martes, 28 de diciembre de 2010

Todas esas veces.



Quizá habría pensado que el cuarto estaba vacío. A diferencia de días pasados hoy no hay música quebrando las bocinas de alta fidelidad que caben en el puño de la mano. El librero está desordenado, igual que el closet que está ausente de casi todas las prendas que albergaba. Hay papeles tirados por el piso y hay cenizas que fueron papeles atestando alguna de las gavetas del escritorio, esa, la única que podía cerrarse con llave. El desorden es lo que menos importa.
Pero la habitación no está vacía, la herida presencia de Fermín hace que todo cuanto existe en este espacio sea real y no sólo aparente ser la más dolorosa de las memorias de alguien.
Fermín está a la orilla de este espacio que sentía suyo hasta hacía muy poco tiempo. Antier es poco tiempo, quizá sí, depende. Mira sin mirar todo aquello que le envuelve, todo eso que le habla  de otros días, de otras horas en que las ausencias no eran aún irremediables, en que las ausencias eran abatidas por razones de  calendarios, de manecillas de reloj, de amaneceres.
En el muro frente a Fermín aún está la copia de aquella foto que conoció en la clase de historia, la foto de Wenston, la foto de esa Tina Modotti, la chava que debió ser un verdadero bizcocho, decían los cuates el terminar las clases. Casi de inmediato Fermín atribuyó otra personalidad a esa figura desnuda, desnuda en verdad. Sin velo alguno, sin disimulo, esa mujer que desnuda no habla y dice tanto. Fermín dejó que en sus fantasías la famosa foto del desnudo en el techo, en la azotea de alguna casa de la Ciudad de México adquiriera un valor diferente. Un delirio que sólo le pertenecía a él.
Pronto esa imagen se convirtió en el altar de su recién descubierto deseo, de la obsesión que le causaba el misterio del sexo oculto por una suave y tersa oscuridad, vértice de la piel que apenas cambia de matiz y de tersura.
Fermín ha dado otra identidad a la mujer que reta al sol a no mirarla. Le ha conferido una perversa cercanía, no, no es perversa, es tan ingenua que mueve a la sospecha.
Aún mantiene en sus manos las hojas que esperan su turno con el fuego. Son las líneas que explican esa incomprensible transmutación y que no conservará, seguro. Esas líneas duelen, por que fueron escritas para decir y nunca lo hicieron. De eso ya no hay remedio. Esas líneas le avergüenzan un poco a Fermín, más bien le avergonzaron, ahorita ya da lo mismo. Le apenaba llevar un diario, por que siempre pensó que aquello era algo muy femenino y además medio cursi.  Y para decir que no había claudicado, no escribía a diario, escribía apenas cuando le era necesario verse en otro reflejo diferente al del espejo. Y así lo hizo. Basta ver una de las Notas que aún no termina de quemar.

Viernes 22
La noticia de lo que pasó en la escuela ha llegado a los oídos de mi padre. Me ha dicho que todo es por el exceso de tiempo libre, que dejaré de vender “fotitos tontas”, que me quitará la cámara  y que me va a obligar a trabajar de verdad.  Yo no le expliqué nada, no comenté nada acerca del comentario que hizo el hijo de puta de Velázquez cuando yo estaba en la biblioteca junto  a Luján sacando unas notas para la exposición del lunes. 
“Oye  Luján, al rato iremos a la fiesta de la Andrea  y seguro estará Diana, pregunta  a tu amigo si quiere venir, igual y se le hace, aunque no creo, a Diana le gustan un poco más creciditos”. Regresé y sin mediar palabra le asesté un puñetazo que casi me disloca la muñeca. Cayó de espaldas sin oponer más resistencia que la del mismo aire. La gente de servicios escolares estaba cerca. Me llevaron de inmediato a una oficina mientras esperaban a que Velázquez, en la enfermería,  despertara  y pudiera decidir si presentaba una demanda  en contra mía, sus padres más bien. Esa parte todavía no está definida. No me da miedo meterme en una bronca de ese tamaño, lo que me molesta es que todo haya sido causado por un verdadero  pendejo como Velázquez.
Tampoco me preocupa tanto lo que dijo, sino más bien. que dijera algo relacionado con lo que creo sentir por Diana, algo que creía exclusivo e imperceptible para todos los demás. Si Velázquez ha notado algo, me pregunto cuántos más han pensados o notado algo en ese sentido. ¿Y si Diana sabe de esto? Quizá sería mejor, no, no es cierto, nada más patético que alguien que no se atreve a entrar por miedo a que le den con la puerta en las narices”.      

Tocaron a la puerta y  Fermín responde con un grito insolente que en cualquier otra circunstancia le habría costado más que un simple castigo. “No molesten por favor”. Era su madre que entiende la molestia de su hijo pero no la comparte. Es que no sabe la historia completa. En realidad nadie la sabe, sólo Fermín y su diario ocasionalmente visitado.
Fermín está convencido que la cotidianidad no fue la causante de aquello, pudieron ser mil cosas, las mañanas en extremo calurosas, las ventanas altas y angostas que poco servían a la ventilación y al paso del aire fresco. La necesidad de sacarse la ropa demasiado abrigadora, no obstante las clases de siete. La obligatoria camisa blanca del uniforme que, en Diana, tenía una versión más delgada y ceñida al  cuerpo.  Un ápice de la piel de sus muslos cuando tomaba asiento, o quizá el suspiro de encaje que asomaba cerca de donde él creía un par de pechos que imaginaba apenas.

Domingo 1 por la mañana
“Al  despertar, lo primero que he visto ha sido la enorme imagen de la fotografía de Tina Modotti, que conseguí y colgué y que me gusta por dos cosas. Por la belleza de ese desnudo en sí  y por que enfurece a mi madre. Le molesta la franca desnudez de ese cuerpo, el pubis enfrentando al sol y al viento. Mi madre le dijo a mi padre que no entraría a mi cuarto mientras tuviera esa imagen “degenerada” en el muro central. “Que viva como un cerdo, no pienso limpiar esa habitación”, dijo. “Es una obra de arte, lo deberías de saber, ma”. Creo que mi padre indagó un poco. “Es una obra de arte, mi amor”, le dijo. Y no volvimos a hablar al respecto.”

Pero Fermín no pensó en escribir por qué le gustaba tanto aquella imagen. Lo cierto, es que no se hubiera atrevido nunca aunque lo sabe tan bien.
En la imposibilidad de acercarse a Diana, ha transportado ese calor, ese deseo a la imagen que sin velo, se entrega a quien quiera mirarla. Fermín con Diana, es lo único que puede hacer, mirar. piensa que es Diana la que se ofrenda  ante ese joven torpe y tembloroso que imagina la tersura de una piel tan inexplicable como la tierra misma. Sigue con la vista el contorno de los muslos de la italiana, llega al vientre. Y de repente su mirada desearía bifurcarse, quedar anclada en los pechos enhiestos, firmes, que invitan al tacto, que, delira, reclaman un cobijo innecesario bajo un radiante sol de medio día. Y seguir al sur, hacia el punto oculto y secreto que vela una tersa y oscura inflorescencia.
Para entonces Fermín siente andar su sangre más rápido por adentro de su cuerpo, esa fricción, ese paso quema su piel,  le intimida, y al mismo tiempo le hiela la nuca. Y siente que viaja, que va y regresa con sólo cerrar los ojos. Siente percibir el aroma de Diana, bueno, no de Diana, más bien del perfume que la cubre, que se vuelve atmósfera y aura omnipresente.  Ese olor lo conoce Fermín, lo ha memorizado en su garganta, en su lengua que ahora se siente perdida, ausente de un lugar que le confiera el reposo y confirme su deseo. Diana, mi amor, repite, y brinca a todos los días de ayer en que ha observado su lejana existencia  incrustarse en la savia de los días. Y regresa y abre los ojos y no es la foto de Tina Modotti la que está ahí, es Diana en la más hermosa de sus advocaciones. Es la presencia que silente y cómplice hace que Fermín estalle de repente. El magma de su entraña se libera, el ruido cesa, calla, con el silencio que cubre todos sus sentidos.

Miércoles 11
Han pasado los exámenes. Más me vale que haya salido bien. Pensar en Diana ocupó muchos ratos en los días en que no me debía permitir hacer otra cosa que repasar las clases. Odio ser el nuevo, el ajeno, el que peregrino.
Pensé que era mi imaginación, pero en el ánimo de querer saber todo de Diana, no sé. Tengo miedo que lo que he imaginado sea cierto. Me he dado cuenta que Sergio Miranda, el profesor de mate, suele recorrer con la mirada, los mismos caminos que siguen mis pupilas. Sólo que hay una diferencia, la sonrisa de Diana no se eclipsa cuando cruza sus ojos con los de él. Pinche ojete, ¿no se da cuenta que él  es mayor que ella?

Lunes 16
Regresaba de casa de Luján. No era muy tarde pero la tarde ya cedía su parte a la noche. Decidí cortar por el parque. No lo hubiera hecho, Diana y el profesor Miranda caminaban de la mano alrededor de la fuente, en la plazoleta del parque apenas visitado. Los seguí a la distancia suficiente para poder reconocer sus movimientos.
De pronto Miranda se detuvo y tomó a Diana por la cintura, la besó. Diana no opuso resistencia, por el contrario, lo rodeó con fuerza con sus brazos trémulos. Miranda paseaba su mano por el suéter que cubría la espalda de Diana, apenas reparando en la frontera que el cinturón imponía.
Me di la vuelta y regresé por otro camino. Las manos me temblaban. Llegué directo a querer  dormir, mañana entregan calificaciones. Bah, por mi la escuela y cuanto hay en ella se pueden ir directito a la chingada.

Viernes 20.
No me atreví a mirar a la cara a Velázquez, el tenía razón en todo. Puta madre.
Ojalá Diana… (es lo único que se puede leer en esta hoja. Fue la primera que Fermín quemó hoy, temprano, al despertar).
Aquí  termina el diario ocasional de Fermín. No volvió a escribir una sola nota que hablara de Diana y su belleza tan hiriente como imposible.
Tampoco escribió nada sobre el día que encontró a Diana caminando las calles cercanas al parque. Ella andaba ausente, sumida en otros lugares y otros tiempos. No escribió nada del día en que, haciendo a un lado el temor al rechazo , próximo mártir de la intromisión, se acercó a Diana esa vez  en que iba llorando en el asiento trasero de un autobús, y ocupando el lugar que estaba vacío a su lado le puso la mano en el hombro y le preguntó que qué tenía y que Diana le dijo que nada y sonrió aunque sus ojos estuvieran pequeños y bordeados por un azul tan delicado que a Fermín le pareció tan suave, que temía que al seguirla viendo de frente, esas ojeras se borraran por sí solas.
No escribió que Dina le dijo que no tenía nada,  ni que  le tomó la mano que, despacio retiró de su hombro y que no soltó tampoco de inmediato, que iba a estar bien y que gracias y que se verían mañana en clase de siete.
En la escuela dijeron que había sido una tragedia, una pérdida irreparable y dolorosa. Se omitieron los detalles, se apostó a la inmediatez, a lo transitorio de esta edad que se pierde a la  mitad de cualquier lado.
Fermín quemó las hojas del diario. Todas. No todas las cenizas salen por la ventana donde, los vecinos que lo miran, creen que está jugando. Escuincle baboso. No, no todas salen volando por la ventana. Algunas entran al cuarto, de regreso, y se impregnan en la alfombra y en las cosas, convertidas en polvo.
Al final del fuego, Fermín se levanta, ya era hora. Y  se dirige al muro central. Mira la imagen de Tina. Ese cuerpo hermoso, lejano, callado y frío. Aún así se parece a ella, piensa.
Lo toma con los dedos, hala, rasga, rompe.  Acomoda los pedazos(tres, en que se ha separado el cartel que albergaba la imagen) tan cuidadosamente en el centro de su cuarto. Nuevo altar a ras de suelo. Acerca la llama de la vela que, inútil, flamea en el entrepaño del librero. Hace lumbre.
Por afuera la mamá de Fermín grita, “Huele a humo” y Fermín, con la voz que aún le queda, responde “Soy yo ma, soy yo”

Este intento mío fue inspirado en un cuento llamado "Amor inmaduro", obra de una joven escritora amiga mía. Si desean conocerla, asómense a su Ventana al infinito.


Tina Modotti bajo el sol de la Ciudad de México.