus carnes. La mujer llevaba anillos en todos los dedos y su voz de vieja era rasposa. Cuando sacó las cartas de un estuche preguntó mirándole fijamente que si era su novio, a lo que Carmen respondió de inmediato que no, no era.
La mujer le pidió que se retirara por que nadie más podía escuchar sus vaticinios.
Carmen lo miró sonriendo, como reiterando la orden que la adivinadora había dado. Para pasar el tiempo desvió su atención a un mimo que realizaba su rutina con poco público a su alrededor.
Los minutos comenzaban a acumularse y  la lluvia amenazaba un segundo intento, ahora acompañada de la noche que comenzaba a instalarse.
De regreso al cubículo de la adivinadora, se topó con un bicho de tela, de patas multicolores y una sonrisa imperturbable, que le pidió al vendedor que pusiera en una bolsa plástica para que no se mojara.
En el espacio ya no estaba la mujer, su cubículo estaba cerrado por una lona amarilla y varias cintas que le rodeaban. Tampoco Carmen. La audiencia del mimo se había retirado y el mimo también. De pronto le pareció que la ausencia se había instalado de repente en la plaza. Los pasos de la gente habían sido sustituidos por la lluvia que golpeaba los toldos de los puestos y que parecían ser explosiones que venían de todas partes.
No vio a Carmen hasta la mañana siguiente  Al saludarlo, no sólo lo hizo con el beso habitual en la mejilla izquierda, esta vez agregó un abrazo que le permitió por primera vez tener su espalda entre sus brazos y confirmar la suavidad del pelo largo y lacio en el que le pareció reconocer un eco distante de la lluvia de la noche anterior.

El café en la taza entre sus manos comenzaba a enfriarse. Dejó en la repisa el libro de ensayos, ya sin su playo, por supuesto y la taza a medias en la orilla de la mesa y se dispuso a comenzar la lectura de la novela esa misma noche, un rato,  antes de irse a dormir.
Mientras se dirigía a la recámara iba apagando las luces del departamento que iba quedando poco a poco a oscuras.



 III


Eligió el sillón de lona verde oscuro que ocupaba la esquina contraria a la cama en el cuarto que usaba de recámara.
No acostumbraba acostarse con un libro entre las manos. Dejó que la voz de Andrés Calamaro sonara junto al silencio de la noche que no acabaría hasta la mañana siguiente.
Por fortuna, no se detuvo en analizar el título de la novela que le iba a desviar por unos instantes la atención. Apenas un par de páginas después, una línea de letras grandes y destacadas le daba el primero de muchos indicios que estarían por llegar. La novela se titulaba “Sin causas aparentes”
Lo que menos esperaba encontrar eran las mismas líneas que se habían reproducido en la contraportada como el inicio de la novela. Incrédulo, cerró y giró el volumen para confirmar esa extraña práctica con la que no se había topado nunca.
Pasaron varios minutos sin que pudiera alejarse de esa frase, apenas unos renglones que, extrañamente, se convertían en la explicación que había faltado antes que Carmen se hubiera convertido en un asunto pendiente, en el silencio que no lograba aliviarse con nada, ni siquiera con el coro que Calamaro sentenciaba desde las bocinas del estéreo, “Algo va a quedar adentro tuyo siempre”
Encendió un cigarro que dejaría consumir en el cenicero tras darle sólo una bocanada y de pronto se creyó leyendo una confesión que relevaba todas las pruebas.
“No me despedí. Me fui sin decirle nada, sin explicarle nada. Aún ahora no entiendo los motivos que me impidieron escribirle una nota, acaso tan solo con un simple y definitivo adiós. Necesitaba no verlo más”
Su recuerdo lo llevó a la tarde de jueves en la que habían acordado un encuentro en la Plaza Tolsá, frente al museo. Como siempre, procuró llegar unos minutos antes de la hora convenida. Paseó su vista por los adoquines que cubrían la Plaza, buscando algo con qué entretenerse.
Junto al zócalo de la estatua ecuestre, un saxofonista de cabello largo y cano sonaba una antigua pieza de forma casi sospechosa. El viento elevaba sin cuidado una bolsa de plástico azul con la que jugaban unos niños que cuidaba una señora de calcetas de lana oscura a la que poco le importaba la disminución gradual de luz y, por el contrario, continuaba tejiendo una prenda que parecía no tener alguna forma reconocible.
Caminó al estanquillo de la esquina con la intención de comprar un paquete de cigarros, olvidándose por completo de su intención de dejar de fumar.
Imaginó que no había esperado lo suficiente hasta que miró al dueño La Chulita, el  puesto de almanaques y calendarios que ilustraban “La leyenda de los volcanes” recoger los estantes de tijera que le hacían de exhibidores. El sol ya se había ocultado y las lámparas del alumbrado público ya se habían encendido.
Pasaba poca gente por ese lado de la banqueta. Pensó en preguntar la hora a la joven de vestido rojo y bolso de charol que salía con paso veloz de la perfumería Tacuba, pero prefirió consultar al chofer del taxi que no había alcanzado a cruzar el semáforo.
En la mente se sucedía una y otra vez la anhelada imagen de Carmen, caminando a prisa por la demora, chocando el tacón de los zapatos contra el adoquín del suelo.
El beso de saludo, que quizá él aventuraría hasta las comisuras de sus labios esta vez, sus ojos tras los lentes y un cabello agitado que se mostraba sin ninguna disculpa.
Pero esta vez no ocurrió. Regresó a casa un poco molesto. Le enojaba que el metro tardara tanto en cerrar las puertas, en avanzar, en su espera.  Que la gente subiera y bajara. Le molestó el vendedor de dulces, el limosnero que recorría el vagón sin recibir una sola moneda.
Le molestaba que Carmen no hubiera llegado. Un rápido recuento de la breve historia que habían logrado fraguar le confirmó que no había sido la primera vez.
Llegó a casa con unas ganas tremendas de orinar. Por eso no detuvo su andar hasta el baño, no sin antes propinar algunas patadas a los infortunados objetos que llegaron a encontrarse en su desesperada ruta.
Se quedó despierto hasta muy tarde esperando una llamada de ella ofreciendo disculpas y planeando reprogramaciones a  ese encuentro. Nunca llegó.
Pasaron los días y Carmen no volvió a hacerse presente de ninguna manera. En ese instante se dio cuenta de todo lo que había dejado de hacer. Que nunca obtuvo su número de teléfono, ni la dirección de su casa, ni siquiera su correo electrónico.
Terminó esa semana y la siguiente y Carmen no daba una sola señal. Ella alguna vez dijo que trabajaba por Constituyentes. Encontrarla únicamente con esa referencia habría sido imposible.
Entonces maldijo todas esas concesiones en las que había caído. Era ella quien planeaba los encuentros, las salidas, los momentos, siempre sujetos a sus tiempos libres.
No volvió a verla y eso le entristecía profundamente. No me despedí. Me fui sin decirle nada, sin explicarle nada.
Calamaro terminaba de cantar y él encontraba en la portada del libro, el nombre de la autora de “Sin causas aparentes”: Ana C. Valtierra.


IV

“Con toda intención dejé que pasaran los días sin hacerle saber algo de mí. Esperé a que el olvido no llegara por convicción, si no más bien por insistencia.
Al fondo de esta noche no puedo escuchar más que el sonido hipnotizante de un grillo, los autos que circulan retardados sobre la avenida. Si cierro mis ojos alcanzo a escuchar el golpe de mi corazón y casi el correr de mi sangre.
Ni el jadeo, ni el rosario de groserías que suele repetir como si fueran una letanía mientras me penetra de una forma que piensa que es salvaje y que me gusta, pueden distraerme de este silencio que me parece inmenso.
No es que piense demasiado en él. Simplemente no entiendo. Le ofrecí algo más que mi cintura, la que él rodeaba con su brazo sin temor ni desconfianza. La piel de mis hombros conoció su tacto, su mano, la insistencia de sus dedos que solían dibujar extrañas caligrafías sobre ellos.
Conocía de sobra el eco del perfume que usaba solamente en nuestros encuentros simples e inexplicablemente frecuentes. ¿Qué esperaba? Es cierto, le dije que no me gustaba y era verdad. Odiaba su manera de vestir. Mezclilla, gabardina, pana. Nunca lo miré de traje ni corbata. Sin embargo yo… Esa vez que cenamos en ese sitio que elegimos sin estar de acuerdo, yo había comprado una blusa nueva. La negra, con cuello de encaje que él notó de inmediato .Qué le costaba intentar verse menos feo de lo que era y que era bastante.
Sin duda, te habría dejado intentar pasar esa línea. No pocas veces te encontré absorto, perdido en mis labios hablando las trivialidades del día.
Te gustaban mis labios sin el color del labial. Y mi cabello suelto. Te gustaba y no me lo dijiste nunca.
Te impediste a toda costa intentar algo conmigo. Creo que me creíste una batalla perdida, pero no te diste cuenta de eso. Necesitaba saberte capaz de eso y mucho más. Nunca te diste cuenta que te estaba probando. Debiste haberme ganado. Hacerme olvidar al que justo ahora está dentro de mí, diciendo que me ama.
No te voy a perdonar eso jamás. El haberme hecho sentir que ni siquiera merecía ese esfuerzo por parte tuya.
Siempre fui cierta contigo, no me gustaste nunca, por eso, justo por eso, a tu falta de guapura, le debía reemplazar el ingenio. Comenzaste bien, con los versos y los dibujos, las astromelias y el caleidoscopio, pero me entristece imaginar que era eso lo único que podías darme.

Quizá es verdad. Quizá nunca habríamos podido llegar a nada, pero tampoco entendiste que debimos haberlo confirmado y no sólo suponerlo. Mi novio duerme a mi lado, parece la promesa de una mañana sin mayores consecuencias.

Espero que mañana vuelva a llover como hoy en la tarde. Aprendí a disfrutar estas tardes de lluvia. Será difícil no acordarme de ti mientras el cielo se llueve y la Ciudad se ahoga en sus propios reflejos”

Páginas 7 y 8 de “Sin causas aparentes”. Ana C Valtierra.



V


Se levantó antes de que la luz rebotara en su cara anunciando la mañana del día posterior.
En su boca aún subsistía un eco del sabor de su saliva, así que dejó en el olvido para esa mañana el ritual casi obligatorio del café.
Caminó hacia la maleta que pendía de un tirante sostenido de un clavo tras la puerta del dormitorio. De ahí sacó una libreta con hojas de papel amarillo y un lapicero con pocas dosis de grafito en su interior. Pensó en apostarse a escribir alguna nota rememorando la noche que aún vibraba en sus brazos. Abrió la ventana y dejó que el vientecillo frío de la mañana entrara sin reparo en la habitación que no dejaba de oler a su perfume dulce.
También había sacado de la mochila la vieja cámara réflex que se había negado a sustituir por alguna de las actuales maravillas digitales. El contador marcaba 21 exposiciones utilizadas.
En la cama, Carmen permanecía despierta con los ojos cerrados, probablemente ya llevaba algún rato así, pero hasta entonces no se había dado cuenta. Estuvo en silencio, de pie junto a la ventana. Haló la palanca y preparó una exposición. La luz del día se tornaba blanca al pasar entre la gasa de las cortinas que ya se adivinaban grisáceas por los días y el polvo.
Le pareció buena idea dejar a Carmen fuera de foco, con su cara de amanecer borrosa, como invitando a adivinarla.
Al escuchar el disparo, Carmen se incorporó cubriéndose el torso desnudo con las sábanas de algodón. Le propinó una mirada sonriente, fresca, sin un solo dejo de la noche consumida.
No me retrates así, reclamó Carmen sin dejar de sonreír. Él quiso explicar que había tomado la imagen sin pensar, que había sido un instante, que nadie en el mundo miraría esa imagen nunca, excepto ellos dos. Mientras preparaba las disculpas, Carmen soltó la punta de la sábana de algodón que la cubría. Su torso desnudo se mostraba sin reserva ante sus ojos.
Por primera vez miró ese par de senos diminutos desarmonizados con una areola grande y oscura que los remataba de una manera insospechada.
Los había tenido en sus manos, entre sus labios, y extrañamente, ahora, se develaban como una presencia que le impedía acercarse, romper esa distancia para hacer de esa mañana sólo la versión diurna del encuentro de la noche anterior.
Carmen tomó sus piernas y las llevó a su pecho, haciendo alarde de una flexibilidad casi felina. Recostó el mentón en las rodillas y cerró los ojos. Tardaron algunos momentos para que él se diera cuenta que Carmen había adoptado esa postura imposible sólo para dejarse fotografiar.
Fue después del segundo disparo en que Carmen abrió los ojos y, sin dejar de sonreír, dijera que no le retratara de tan cerca por que sus mejillas se acentuaban, no me gusta verme cachetona, le dijo a manera de reclamo y volver a cerrar los ojos. Pero no hizo caso de aquella advertencia. Dejó que la cámara ambulara libremente por todas las expresiones de su rostro, que lidiara con las sombras del pelo, que a esa hora eran poco menos que un caos, que la luz dejara hacer y que él fuera testigo.
¿Me veo bonita?, preguntaba Carmen con sus tremendos ojos oscuros abiertos. Claro que no, contestó él en flagrante mentira y disparó la última exposición.


Aquellas fotografías nunca se revelaron. El rollo de película fue destruido, y la  lente de la cámara y la cámara misma, la tarde del día en que Carmen se fue. Sin embargo, la sesión, el momento previo a cada uno de los disparos, las imágenes que a través de la lente habían llegado a sus ojos, seguían tan presentes, eran tan claros y tangibles como la fotografía de la autora de “Sin causas aparentes”que estaba impresa en una de las solapas del libro.
No había duda, la autora de la novela que sostenía en sus manos adoptaba la misma pose felina e imposible apoyando el mentón sobre las rodillas. La blusa de tirantes dejaba en absoluta desnudez unos hombros de atardecer apenas protegidos por el cabello largo y despeinado.
Desde la imagen, Carmen, como una nueva versión, sonreía a una lente que no era la suya, ésta vez con los ojos abiertos.



VI


Me hablaste en secreto esa noche, la noche anterior. Mantuve los ojos cerrados por que quería que entraras a mí sin restricciones, clausurando con mis párpados cualquier posibilidad de que pudieras escaparte. Para entonces, ya mis brazos estaban amoldados a tus dimensiones, a tu repentina presencia y, aún ahora no lo entiendo, a tus desapariciones.
Me hablaste de todo cuanto habríamos podido recordar. Las tardes de espera y tus excusas, que llegaban sin pretexto ni petición. Las plazas, las noches, los intentos.
Hubiera sido más simple sin esa noche de la que tan puntualmente hablas en tu novela. Quizá exagero, lo que pasa es que no puedo seguir sin pensar en cada línea como una explicación que me hizo falta desde entonces. Hasta ellos, los personajes de tu historia me parecen conocidos. Obviamente hay demasiado que no reconozco como parte de nuestra historia, supongo que así tiene que ser. Que la fantasía tenga que ocupar sitios, llenar los huecos que nosotros no pudimos llenar. Eres buena imaginando. Y mejor escribiendo.
Pero todavía no entiendo y no estás acá para explicarme.  Me niego a aceptar que solamente fui una excusa para un libro (cosa que, si te confieso la verdad, me halaga un poco), un tema que fácilmente pudiste haber imaginado sin que te quedaras a dormir en mi casa. Ahora que lo pienso, ni siquiera fui original. Cuántos lugares comunes no habremos recorrido juntos por mi culpa. Lo que pasa es que (perdona, no puedo evitarlo) cuando caminabas a mi lado todo lo volvías distinto. No mejor ni peor, lo hacías diferente.
A veces pienso que todas las cosas que faltaron entre nosotros debieron tener origen también en nosotros dos. Habría sido fácil de haberlo sabido a tiempo. Como cuando me enseñaste a usar palitos de madera para la comida oriental. O quizá cuando te dije que no barría la banqueta mientras las jacarandas tiraban flores en el suelo de la calle.
Pudo haber sido que, para entonces, no necesitabas eso. Nunca quise aburrirte, sencillamente llegaste tan de repente que sorprendiste todas mis costumbres.
He detenido la lectura de tu, hasta ahora, grandiosa redacción, me cuesta seguir adelante encontrándome con lo que pudieron ser todas las explicaciones que nunca llegaron y que tampoco esperaba.
Me habría gustado saber entonces que eras escritora. No sé, quizá no hubiera trascendido absolutamente nada, pero, bueno, imagíname saliendo con una escritora. Eso si que habría sido increíble. Por lo menos no me sentiría como ahora, nada más como una idea, como el primer boceto para trazar un personaje, que hasta el momento, parece el malo de tu historia.
Quiero imaginar que esa “C” en la inscripción de tu nombre es algo así como un mensaje cifrado y exclusivamente mío. No te puedo imaginar con otro nombre que no sea Carmen.
Perdóname, pero hay algo que quiero agregar en mi defensa. No te voy a ocultar lo mucho que me atraía (me atrae) tu cuerpo, eres una mujer muy hermosa. Quizá eso fue un elemento que no pude sortear con facilidad. Por eso evité la estancia repentina y fugaz de los hoteles que tuvimos a mano. Elegí como escenario principal la oscuridad desordenada de mi recámara.
Sentí que los libros y los discos regados por todas partes, que las cortinas añejaran inútilmente la historia de los días pasados traducidos en polvo. Y que la pintura del techo se descamara a la menor provocación.
Sé que odiaste ese espacio, la ventana que no cerraba sin emitir largos bramidos de óxido. El piso, el calor, que no era otra cosa más que eco de nosotros.
Lo supe desde el primer día que te dije que te pedí que te quedaras a dormir conmigo. Y en verdad quería dormir contigo. Pero fue tan difícil sustraerse a la cercanía de tus abultadas caderas tan cerca de mis muslos. Si decido no hablar del declive de tu cintura y el sonido de tus senos inaudibles.
Apenas dormí esa noche. Un ligero ronquido tuyo me lo impidió. Esa vez supe que junto a ti era imposible dormir. No hacía falta cerrar los ojos a las realidades del sueño. Tu presencia hacía que la más contundente de las realidades se convirtiera en miles de dudas.
Dejé que salieras de ahí creyendo que no me había dado cuenta que salías, según tú, tratando de hacer el menor ruido posible. No me creías cuando te dije que tu aroma complementaba maravillosamente la atmósfera de nuestro espacio y la hacía diferente.
Aún hoy, he llegado a percibir, en la calle, en el metro o en algún lado el olor del aroma del perfume que usabas y que reconozco bien y que en ninguna piel huele tan bien como en la tuya. Ese olor que jamás es idéntico al que dejaste en mis sábanas por varios días.
Es difícil aceptarlo. Simplemente no me necesitabas entonces y no creo que me vayas a necesitar alguna vez. Es fácil. Tan fácil como decir nunca.
Perdona si por lo pronto no termino de leer el libro que has escrito, pero hacerlo, creo que sería confirmar muchas cosas que ahora sólo tengo por supuestas.

 VII


Quizá fue sólo un paréntesis. Nada trascendente, como los miles de eventos intrascendentes en la vida de cualquiera.
No es posible precisar el primero de los instantes en que la casualidad los habría aproximado Pudo haber sido un momento cualquiera, de cualquier día, en alguna tarde, en las inagotables calles de la Ciudad o quizá en el interior de algún vagón del Metro. No importaba. Lo que importa fue la primer palabra que él pudo articular con una voz más temblorosa que comprensible. Algunos minutos y un reloj que avanzaba sin reserva.
A Carmen le ilusionó ese encuentro que de ninguna manera podría ser un ensayo del futuro. Estaba sola pero esperaba a un Marcos que llevaba varios minutos retrasado. Quería darle la primicia. Habían aceptado publicar la novela en la que había estado trabajando a últimas. Faltaba poco, iba a decirle. Pero no lo dijo por que la ausencia de Marcos agotó su paciencia y decidió irse a cualquier lugar pero lejos de ahí.
Horas más tarde ya se encontraban intentando una conversación, a toda luz, para los dos incómoda. Con una mesa y unas tazas por frontera entre sus manos. Las de ella tamborileando en la superficie de vez en vez, las de él cubiertas de un sudor, comprensible pero inexplicable.
Cuando ya no fue posible extender esos minutos que escurrían sin algún freno, ella decidió retirarse, no sin antes aceptar un segundo encuentro, en otro lado, donde fuera más fácil platicar, él decía. Ella echó el cabello hacia atrás, para mostrar de frente y sin demora una belleza que ni siquiera los anteojos disimulaban. Pero dime tu nombre, suplicó sin soltar su mano fría que cupo fácil en la suya.
Carmen, dijo olvidándose de su primer nombre, más corto y con el que todo mundo la conocía. Había sido suficiente.
Fueron pocos días para tramar una memoria sólida. Él lo supo siempre. Desde el principio. No pocas veces Carmen reclamó que cerrara los ojos mientras platicaban en lo oscuro. Va a haber algún día en que ya no te pueda ver, no me gustaría que nada más tu imagen detonara los recuerdos, explicaba y Carmen casi sonreía y cubrías los ojos de él con las palmas de las manos.

Apagó la luz y el reproductor de discos. Pensó en dormir seguro que no podría. La ventana permaneció abierta.

A muchos kilómetros de ahí, un noctámbulo radiófilo elegía una frecuenta de AM y mientras Gabriela Serralde suplicaba cantando “verte sin anteojos” la conductora del espacio advertía:
“Hoy nos acompañará la joven escritora Ana Carmen Valtierra para platicarnos de su más reciente publicación, una novela que lleva por título ‘Sin causas aparentes’, no le cambie, acompáñenos. Regresamos al terminar estos anuncios…”





f.p.