domingo, 27 de noviembre de 2011

Tarde en Mogador o la Huella de las ausencias.


"Y pronto descubriría que hacía muy bien en querer conservar esos instantes..."
Alberto Ruy Sánchez.
Los nombres del aire



A Tatiana Zugazagoitia




La oscuridad llama a la luz de una especie de amanecer. En el sonido se asoma la orilla de un cielo que se adivina con sabor a sal.
Con el silencio llega también andando el viento. Y el viento despierta los brazos de Tatiana que dejará de serlo los próximos cincuenta y tantos minutos.
Fatma, es el nombre de la mujer que ahora en silencio está sentada en la tarima que tampoco  lo es, está sentada al borde de la ventana que mira a la calle en la hora sexta de la ciudad de Mogador.
Tatiana Zugazagoitia hace suyos el tiempo y el espacio del deseo y la espera, de la nostalgia de un porvenir indescifrable y que, sin embargo, aguarda el instante que se le ha tenido reservado en el cuerpo, la voz y la mente. Escribe con caligrafías sutiles en el aire una narrativa en movimiento.
“Tarde en Mogador” (Monólogo Dancístico) es el nombre de esta obra inspirada en la novela de Alberto Ruy Sánchez, “Los nombres del aire”.
El silencio de Fatma contrasta con el bullicio de las calles de Mogador, con el rumor de las voces del mercado o los gritos del halaquí. Fatma se ha perdido en sí misma, en la búsqueda de una presencia que la llama, que la invade y la determina. Una llama que ilumina oscuridades que no sabía que existían por estar dentro de ella misma.
En la obra de Tatiana “Tarde en Mogador”, acompañar el andar de Fatma a través de ella misma es posible. Sus pausas, sus dudas, el deseo de buscar lo que se anhela sin haberlo conocido, sin haber elegido la forma o sus bordes, el color o su aroma y aún ser testigo de la convulsa alegría de una coincidencia no tiene mejor argumento que las perfectas ejecuciones que se escriben ante ojos que podrían dudar y perderse pero que son guiados además por la palabra.
Alberto Ruy Sánchez, con su magistral dominio de la palabra, sugiere instantes, imágenes, momentos, en fin, la cartografía del deseo, es Tatiana quien muestra el ritmo de esas imágenes, la pausa de los momentos y la duración de los deseos. Es el latido, es el tiempo y la intensidad transformada en instante justo. Son las pulsaciones, el aliento agitado, el viento, el vapor del hammam, la magia intimidante y seductora del “Falso Atardecer”.
Es el paso silencioso de una Kadiya que lleva en su manto el rojo de una pasión desbordada, cierto, pero nunca inútil, al contrario, son las formas del encuentro trazado desde antes en la compleja geometría de un azulejo.  El esquema de un instante, de la inquietud del antes y la desolación del después.
Es en ese instante donde Fatma (Tatiana) y Kadiya (Ana flores), encuentro de rimas asonantes, hacen de la búsqueda la concreción del destino, justifican en la poesía de su cadencia, lo irremediable de la distancia y le otorgan al futuro su necesaria dosis de incertidumbre.
La tarde en Mogador no termina cuando se extingue el sol, pues es inextinguible el deseo. Las tardes de Mogador son eternas, son el preámbulo de la noche y la consecuencia irrefrenable de los días.


viernes, 18 de noviembre de 2011

Me vestí de ti

Tu es ce poéme, l'image réelle du mystére au secrete...
(Tú eres este poema, la imagen real del misterio al secreto...)
L'Alme
Jean Royer


 Hoy me vestí de ti
para no olvidar
que voy desnudo.

Cazador bajo la piel
de su víctima primordial
la que es
cuando el mundo se distrae
y no le estorba.

Grité tus cuerdas
puse el arco  lo pulsé
y tensas
hablaron por mi garganta

Hoy tuve en mis manos
tus manos
agité desechos de sueños
como señor armado
que desboca sus carros

Olvidé de ti
la estrechez del día
los tiros despiadados
de la puntería

Corté cartucho
y amarras
me corté las uñas
Fiera serena
me hice apuñalar hasta tu empuñadura
y zarpamos de tu zarpa
tigra.


Hermann Bellinghausen

miércoles, 12 de octubre de 2011

Feria Alameda.

A Paloma Saiz y PIT2.

Las palabras son francas cuando la voz lo es también. Es nuestro pensamiento (y el de los demás, ¿por qué no?)  el que acompaña nuestros pasos, que a veces dudan, pero que nunca regresan.
No necesito llamarte hermano para hacer de tu llama y la mía un fuego grande y seguro, ni para darte la mano y llevarme tu puño en alto como bandera prestada.
Llevo tu voz en mi palabra y la memoria de todos descubre un trozo de cielo envuelto en hojas de papel.

A.G.

Alta Traición de José Emilio Pacheco
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.

Feria Alternativa del Libro Alameda 2011  NUEVO programa del 15-19 Octubre

SÁBADO 15

12:00​MÚSICA: BRASS STREET BOYS Fusión: funk jazz electro.

13:00​MESA REDONDA: “Magisterio, desastre educativo. Charrismo sindical” con Luis Hernández Navarro y Pedro Hernández. Libro de obsequio.

14:00​CHARLA: “Narrativa de cambio de milenio (Nuevos narradores mexicanos)” con Claudia Guillén.( @ccvvgg )

14:30​PRESENTACIÓN: “Hijos del Águila” con Gerardo de la Torre, Teresa Zepeda y Humberto Musacchio. Libro de obsequio.

15:15​PRESENTACIÓN: “El retorno” con Roberto Rico, Presenta: PIT II. Libro de obsequio.

16:00​MESA REDONDA: “Inseguridad Nacional” con Gerardo Gallardo, Eliana García, Héctor de Mauleón, José Alfonso Suárez del Real y Manuel Oropeza ( @OropezaPRD )

17:00​PRESENTACIÓN: “Persona Normal” con Benito Taibo ( @benistofeles )

18:00​PRESENTACIÓN, OBSEQUIO y FIRMA DEL LIBRO: “De los cuates pa´ la raza. Vol. 2”

19:00​MESA REDONDA: “No + Sangre” con El Fisgón ( @fisgonmonero ), Helguera ( @ahelguera ) y Hernández ( @monerohernandez )

20:00​HISTORY CHANNEL. “El muro y el machete” con PIT II.


DOMINGO 16

11:00​MÚSICA: MERCY Rock clásico.

12:00​PRESENTACIÓN: “Levantones, narcofosas y falsos positivos” con José Reveles.

13:00​MESA REDONDA: “Ciencia Ficción y Fantasía” Gerardo H. Porcayo ( @loborafaga ), Irving Roffe, José Luis Zárate. ( @joseluiszarate )

14:00​HOMENAJE AL POETA ENRIQUE GONZÁLEZ ROJO.

15:00​MESA REDONDA: “Activismo y Redes Sociales” con Jenaro Villamil ( @jenarovillamil ), Pedro Miguel ( @Navegaciones ), Daniel Gershenson ( @alconsumidor , Robles Maloff.​( @roblesmaloof )

16:00​PRESENTACIÓN: “Santo , líbranos del PAN” con Rius.( @RIUSEddelrio )

17:00​MESA REDONDA: Por el derecho a decidir con Marisol Gasé ( @marisolgase ) Hena Carolina Velázquez y Católicas por el derecho a decidir

18:00​ MESA REDONDA: “El país de los 93 millones de pobres” con Julio Boltvinik, Héctor Díaz Polanco, Martí Batres ( @martibatres ) Jorge Fernández Souza y Manuel Oropeza. ( @OropezaPRD )

19:00​PRESENTACIÓN: “Entre perros” con Alejandro Almazán ( @alexxxalmazan )


LUNES 17

13:00​MÚSICA: LOS NAKOS. Canción de protesta.

14:00​CHARLA: “Los 20 libros que no te puedes perder” con Paco Ignacio Taibo II y Belarmino Fernández.

15:00​PRESENTACIÓN: “La Cruzada de Calderón” con Rodolfo Montes.

16:00​PRESENTACIÓN: “Palabras cerca del color, calor y olor (o 1969 menos 1).” con Maylo Colmenares

16:30 POESÍA con Óscar de Pablo ( @OdePablo ) y Julieta Campos

17:00​PRESENTACIÓN: “Cronología de las Intervenciones” con Ana María Sacristán, Humberto Musacchio y Paco Ignacio Taibo II.

18:00​PRESENTACIÓN: “México negro y querido” con PIT II, Eduardo Monteverde, Julia Rodríguez, Víctor L. González, Francisco Haghenbeck, Oscar de la Borbolla ( @oscardelaborbol )

19:00​PRESENTACIÓN: “La muerte entre los mexicas” con Eduardo Matos Moctezuma​


MARTES 18

13:00​MÚSICA: DEUOL. Rock fusión.

14:00​PRESENTACIÓN: “Un dulce sabor a muerte: De la Bejarano a la Miss México” con Agustín Sánchez González.

15:00​DRAMATIZACIÓN con Mariluz Suárez.

15:30​POESÍA con Saúl Ibargoyen.
16:00​CHARLA: A 22 meses de Para Leer en Libertad A.C. @BRIGADACULTURAL Libro de obsequio

17:00​MESA REDONDA: “Periodismo: un oficio de riesgo” con José Reveles, Miguel Badillo (@badillo_contra ) Miguel Ángel Velázquez.

19:00​PRESENTACIÓN “Revolución socialista y guerra civil” con Juan Ignacio Ramos.


MIERCOLES 19

13:00​MÚSICA: LA RESISTENCIA. Ska.
14:00​PRESENTACIÓN: “Fragmentaciones” con José Falconi.

14:30 PRESENTACIÓN “La caravana del consuelo, entre el amor y el dolor” Rocato

15:00​MESA REDONDA: “Los fotógrafos y el país” con Pedro Valtierra, Frida Hart. Obsequio de revistas de Cuarto Oscuro
16:00​PRESENTACIÓN: “Presidente en espera” con Alejandro Páez
( @paezvarela ) y Paco Ignacio @Taibo2

17:00​PRESENTACIÓN: “Leonora” con Elena Poniatowska ( @eponiatowska ). Presenta: Fabrizio Mejía Madrid. ( @fabriziomejia )
18:00​ PRESENTACIÓN: “El narco en México” con Ricardo Ravelo.

19:00​MOVIMIENTO DE REGENERACIÓN NACIONAL (MORENA)


viernes, 30 de septiembre de 2011

La nostalgia prestada.

Quien le apuesta al olvido,
siempre pierde, de todas maneras.

A.G.

Llegar y cruzar la puerta. La taquilla siempre la frontera de la calle y un vestíbulo que tenía un olor dulce, mezclado, indefinible. Más atrás el sonido del chocar de las botellas, porque las botellas entonces eran de vidrio y retornables (me deja importe y le presto el “casco”), Royal Crown, Orange Crush, quizá el Pascual, la Lulú o el Mr. Q, quién sabe.
Siempre había escaleras porque siempre había luneta, palcos y gayola. Siempre había cortinas o puertas de madera que separaban el claro exterior del reino de la oscuridad partida al medio por la luz de un proyector que blandía, siempre mal, un anónimo pero conocido Cácaro.
La pantalla estaba arropada por una gruesa, al menos así parecía, cortina de terciopelo rojo. Y qué emoción verla correrse. Eso era el inicio de todo, hora y media, dos horas que entonces solían vestirse de eternidad.
¿Quiénes eran esos? Pues no sé, no viste el anuncio de la puerta. Clark Gable, Pedro Infante, Bette Davis o Blanca Estela Pavón.
No, pero es que es re chistoso. Entonces ha de ser Groucho Marx o Tin Tán. Pa´ qué no te fijas, pues. Es que es programa triple. Ah, bueno. Entonces pásame una de queso de puerco y cállate que ya va a empezar.
Pero eso es aquí. El Ópera es de fifí, es de caché. Pero eso era antes o si no mira, que los tacos de cabeza, que la lonchería, que los jugos y las aguas. Y la cantidad de guapas (rotitas, ¿no?) que había por ahí.
Como la muchachita que trabaja en la zapatería de Ribera de San Cosme. Es cajera, esa que se ondula el cabello y usa labial rojo. Hoy se apuró a hacer el corte porque quiso salir a las ocho en punto, le dijo al patrón. La espera un chavo que viste de traje un poco brilloso ya (por entonces había sastrerías que anunciaban “Se voltean trajes” o al menos eso cuentan)
Se encuentran en la esquina. Él la toma del brazo, ella sonríe. Ya habían quedado. La invitó al Cine Ópera y ella aceptó.
Caminan apenas unas cuadras y entran y la película poco importa. Dos boletos, dos helados y sólo una bolsa de garapiñados. Toman una butaca de arriba. Hablan tan bajo que ni se oyen algunas de sus palabras. Las luces ya se fueron. Él le acerca un poco la pierna a su pierna, ella se tensa pero no se mueve un ápice. Aprieta los labios cuando él se acerca. Se deja hacer. Una escena demasiado clara revela siluetas. Él se aleja y sonríe y ella sonríe también. Para entonces el brazo de él ya rodea los hombros de ella que se reclina un poco hacía él y pretenden poner atención a la película que, demonios, tampoco vieron el título en pantalla.
Abajo, una pareja más grande en edad, están hablando a voces que se suben de volumen a veces y los que están cerca se atreven a reprenderlos ¡Shhhh!, ¡shhhh!.
Ella se levanta y se va. Él sale caminando pero no va a alcanzarla. No volverán a verse y tampoco vieron la película.
Pero ¿quién se acuerda de eso?, ¿dónde queda la memoria?, ¿qué pasa cuando las luces se encienden y sale la gente y cierran las puertas y se vuelven a apagar las luces?
¿Qué pasa cuando una butaca vencida por el peso del vacío se cae sobre sí misma y el silencio sustituye a los pasos y a los gritos y la pantalla deja de ser obra de arte o escenario o queda vacía y oscura pero no tanto porque los rayos del sol que se cuelan por los boquetes del techo y proyectan otras historias con otros actores?
No digan que la memoria de la Ciudad de México se desgasta, se deja a su suerte (que  veces no es mucha) y se deja extinguir hasta que no haya nada que nutra esa hoguera aunque así lo parezca.
¿Pero quién se acuerda? Pues muchos, tantos que la memoria de todos sirve para sostener esas ruinas y que no se aplaste el recuerdo.
El artista Michael Nyman en su obra dedicada al Cine Ópera, aborda un lenguaje impronunciable. No sólo detona las nostalgias prestadas o propias por un pasado tangible y evidente, también nos pone de frente con muchos de los rostros del olvido y el peligro que existe cuando este se vuelve real.
De una forma tristemente poética, Nyman muestra lo irremediable del pasado. No busca culpables aunque los hay (o quizá no) sencillamente pule la imagen de un espejo roto que no remedia los años transcurridos.
En este caso el mañana es tan distante como sólida la memoria. La modernidad está afuera amenazando colapsar una nostalgia sostenida con vigas y un entramado de recuerdos prestados o heredados.  Una nostalgia prestada.

La exposición Cine Ópera de Michael Nyman estará hasta enero de 2012 en el Museo Universitario del Chopo. Dr. Enrique González Martínez Número 10, colonia Santa María la Ribera. Ciudad de México.


jueves, 29 de septiembre de 2011

Extraños.

La vio aproximarse a paso lento. Las manos en las bolsas del pantalón que a pesar de todo le seguía luciendo de maravilla. Un poco culpable por situar su vista bajo la cintura, aprovechando la distancia, corrigió la mirada y la puso mejor en los dedos de sus pies que se asomaban por la punta de los zapatos que no existía.
Ya cerca la saludó con un beso pero no en la mejilla, ella no ladeó la cabeza y sus labios besaron casi su oído de no ser por el cabello que estaba un poco más corto que la última vez.
Hablaron poco a pesar del tiempo. El tiempo los dejaba ya sólo encontrarse en el pasado.
“¿Cómo me veo?” dijo y ella y él contestó “preocupada”, por lo que le había contado de su trabajo y eso, “y bonita como siempre” aunque la frase salía sobrando, como siempre, porque ella sabía que seguía bonita aunque los años pasaran o se notaran más en él.
Quizá en otro tiempo ese “bonita” le habría dibujado a ella una sonrisa, que le gustaba tanto a él y que quizá buscaba por lo mismo, pero ella, más bien su sonrisa no llegó.
Lo que sí llegaba era un silencio de esos que son extraños en la Ciudad ahora.
“Pues ya me voy” dijo él. “adiós” contestó ella. Y se dio la vuelta para irse (o regresar, según se vea).
“¡Oye!” gritó ella y él regresó y ella prometió “luego te hablo”. Y la besó otra vez  y sonrió apenas y él se fue ahora sí  y se dejaron que el tiempo los siguiera convirtiendo en sólo dos extraños.




sábado, 17 de septiembre de 2011

Don Gato o la dimensión de la nostalgia.

¿Cómo se traducen en actualidad los recuerdos? ¿Qué tan cierto es el pasado? ¿Cómo se confunde en el mar de las memorias?
Definitivamente no hubo respuestas al tiempo en que salíamos de ver la película de Don Gato y su pandilla (Alberto Mar, Anima Estudios).
Debo ofrecer una disculpa amplia y anticipada por si es que mis opiniones al respecto de esta coproducción México Argentina se revisten de una irremediable visita al pasado.
Que soy un entusiasta de la serie animada creada por Hanna- Barbera en 1961 es algo inocultable y difícilmente podría explicar las razones. Tal vez por eso el largometraje inspirado en los personajes de la serie no pueden desanudarse de ese referente tan entrañable para muchos de nosotros, irredentos neonostálgicos.
Las referencias a la serie son muchas y muy nutridas, fácilmente identificables por quienes hayan visto los episodios de la serie más de tres veces. Podríamos pensar que tender hilos a la referencia nos conduce a la comparación, que no podría ser de otra manera. Entonces ¿fue una buena elección o ni siquiera fue elección? Difícil respuesta. El largometraje de Don Gato inicia con líneas argumentales plagadas de memorias, que necesariamente nos llevarán al pasado de la animación tradicional y al extraordinario doblaje de Julio Lucena y Víctor Alcocer. En ese pasado, Nueva York está demasiado cerca de la colonia Guerrero. Manhattan y Mérida tienen una conexión evidente y profunda.
Del entusiasmo de escuchar y ver a personajes protagonistas de grandes episodios como El Marajá de Pocajú o el excelso violinista Laslo Losla, la historia se va perdiendo en una especie de inconsistencia que comienza a desviar la atención a elementos que quizá no tendrían demasiada significación como la técnica de animación, la estilización en la apariencia de los personajes o las variaciones en el carácter de algunos de ellos (como por ejemplo las facultades gastronómicas de Benito o la incómoda docilidad del oficial Matute quien traslada sus gritos y su moderado antagonismo a Lucas Buenrostro quien derivará en el villano infaltable).
Los personajes son respetados hasta lo permitido, sin embargo algunas otras cualidades también se pierden o desperdician. La incomparable inteligencia, liderazgo y agudeza de Don Gato se pierden de manera peligrosa. La fuerza de la palabra en discursos ininteligibles capaces de confundir o transformar los ánimos se diluyen e intercambian por escenas que parecen ir en sentido contrario a los recuerdos. Una extraña mezcla de modernidad (celulares, Internet, MP3) y nostalgia (gángsters a la antigua como el "Gran Gus", autos clásicos, hidrantes en color rojo) llegan a confundir una temporalidad que creíamos certera.
No puedo decir que bastó ver a Don Gato comandando a su pandilla en pantalla de cine. Es cierto, muy cierto que este intento no satisface a quien tiene en la serie animada algo más que diversiones vespertinas después de haber realizado alguna tarea escolar. Algo más que los fundamentos de un humor exquisito que no tendrá paralelo en ninguna serie animada. La transmigración del caos y los vicios, pero también las ganas de alegrías de Nueva York al caos y vicios y necesidad de alegrías de la Ciudad de México.
Sin duda, las cosas quedarán en su sitio. La película de Don Gato y su pandilla, algunas semanas en la cartelera de las salas nacionales. La serie animada de Don Gato y su pandilla, en ese lugar que no tiene sitio, durante el periodo aquél, que no tiene tiempo.




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martes, 19 de julio de 2011

La insondable tristeza.

Hice lo que pude. Yo también
El intercambio de tan sencillas palabras, parece encerrar de forma muy sencilla, pero no simple, el sentido de la nueva película de Thomas Vinterberg (Copenhague, 1969), “Submarino”.
Muy a la manera de la Tragedia Griega, en la que el destino del personaje se encuentra trazado desde siempre, sin posibilidad de cambio alguno, no obstante las acciones de vida de los individuos que en nada cambian los finales. Submarino aborda las historias de forma que, en la apariencia del exterior tienen sus consecuencias y significaciones muy adentro, no en lo oculto, pero sí en lo menos evidente.  
Los personajes de la historia que cuenta, creo yo de manera extraordinaria Vinterberg, parecen iniciar su destino en la ruta de una irremediable contundencia. El camino que se avizora y que de ninguna manera puede seguir una línea recta, por el contrario, cada vuelta, cada sombra, cada avance, cada declive, conduce a una profundidad insondable de pérdidas irreparables, casi ininterrumpidas pero nunca eternas ya que siempre existirán espacios para recomenzar nuevos dolores. 
“En el principio era ya el verbo y el verbo estaba en Dios…Y para eso el verbo se hizo carne”
-Evangelio de Juan, I, 1, 14.
No es extraño que la historia de Vinterberg tenga un inicio narrativo tan impactante como convencional y no me refiero al hecho, tristísimo y sorprendente, me refiero más bien a la manera tan clara en que las escenas son literalmente el inicio de los acontecimientos que acaecerán después. La muerte súbita (¿acaso hay otro tipo de muerte, ¿quién espera la muerte cuando la vida empieza a despertar?) que, de la misma forma de Adán y Cristo son, con su muerte, según la creencia católica, dos de las vidas y muertes que han de ser fuerzas definitorias en la vida de los hombres. Son, cada una de ellas a su forma y casi también por destino, el nudo que une lo mortal y lo eterno.
A partir del dolor compartido de dos hermanos, la vida futura será una secuencia de desencuentros con la vida misma. El destino que seguirá cada uno en forma paralela, apenas con posibilidad de tocarse, rondará siempre el sentido de pérdida.

“Las cosas que debimos vivir juntos no han dejado de sucedernos, pero han ocurrido con otras personas al lado nuestro”
-De “La canción de Alicia”, cuento de Luis Tovar.
 ¿Cómo se revela uno ante los destinos? ¿Qué se requiere para llamar la atención de una vida indolente? ¿Cómo desviar esa atención para que no ahogue?
Ante la falta de respuestas, de opciones de pendientes anclados en el pasado, es necesario hacer uso de lo que se tenga cerca, sea la ocasional compañía del fantasma de una madre que tampoco sabe serlo, un bello asidero ya asediado por los años y la misma soledad. Quizá convertirse en defensor de lo indefendible o tirar lazos para ver quién se compadece y  agarrar el otro extremo.
Las marcas se llevan más allá de la piel, los tatuajes se llevan mejor en los sitios donde la tinta no puede dejar huella. Las palabras calcificadas a fuerza de silencios y años. La convicción de no ser.
Y mientras la vida sigue y nos mantiene y nos conserva entre hielo, para preservarnos (¿sabrá entonces la vida que la vida nos está matando de a poco?) se revelan esas formas que no se comprenden y que hacen de las felicidades minúsculas el pretexto para colapsarse o implosionar. La ceguera que provoca la cercanía o las sobredosis de drogas inyectables. El dolor de la fuga personal y el anclaje del alma a otras realidades que pudiendo ser las más entrañables no terminan de serlo. El reflejo que se pierde cuando ya no hay nadie enfrente.
“Alguien me habló todos los días de mi vida / al oído, despacio, lentamente. / Me dijo: ¡vive, vive, vive! / Era la muerte.”
-De un poema de Jaime Sabines.
La muerte por fin reclama su espacio en la vida y las maneras de las que se vale son variadas. Por convicción no regresa, no repara, no resarce, tan solo allana el camino para el tránsito al  comienzo. El camino al otro lado del reflejo.

Ciudad de México, Julio 2011.






     

domingo, 19 de junio de 2011

Hasta antes de las doce.


Espero curarme de ti
Jaime Sabines

Espero curarme de ti en unos días.
Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte.
Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno.
Me receto tiempo, abstinencia, soledad.

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana?
No es mucho, ni es poco, es bastante.
En una semana se pueden reunir todas las palabras de amor
que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego.
Te voy a calentar con esa hoguera del Amor quemado.
Y también el silencio.
Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también
ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama.
Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo:
“qué calor hace”,
“dame agua”,
“¿sabes manejar?,
“se hizo de noche”…
Entre las gentes, a un lado de tus gentes
y las mías, te he dicho “ya es tarde”,
y tú sabías que decía “te quiero”.

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo.
Para dártelo.
Para que hagas con él lo que tú quieras:
guardarlo,
acariciarlo,
tirarlo a la basura.
No sirve, es cierto.
Sólo quiero una semana para entender las cosas.
Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.


¿Quién sabe? Yo no lo sé
No lo supiste tú.
Nadie le puso un tono, un nombre común
De una canción de Fernando Delgadillo


La mesera se acercó con la mejor de las sonrisas que el inicio de su turno a las seis y media de la mañana le permitió.
Él ya tenía varios minutos, muchos, entreteniendo al tiempo sólo con tazas de café. La situación se había vuelto molesta. Era claro que las visitas sistemáticas y la tajante pregunta, “¿se le ofrece algo más?” era parte de un procedimiento que la joven del delantal púrpura debía seguir cuidadosamente. A la tercera consulta la respuesta, “un momento señorita, estoy esperando a alguien”, ya había perdido su poder disuasivo. Consideró mucho más cómodo para ambos, pedir lo primero que sus ojos reconocieron en la carta.
Traiga café, bueno, otra taza y un plato de fruta, sin miel ni granola, por favor. La joven del delantal púrpura tomó la orden que al menos daba tregua y llevaba las consultas hacia otros caminos. Retiró de la mesa una pequeña cesta de pan cuyo contenido había permanecido invariable y movió  con un cuidado inusual la carpeta de cartón con papeles adentro que él había procurado a su lado, cerca de la mano derecha.
Antes de que la joven se retirara, pidió que le dijera la hora, lamentó en ese momento, otra vez, su falta de costumbre para vestir reloj de pulsera. La joven señaló detrás de la barra, donde un enorme reloj redondo daba cuenta de minutos en huida. Realmente no importaba la hora, ella llegaría tarde.
Ya habían quedado muy lejos las llamadas que habían servido de ensayo general al encuentro. Ya habían limado, para entonces, al menos así creían, muchas de las astillas que había afilado el pasado y sólo fallaba un abrazo, un “buena suerte y hasta luego” para terminar, ahora sí, esa historia que no merecía, por ningún lado seguir postergándose.
Él hizo de un encuentro planeado, la más grotesca de las coincidencias. Pero ella no desdijo al supuesto destino.
Se encontraron en la boda de una amiga en común el sábado de hace tres semanas. La maraña mostraba una hebra antes de romperse sin posibilidad de un nuevo nudo.
Se abrazaron. Supo él que ella había cambiado de perfume, que los aretes ahora sí eran de oro y que estaba más delgada. Su cintura siempre había sido breve, pero esta vez sintió la forma de las costillas debajo de la blusa azul y descubierta en la espalda. Aun así la delgadez no le desentonaba y hacía sospechar de los comentarios, ciertos o no, acerca de su prematura (¿hay fechas establecidas?) maternidad.
¿Y tu esposo?, preguntó de una forma tan directa que a ella le pareció más extraña que molesta. Ya viene, respondió mientras se ajustaba un reloj con carátula nacarada. Sigues hermosa, dijo sin saber los motivos que lo habían orillado a hacer tan estúpida afirmación que, por lo demás era más que obvia. Ella vistió a su boca de una sonrisa traviesa, como si hubiera esperado escuchar semejante cursilería desde mucho tiempo antes. Gracias, agregó. Tú no te ves muy bien, me preocupas, ¿estás enfermo? No sé, respondió al instante. Como bien, duermo poco, pero así fue siempre, ¿te acuerdas? Dijo, esperando haber regresado un poco las palabras con el mismo tono que le parecía dulce e insolente al mismo tiempo. Ya me voy, agregó, antes de cruzar la puerta que daba directo a la plaza, eso de la fiesta me sigue costando trabajo. Me dio mucho gusto verte de nuevo, ojalá te vuelva a ver alguna vez. No hables como si te estuvieras despidiendo, dijo ella acomodándose las gafas oscuras. Es mi número personal, dijo y le extendió una tarjetita escrita a  letra autógrafa, llámame pronto, tenemos muchas cosas de qué hablar, ¿no te parece? Sí, creo que así es, respondió.
Violeta quedó esperando que él le devolviera la cortesía convertida en una secuencia numérica y al ver que no llegaba preguntó ¿acaso no tienes teléfono? El de mi casa, respondió, pero está fuera de servicio, olvidé pagarlo y móvil, no, no uso. No me extraña, agregó ella. Ojalá puedas llamarme pronto. Lo haré. Se despidió una vez más, el abrazo fue ahora más estrecho.
Durante el trayecto de regreso a casa, el aroma del perfume le iba sonando en los sentidos. Al pasar por un almacén entró a preguntar el nombre de esa fragancia pero pronto se arrepintió de haberlo hecho. La empleada del mostrador le dijo: si no sabe cuál es el nombre, descríbamelo. Me van a faltar palabras, contestó antes de salir de allí presuroso y un poco avergonzado.
Después de ese día, volvió a presentarse un lejano sueño recurrente que creía olvidado. En el sueño, él siempre permanecía en la estancia de un departamento con paredes interiores pintadas de blanco, no había muebles, excepto una silla de madera que de repente se convertía en un sillón o en una cama.
El sol entraba pleno por los ventanales que, sin cortinas, asomaban a una glorieta con una fuente y prados con césped podado escrupulosamente. 
La sala tenía puertas pero ninguna de ellas permanecía abierta o cerrada en absoluto. De pronto el clima se tornaba cálido, sofocante, azufroso, un pequeño infierno personal. Intentaba abrir las ventanas pero éstas permanecían selladas. Presa de la desesperación intentaba romper los vidrios a golpes, pero nunca cedían por fuertes que fueran los embates. Afuera, el clima parecía  hermoso, un delicado viento hacia que los árboles se sacudieran armoniosamente. Había gente caminando por la calle y los niños jugueteaban en la fuente y algunos comían helados. Mientras, él seguía consumiéndose, sofocándose entre las paredes de ese espacio. Cuando estaba al borde de lo insoportable, el sueño terminaba y daba paso al silencio de la madrugada y a su invariable bondad atmosférica, a su frío silencioso.
La noche del noveno día después de aquél encuentro en la boda, el sueño aquél volvió a presentarse puntual pero esa vez no fue el calor infernal ni la asfixia lo que le devolvía a la realidad de la madrugada.
El timbre del teléfono era lo que rompía el silencio que la noche había madurado y que de cualquier forma estaba sentenciado a terminar con la plenitud del amanecer. Le sorprendía no sólo la hora, iban a dar las cinco, también le sorprendió la llamada en sí misma. Eran pocos los telefonemas que recibía. Fuera de su padre,  quien hacía una llamada quincenal, los sábados, y algunas invitaciones a eventos que no le interesaban y a los que nunca asistía, el teléfono era un objeto notable por su inutilidad.
Hola mentiroso, saludó Violeta con un distante tono de reclamo. ¿Por qué mentiroso? ¿Ya viste la hora, acaso no duermes? ¿Estás bien?
¿Por qué no has llamado? ¿Me dijiste que tu teléfono estaba desconectado? Apenas lo pagué ayer (mintió una vez). Además sí te llamé, pero me diste un teléfono erróneo (mintió otra vez), inexistente. Lo hice, confesó Violeta, sólo invertí el orden del último par de dígitos, pensé que se te ocurriría la manera de hablar conmigo, si en verdad hubieras querido hacerlo, eres tan poco ingenioso. No digas locuras,  es sencillamente que llamas muy temprano. ¿Dónde estás? Aquí afuera, abre la cortina, dijo Violeta. Él permaneció en silencio, dudando en hacerle caso a tan  descabellado instrucción. Por fortuna, la risa de Violeta atajó sus pasos. ¿Te volviste rastreable mi estimado?, dijo Violeta con un tono que, al parecer le causaba un gusto demasiado personal. No te enojes, pero conseguí tu teléfono y también tu dirección. ¿Qué tal eh? Soy buen detective. Me asustas, ¿te volviste espía? Sigues siendo tan corto de mente que no te das cuenta de nada. ¿Te acuerdas de Susana Lázaro?, preguntó Violeta. Imposible olvidarla respondió él, nunca me perdonó la vez que estornudé y le dejé la cara salpicada con queso de puerco de la torta que me desayunaba.
Bueno, pues te apuesto que ni sabes, presumió Violeta, que el departamento en el que vives es de la tía de Susana. No te imaginas la cantidad de personas que tienen todos tus datos personales ni para qué demonios los usan. Desde para clavarte un seguro de cobertura amplia o para dárselos a una curiosa malintencionada como yo. ¿A poco no sabías que la tía de Susana era tu casera? No, no sabía (mintió una vez más y para entonces ya había perdido la cuenta). Alguna vez me pareció verla llegar en un taxi y entrar al edificio usando llaves pero no me imaginé nada. ¡Ay, de verdad contigo!, ¿cuándo usarás la mente para otra cosa que no sea leer de política o ver revistas porno? En este país la política y la pornografía se parecen demasiado. Además contigo llamando a las cinco de la mañana, seguro me vuelvo más “despierto” y con un poco de suerte hasta insomne.
¿Quisiera verte hoy, crees que se pueda?, preguntó Violeta ¿Tengo algunas cosas que hacer (como si la revisión de películas mexicanas de los cincuentas en DVD fuera una tarea impostergable), pero puedo hacerme un tiempito en la tarde, dijo él ¿te parece?, preguntó. Vale, yo te aviso, te marco en dos horas. Violeta colgó y él se volvió a dormir, aún era demasiado temprano. Por fortuna los símbolos  e imágenes que tanto le asustaban en sus sueños, ya no se hicieron presentes. Se despertó, por segunda vez bien entrada la mañana  Tenía sed.
Llegó el medio día sin que la llamada de Violeta se hubiera presentado. Cuando el tedio se le volvió incuantificable, se descubrió sentado en el sillón, junto al teléfono leyendo el periódico del día anterior.
Al cuarto para las seis, supo que, al menos ese día, la llamada de Violeta no se iba a presentar.
Decidió revisar algunos documentos que le habían enviado de la oficina por correo electrónico. El  mensaje estaba remitido por su jefe y en el asunto llevaba clara la instrucción “Para su pronta “rebisión”.
Invirtió las últimas horas del día corroborando los datos que contenían los documentos y poco antes de la media noche regresó el correo sin corregir el error ortográfico de su jefe. En el cuerpo del mensaje, con leras mayúsculas agregó: “DOCUMENTOS REVISADOS, SALUDOS”
 La semana hubiera concluido sin sobresaltos de no haber sido por una  nueva llamada de Violeta, el domingo en  la noche, más bien a la madrugada del otro día, el reloj ya contaba la una de la mañana del lunes. En  el identificador se registraba un número telefónico diferente al de la llamada anterior.
Espero que no me guardes rencor por el plantón que te di, mi estimado. Tuve que salir de urgencia de la Ciudad, vengo llegando apenas y lo primero que hice fue ponerme en contacto contigo, ¿estás enojado?  El sonido de la llamada era muy malo, pensó que quizá se estuviera realizando desde un teléfono celular.
No te preocupes, siempre encuentro qué hacer cuando estoy solo,  contestó con la intención de no entrar en mayores detalles. ¿Y tu esposo? Preguntó otra vez, quizá para saber hasta dónde se extendían los terrenos de su confianza. Llega más tarde, respondió Violeta. Pero, ¿por qué me preguntas por él y no preguntas por mí? ¿Por qué nunca me dices, Violeta dónde estás, estás bien, estás contenta? Tu amiga soy yo, no mi esposo. Tienes razón, Violeta, pero quizá pregunto primero por él para saber hasta dónde puedo aproximar mis pasos. ¿Perdona?, creo que no entendí esa última parte. Tus pasos no pueden llegar a otro lado que no sea a nuestro actual contexto. ¿O en verdad crees que puedes ir a otro lado, a un pasado que apenas estaríamos dispuestos a reconocer?
Lo siento Violeta, no quise molestarte. Pero lo hiciste. ¿Qué crees que es lo que pretendo al haberte buscado? No lo sé Violeta. Perdona, no tomes mis palabras como una ofensa. Anda,  discúlpame. No te voy a disculpar ahora y tampoco voy a lamentar estos días, en verdad me agradó reconocerte en el patio del registro civil. Bueno, te hablo luego, nos vemos.
Violeta  colgó la llamada antes de que él pudiera hilar cualquier tipo de argumento. Sintió que una pequeña culpa en ese momento  ya se había instalado en la sala, en el sofá individual, en la regadera y hasta en el marco de la ventana.
Encontró la tarde del día siguiente particularmente tranquila, apenas se escuchaban algunas voces, perdidas. Una copia demasiado fiel a esa otra que trató de revestirse como el punto final a su historia común. Eran ya nueve, quizá diez años los que había transcurrido desde esa vez en que Violeta le había llamado a la casa de sus padres (el teléfono desde entonces no era sólo el canal, quizá era también el tercero en la charla, como ahora) para anunciarle que se iba a ir y que necesitaban despedirse, completar el ritual obligado por algunas de sus novelas o películas favoritas.
Acordaron una cita en uno de los bares favoritos de Violeta al sur de la Ciudad. Esa vez, Violeta esquivó astutamente todas las preguntas que él le deflagraba sin restricciones. Era poco, muy poco lo que Violeta anunciaba de los planes de su vida futura.
El silencio de Violeta estuvo auspiciado por grandes cantidades de cerveza, primero y ron y vino tinto después. La salida del bar todavía fue presenciada por un somnoliento sol de atardecer. 
No quiero llegar a mi casa así, dijo Violeta ya inmersa en una notable borrachera.
Se dirigían a un hotel que, seguro, terminaría de sangrar la billetera y cobijaría la memoria del cuerpo de Violeta en un adiós irreparable.
Obtener la habitación apenas tomó unos minutos. Le sorprendió que el trato no fuera absolutamente igual a las películas. Mostrador y libro de registros. El pago en efectivo, dejaba casi exangüe las posibilidades de desahogo para el resto de la semana.
Detrás del mostrador, los vidrios ahumados llegaban a ser, con el juego de luces interior, una larga sucesión de espejos monocromáticos, quizá demasiado reveladores y aún más crueles por la misma razón.
Mientras llevaba a Violeta del brazo, el reflejo de los cristales le dejó ver, más que una revelación, una especie de reclamo. La belleza de Violeta era contrastante con la desproporcionada fealdad que él se había procurado a base de desatenciones personales, históricas. De repente le pareció que ante sus ojos tomaba forma la imagen de una frase que había escuchado alguna vez en una película, “fue como ver una horrible oruga caminando por los pétalos de una flor”. Cursi quizá, pero de una verdad irrefutable.
Llegar a la habitación trescientos cuatro marcaba el inicio del futuro recuerdo. La habitación tenía en su interior un orden demasiado artificial y olía a aromatizante de lavanda, no todo, quizá los vidrios que servían de superficie a una mesa central, entre la estancia y la cama que se adivinaba al fondo. Las ventanas de la habitación de hotel daban a la calle que no parecía armonizar con el caos generalizado de las vialidades de la ciudad. La ausencia de ruidos de motor y claxonazos lo inquietó un poco, quizá por eso decidió andar hasta el muro de enfrente, el de las ventanas, y certificar que seguían en la misma Ciudad, en la misma hora y en el mismo año. Corrió las ventanas con una suavidad sorprendente. Entonces se dio cuenta que las ventanas daban a la calle, pero no a la principal. La imagen que obtuvo fue de la calle lateral, donde los comercios ya estaban cerrando sus cortinas metálicas y las copas de los árboles sustituían a los inexistentes balcones.
El vuelo de un pájaro con plumaje gris y rojo le devolvió la atención que ya se estaba fugando a través de las ventanas. Aun así, pensó, no sería buena idea cerrarlas otra vez.
Cuando tornó su vista adentro, Violeta  ya estaba recostada en la cama. Se había descalzado y luchaba a brazo partido por desabotonarse los vaqueros azules que tanto le gustaban a él, quizá porque dibujaban una  forma que infinitamente había imaginado, corregido y recorrido sin cansancio, demasiado, tanto en las últimas fechas, que le significaba entonces un terreno amigo.
Él se aproximó temblando hasta donde Violeta se despojaba torpemente de la ropa. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Violeta extendió sus brazos hasta rodearlo por el cuello y lo aproximó a su boca para besarle. El eco del alcohol era demasiado sonoro para su gusto.
Violeta se alejó un poco para zafarse la blusa por encima de la cabeza. Él retiró el sostén con una habilidad sospechosa de ilusionista y la estrechó lo más que pudo entre sus brazos y el pecho. Quería sentir la tibieza, el palpitar, el pulso, alguna señal de vida que supliera a las palabras que no llegaban.
Encontró tres lunares en el hombro izquierdo de Violeta que formaban un pequeño triángulo y una pequeña herida tras el lóbulo del mismo lado, una caricia dolorosa.
Cuando viajaba la mano por la espalda para atacar la resistencia infranqueable de los vaqueros, se dio cuenta que Violeta estaba dormida, casi inconsciente sobre su pecho. La retiró un poco y encontró aquella belleza con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Parecía una muerta, una hermosa muerta soñando su sueño de eternidad.
El deseo cedió su lugar a una especie de ternura que le pareció demasiado desagradable. No había nada que discutir, no habría disyuntiva ideológica ni prueba a las convicciones. Sencillamente no pudo seguir adelante, a pasar la frontera que el hermoso calzón color durazno (¿o sería rosa pálido?)  de Violeta imponía. Algo le impidió abordar ese bello y delicado cuerpo que, semidesnudo y ausente, apenas tenía consciencia de su lugar en el universo. 
La tomó en sus manos y la acomodó en la cama. La cubrió con las sábanas blanquísimas y recién planchadas. Se acercó a su boca, que seguía entreabierta para escuchar su aliento y asegurarse que seguía con vida. Aprovechó el viaje para besarla en los labios y desearle buenas noches.
Comenzaba a hacer frío. El viento hacía flamear las cortinas dando paso a los fantasmas de la noche. Él tomó el teléfono, pidió de comer algún corte de carne con nombre impronunciable y Sangría Señorial para beber. Salió a esperar el servicio al pasillo para evitar que tocaran la puerta.
Comió en silencio.
Se quedó dormido en el sofá, no había prisa, había pagado esa habitación de hotel por la noche completa.
El golpe de los tacones en el piso de madera lo regresó de la noche anterior hasta el comienzo de este día. Violeta estaba apurada, frente al espejo, terminaba de poner en su lugar los vaqueros y un poco el cabello.
Me molestan los baños de hotel, no te había dicho, ¿verdad? Pero más me molesta estar toda sudada. Me tuve que bañar ahí. Pero tu pelo está seco, afirmó él.  Me lo cubrí, también me molesta salir con el cabello mojado.    
Buena noche anoche, ¿no?, preguntó Violeta. Mucho, respondió él. Hablas mucho cuando estás ebria y te ríes más. Fuiste la mejor compañía para atravesar la noche. ¿Cuándo te vas? Salgo al norte hoy. A las ocho.
Vámonos ya. No, me voy sola, dijo Violeta. Hasta aquí nuestra historia juntos. Cuídate mucho. ¿No te despidas, no seas dramática? Cierto, nos vemos pronto. ¿Cuándo?, preguntó él. Eso no lo sé decir.
Violeta salió caminando muy deprisa. Él caminó hasta las ventanas de la pared de enfrente, corrió las cortinas y se quedó mirando hasta que la figura de ella apareció de nuevo, lejos, como siempre había estado. Pensó que le iba a propinar alguna mirada, una recapitulación, pero no fue así. Al llegar a la esquina, le pareció verla abordar un auto que esperaba estacionado. O un taxi. Nunca lo supo en verdad.
El timbre del teléfono, proveniente de un nuevo número, lo regresó a las horas de la madrugada que apenas tomaba ese nombre.
Hola, dijo Violeta. ¿Te desperté? Sí, siempre lo haces, ¿por qué llamas siempre a deshoras? No sabía que las llamadas tuvieran que seguir un protocolo. Deberían tenerlo, dijo él. ¿Dónde estuviste todos estos días?, esperaba una nueva llamada para disculparme, ¿sigues molesta?
Lo estuve, respondió Violeta. Pero ya no, oye, ¿aún lees poesía? La pregunta le sorprendía demasiado. Se refería a la afición de la lectura de poesía como algo extraño, una enfermedad o una tarea inútil.
Te confieso que ha sido muy poca la poesía que he leído después de que nos dejamos de ver. Mi esposo es un lector voraz, casi tanto como yo. Nunca le he visto leer un poema. Le pregunté una vez y me respondió que no leía ese “género”. ¿Lo puedes creer? No, no puedo, dijo él con una extrañeza total. ¿Por qué de repente Violeta se ponía a platicar de los gustos literarios de su esposo en plena madrugada?
Oye, dijo Violeta. ¿Recuerdas el poema que me leíste  la tarde del jueves catorce de agosto en la cafetería cerca del jardín? La puntualidad de la memoria de Violeta, más que intrigarlo, le sorprendió, sin duda. No quiso contestar afirmativamente, no quería que Violeta pensara que su vida seguía girando en torno a la que, por mucho, había sido la mejor de sus tardes. Pero algo lo traicionó y entonces no hizo otra cosa que dar las últimas pinceladas a ese pasado común.
Sí me acuerdo. Estaba lloviendo y nos mal cubrimos con las hojas del diario que llevaba en mi mochila. Tú habías ido a secarte un poco al baño, hiciste fila, me dijiste. Tardaste varios minutos en regresar. Te acomodaste en el sillón, no frente a mí, más bien a mi lado y mientras esperábamos a que nos trajeran café, descubrimos un poema de Sabines que comencé a leer.
Sí, ese poema, ese día, dijo Violeta. Le volví a escuchar algunas veces después, en muchos lados. Es imposible no regresar a esta tarde con las palabras de ese poema.
Intenté memorizarlo pero no pude. Es una obra demasiado, ¿masculina? ¿Y por eso menos meritoria? Preguntó él un poco molesto. No, no seas tonto, repuso Violeta. Fueron quizá los años, esos años, la tarde, no lo sé. Pero me gustó escucharlo, sentir que lo leyeran para mí y no repasarlo en un especie de reflejo, de monólogo frente al espejo. No me sabe igual.
¿Y si me leyeras el poema de Sabines otra vez?, preguntó Violeta con la voz un poco menos brillante. ¿Ahora?, preguntó él demasiado confundido. No, ahora no, me gustaría que lo leyeras otra vez en alguna de las mesas del café cerca del jardín, aún existe, lo visite hace algunos días, pero está muy cambiado, hay focos halógenos y plantas que cuelgan en macetas desde las paredes. Hasta las mesas son diferentes y ya incluyeron sillones demasiado horizontales que parecen poltronas. ¿Qué dices, nos vemos ahí?
Un silencio demasiado largo hizo que Violeta preguntara si aún estaba del otro lado de la línea. Sí, sigo, ¿a dónde quieres que vaya? Lo que pasa es que… Justo ahí Violeta interrumpió con otra puntual pregunta mientras a él se le fugaba una excusa que ya no fue necesario aderezar, ¿claro, si no te molesta volver a verme? No digas eso, contestó de la forma más contundente que en ese momento la extrañeza le permitió.
Te espero mañana a las nueve en el café, cerca del jardín. Violeta colgó sin esperar la confirmación a esa extrañísima cita.  De todos los escenarios que él habría pensado posibles, aquél le resultaba el más inverosímil. Las posibilidades estaban cubiertas por la, de inicio, absoluta inutilidad de esa reunión.
El tiempo había sido implacable quizá en todo cuanto podría concederse y sólo les había procurado lo necesario en el pasado. ¿Había realmente algo más que hacer ante esa irremediable coincidencia? ¿O era quizá que era el mismo destino o la fortuna quien buscaba restituirles algunos trozos de vida y tiempo en un intento muy demorado de justicia?   ¿Era  justo ese encuentro clandestino y velado? ¿Realmente era secreto o era el encuentro con el más inofensivo de sus fantasmas? ¿Llegaría acompañada de su esposo? ¿Serviría ese encuentro para, de una vez, cerrar puertas entreabiertas o abrir ventanas clausuradas?
Llegó temprano. Antes de entrar al café cerca del jardín, consultó con un oficioso barrendero la hora. Entró y preguntó a la mesera cuál podría ser la mesa más visible, “es que espero a alguien” explicó para evitar que lo creyeran una especie de exhibicionista insomne.
Pidió café y dejó que avanzara el reloj y que alguna campanada del Templo en el predio de atrás, trajeran a Violeta junto con un instante que había tardado demasiado.
Las horas se hicieron con el pasar de los minutos y la joven mesera de delantal purpúreo comenzaba a lamentar el poco apetito de su parroquiano que aparentaba no tener ni los medios ni la intención de retribuir su paciencia con una generosa propina.
Aun así cuando dejó la orden de fruta sin miel y sin granola y otra taza de café, vistió otra sonrisa que más bien era una mueca poco amigable. Al retirarse olvidó decir: provecho, algo que él agradeció bastante. A ella, ya no importaba simpatizar.
El reloj no disimuló el tiempo perdido y las campanas del Templo en el predio de atrás llegaron tañendo fuerte, pero nada más.
Algunos empleados empezaban a correr las persianas y a entreabrir las ventanas para inducir una ventilación que ya era necesaria.
Cuando miró a su lado se encontró con la filosa mirada de la mesera en indudable actitud hostil. La dejó acercarse a la mesa y con la resignación que le había dejado la nueva e irremediable ausencia de  Violeta atajó con el dedo señalando en la carta del menú: Traiga por favor…  la mesera habló con la certeza de quien hace y regula leyes al mismo tiempo. Esos son desayunos y se sirven sólo hasta antes de las doce, ya es tarde señor, lo siento.
Él agachó los ojos, propinó una mirada compasiva a los objetos de su mesa, un libro, el periódico del día anterior, la carpeta de cartón con el poema de Sabines y las tazas vacías de café.
Afuera el tiempo era incierto, era medio día pero el sol no se veía por ningún lado, estaba nublado pero las nubes blanquísimas no prometían lluvia, no hacía frío, pero pudo ver a varias jóvenes caminando en la calle con chamarra y abrigo, una de ellas incluso llevaba gorro, bufanda, gafas oscuras y pantalones cortos.
¿Acaso buscarla? ¿Dónde? Siempre llamando a horas extrañas. A deshoras, Siempre desde números distintos, según el identificador electrónico.  ¿Acaso Violeta estuvo aquí? ¿Seguía en la Ciudad, era la más incómoda  lejanía? ¿Era el tiempo que le hacía falta, que le hizo falta? ¿Era un tiempo ausente? 
Miró a la joven mesera aceptando una nueva derrota de la que quizá ella se iba a sentir artífice y que no era necesario explicar, el efecto de todas formas iba a tener el mismo resultado, la misma conclusión.
Con la mejor de sus peores sonrisas y juntando parsimoniosamente los objetos que acompañaron una mañana inútil respondió: Entonces, tráigame la cuenta.

    
Ciudad de México, Junio 2011.

viernes, 29 de abril de 2011

De diosas reales.


A Don Mario, por las palabras.
A Meg, por traerlas hasta acá .


“…con el pulgar y el índice reconoció los labios
que afortunadamente no eran de coral
y deslizó una mano por debajo del cuello
que afortunadamente no era de alabastro.”

De Apenas y a penas. Poema de Mario Bendetti.


Estaban paradas frentes al espejo, bueno, no es cierto. Ella estaba de pie frente al reflejo del cristal que decía verdades silenciosas. La modista, casi doblada sobre sí, daba pinceladas de tela y alfileres traspasando la frontera que el destino me había impuesto. En su espalda, las pausas de aquellos dedos parecían inocentes tropiezos, de esos que ocurren cuando una empieza a caminar. Aparecieron  los contornos de sus muslos y su cintura que era una paráfrasis de la brevedad del tiempo.
Habría deseado estar en otro lugar entonces, pero recordé que junto a ella, lo imposible es una regla necesaria. 
Ojalá que no, pensé, y me di cuenta que esas palabras que se iban juntando de a poco en mi garganta esperando salir y llegar hasta su oído, no me pertenecían, o quizá sí, porque para entonces aquellas ya eran tan mías como de Don Mario, que, como tantas otras veces llegaba a condenar mi natural resignación.
 Ojalá que no, pero cómo negarlo si en ese instante de inmaculada perfección no había nadie más que tú y algunos alfileres que corregían los pliegues y la caída de la túnica que había traído la imaginación, quién sabe desde dónde, hasta  la indescifrable realidad que albergaba este salón en pleno centro de la Ciudad.
Moría por reconocer sus labios que no eran de coral, pero que desde acá lo parecían, era mi mano la que, ansiosa, deseaba andar, camino abajo por su cuello, que, cierto, no era de alabastro, pero cómo me lo recordaba.
Yo también pensé, que ojalá que no, pero acaso esta vez sería la última, y apenas pude desviar la mirada que ya invadía terrenos demasiado íntimos. No era la confabulación del deseo intempestivo, sencillamente tenía que quedarme con toda ella, en la memoria y que no hubiera lugar a dudas posteriores. No de ella, que era la única realidad posible en ese instante de eternidad accidental, no de ella pero quizá de ella después de estos minutos que estaban sentenciados a terminar, a no existir otra vez.
¡Listo! Suspiró la modista y retrocedió un paso para mirar su obra, como si fuera un escultor después de haber dado el último martillazo al mármol.
Entonces encontraste mis ojos con los tuyos por pura casualidad. Y convertiste a la luz un elemento inútil cuando sonreíste al saber lo que habían hecho contigo. Te habían vuelto una deidad, quizá la más terrenal de todas.
Ya nos vamos, prometiste, sólo me quito esto. Bajaste del banco, tocaste el suelo y me parecía que el origen divino de la creación encontraba nuevos argumentos. Por fortuna no fue así. Regresaste con los vaqueros en su sitio y la bolsa al hombro. Y salimos de ahí. Tomé tu mano y la puse en mi brazo. Y tu mano estaba tibia y un poco sudorosa.
Y, gracias que olvidé el coral, el mármol y el alabastro. Reíste otra vez y me confesaste que tenías hambre. Y así, tan humanos como siempre fuimos a comer algo sabroso. Los dioses sólo comen cosas tan insípidas como venganzas y cosas así.

jueves, 14 de abril de 2011

Recolectando ayeres.

“No comprendes que no es vida,
vivir así, vivir sin ti.”
De una canción de Ernesto Cortázar y Manuel Esperón.



Seguramente fue un jueves por la tarde, a eso de las seis o pasaditas. Eran años en los que los relojes eran imperturbables, bueno no mucho, sólo por las cuerdas que se acababan o las pilas alcalinas en sus últimos y ácidos esfuerzos. Entonces la tarde llegaba puntual, con las campanas de la iglesia cercana anunciando el rosario de la tarde. Ese al que nunca asistí. Sólo una vez. Un día en que el arrojo o el ocio o ambos me alentaron cruzar la altísima puerta de madera. Apenas un puñado de mujeres de edad, adultas mayores les dirían ahora. Puras viejitas, pensé entonces. Al menos esa idea  tenía de toda mujer (muy mayor o no tanto) que se cubriera la cabeza al entrar al templo y se postrara ante un altar, confesionario, etc. Salí pronto, entre oraciones y miradas que no vi, pero que sentía en la nuca, como si me arrojaran puños de sal o de granizo.
Eran otros días. Fueron otros días. La escuela pública, el pensamiento casi único y casi vertical (al menos a mi alcance y padeccer), la misa y Raúl Velasco, infaltables presencias cíclicas y semanales pa’ acabarla. Días en que visitar el Zócalo (en metro, por supuesto) equivalía a estar de frente con la grandeza del pasado. Una grandeza vuelta cantera restaurada, olvido acordonado y con letrero de restricciones del INAH o caras serias en bronce, sin pátina ya.
Fueron los días en que los libros no daban todo lo que se debía que aprender, pero por fortuna, estaban los amigos, la calle, los cines inmensos de una sola sala, el trolebús, el tepache, el mercado, el silencio y el llanto medio oculto, que aún podía ser opción.
El tiempo había pasado y ahora entiendo que   hubo demasiadas cosas que dejaban vestigios con toda la intención de que alguien más los levantara.
Y a mí me tocaba levantar una imagen en blanco y negro que asomaba a la tele que mi padre acababa de comprar (no sé si al contado o en abonos). Eran otros años, que encontraban en el pasado un molde ideal para mi propia iconografía.
Tal parece que cada una de las viejas nuevas imágenes siempre hubieran estado en mi memoria, me parece que no tuve la necesidad de preguntar el nombre de la figura que cantaba con un cigarro en las comisuras de los labios. Quizá Sinfonola en la A.M. ya había hecho sus estragos, o es que el innatismo para entonces ya reclamaba su lugar. Los cumpleaños eran (siguen siendo, quiero pensar) la ocasión ideal para invocar la presencia de quien es casi, casi de la familia. Esa familiaridad que se gestó con años de insistente presencia y que se conserva en la funda de cartón junto a la consola, sin que importe el siseo de la aguja metálica.   
Me parece que para entonces ya sabía que Pedro Infante era la figura popular más importante de este país. Que había sido una desgracia su prematura muerte y que casi llegó a considerarse un día de luto nacional.
Y entonces, en esto de encontrar pasados para armar actualidades, nacieron las ideas de enamorar con una serenata aunque duela el desvelo (despierta, dulce amor de mi vida), de noches de lunas de octubre (¿por qué octubre?), de la cursilería (amorcito, corazón) que se excusa por que reclama algo tan contundente, salvaje y tierno como un beso. Encontramos el ánimo desdeñosos de la vida a la vida misma (la vida no vale nada) los reclamos por despecho que no logran despojarse, de cierto, de los ánimos de revanchismo (¿en verdad es bonita la venganza aunque llegue por conducto divino?).
Ya para entonces la figura de Pedro Infante había sido objeto de valoraciones estéticas, críticas en tan diversos derroteros y desdenes no siempre inmerecidos. Sin embargo el sitio que había logrado en el imaginario popular era altamente contagioso.
En efecto, eran tiempos en que la revaloración de la cultura popular, al menos me parece así, era menos notoria que ahora. Pero, sin embargo, así llegaban a la sala de mi casa, los primeros ejemplos de arquetipos sociales, según el director en turno. Los buenos ganaban y eran pobres, los malos morían y sus muertes no nos causaban pena alguna. Los ricos se redimían en el amor hacia los desposeídos. Las muchachas eran hermosas, tan delicadas, impredecibles, insurrectas (si hacía falta), sumisas, perdibles, rescatables, entrañables, extrañables.
Pedro Infante seguía entonces siendo protagonista de historias que se quedaban en el celuloide pero que encontraba infinitas emulaciones en espacios que no se habían enterado de la avasallante modernidad impulsada con petróleo crudo.
Un cómic en tinta café y que era introducido por mi papá semanalmente (creo que sí), novelaba los entreactos de las filmaciones de la antigua figura. Un ídolo llevado al extremo de la imaginación. Más que actor y cantante, lo recuerdo en esa revista como un héroe de acción.    
Al paso del tiempo, puedo decir, con toda certeza que la muerte de Pedro Infante es tan cierta como irremediable. Que no tiene (ni tuvo) posibilidad alguna de sobrevivir a lo que el personaje mitificado ha inscrito en los lugares que la memoria colectiva aproxima al delirio, a la obsesión a lo sagrado o a la eternidad.



     

martes, 22 de marzo de 2011

Tanto cielo

No hace falta tanto cielo
si la luna de tu piel no está.

De una canción de Alejandro Filio. 


Apenas se hacía el silencio. No. Más bien se confirmaba. En la mesa sólo una taza recién vacía, hablaba de la ausencia que tampoco empezaba, se continuaba por más meses. Ya casi doce  habría sabido si hubiera reparado en el recuento.
Pero no. Sólo café con dos de azúcar esta noche se habían rendido a la espera que ya no era tanta, según. Una noche como cualquiera si no fuera por la luz azul de la esta luna hermosa, gigante y dulce que entraba, insistente por la ventana que, aún abierta, la dejaba entrar casi completa con su sabor y su desvelo.
En la pared de atrás, el calendario mentía vistiendo hojas de días pasados. Y los libros de la repisa seguían madurando palabras que le había leído una noche muy parecida a esta. Muy parecida, de no ser por la luna enorme y su fulgurante destello, y sus hombros cercanos que no estaban  y una conejita que retozaba antes por el piso de la casa y luego dormía entre las manos de ella, que tampoco estaba. Una conejita que le sirvió de compañera de viaje. Se fueron juntas, las dos. Ella y la conejita.  Un par de ausencias que esta noche con brillo de luna acentuaba.
No lo sabía (cómo saberlo) pero para entonces, casi doce meses después, ella había dejado ir a la conejita, al día siguiente que se fue. Era un campo amigo, buena tierra para la siembra y hacer madrigueras.
No lo sabía (cómo saberlo) pero esa noche en que él miraba la luna, afuera, en el patio con el frío correspondiente, ella miraba la misma luna, porque también estaba despierta, pensando, quién sabe en qué. Lejos pero despierta. Y tampoco sabía que la coneja, despierta también, igual como ellos, miraba la misma luna que alumbraba el campo y lo iba cubriendo, la luna al campo, como de polvo y de plata.


Marzo, 2011.


(Feliz Cumple)



sábado, 12 de marzo de 2011

El regreso, de camino al final.

Gracias por la idea.



Lo llamo Mateo, aunque podría nombrarlo Dalton, Morgan o Jean Marie, lo mismo da. Ahora tantos años después apenas reconocía el paisaje. El camino vecinal se había convertido en una carretera pavimentada y concesionada de dos carriles, uno para ir y otro para el regreso. Seguro reduciría el tiempo para el viaje que no hacía desde el invierno del setenta y seis. Los árboles que bordeaban el camino eran apenas un recuerdo incómodo y la presencia de gente haciendo nada era una somnolencia inocultable. 
La nota en la última página, con tinta reciente y letra temblorosa me había invitado, obligado a recoger mis pasos del hospital mental de La fragua. “Regreso al mar” sentenciaba esa nota. ¿Acaso era posible?
Esa primera vez que vi a Mateo (o Dalton o Morgan o Jean Marie) más bien me pareció un jardinero recio, hombre de tierra adentro y no el marino que el profesor Olivas me había aconsejado visitar. “Me parece que es un lugar demasiado común escribir sobre esto” dije lleno de displicencia. Olivas me dijo que él había pensado lo mismo hasta que por fin lo conoció.
Mateo estaba vestido como conserje, botas de hule y camisola. Debía saber de mi llegada porque al verme entrar, libreta y pluma entre las manos, dejó los trasplantes de malvones y se acercó hasta donde estaba para prodigarme un cálido saludo.
No perdimos tiempo. Me condujo a su habitación, que no era como esas, acolchonadas en las paredes. Me senté en el borde de la cama mientras él servía agua fresca en vasos de barro.
Entonces empezó a hilar su historia, que, por otro lado, yo ya conocía por conducto de Olivas.
Después de su rescate, Mateo, (Dalton, Morgan o Jean Marie) había ido a buscar a los viejos amigos, tenía que anunciarles que había estado en las entrañas de la noche y la locura. Pero Donald hizo de la experiencia y el delirio una burla descarnada, inclemente. Mateo, lleno de ira y aguardiente, casi lo hizo pomada a Donald y lo tomaron preso. Donald despertó días después con algunos centímetros menos de intestino y sin visión en el ojo izquierdo. Ya luego, supieron las causas de la pelea en el mesón y también se burlaron. Dijeron que Mateo estaba loco y llegó a La fragua.
Hablamos. Mateo, tenía entre sus manos hojas de papel que nunca leyó pero que blandía como un arma inofensiva.
Dejé el hospital de La fragua tan lejano de las costas, del mar y de cualquier horizonte. Por cierto, también perdí mi cartera con todo lo que llevaba dentro.
 Quisiera que las distancias se redujeran tan sólo con desearlo. Quisiera llegar y confirmar lo que la nota sugiere. “Vuelvo al mar”, dijo. ¿Y si fuera real? No, no puede serlo. El legajo en el que Mateo (Dalton, Morgan o Jean Marie) quiso perpetuar su memoria va aquí conmigo, al lado, vibrando, destilando aún el  aroma salitroso y cálido. Han pasado pocos días desde que recibí el paquete con los documentos que el marino escribió antes que el mar se tragara cualquiera de los rastros de su memoria amenazada.
Día el uno

Encontré estos pliegos entre las mantas que usábamos para cubrirnos por las noches. No debí haberme hecho a la mar. La instrucción era clara. Viento del norte, en rachado a veces y con alta probabilidad de tormenta. Por la tarde había pairado un momento, pensaba regresar pronto. No fue así. La tormenta de repente fue llevando al barco mar adentro y se rompieron las paletas, un mástil. El motor, se perdió quién sabe en qué momento. Otra noche más ya se aproxima. Tengo miedo. Hoy sí.

Día el cuatro.

El agua que me había llegado de repente y casi volteó la embarcación se ido peligrosamente. Me duele la sed y el estómago. Nunca debí salir sólo. No existe en el mundo tan perfecta soledad como la del mar en su noche. Escribo antes de que el cielo se apague. Apenas miro más allá de mis manos.

‘Día el cinco, medio día.

Mucho temo que la locura se viene apoderando de mí. Nunca sabré si estas líneas serán vistas por alguien más que no sea yo, pero es necesario que hablen si es que mi voz se extingue antes.
Entrando en la noche, cansado y temblando de frío, no dormido, más bien semiinconsciente, entró en mi sueño y me habló con calma, casi en silencio, reclamando mi permanencia en lo que ella llamaba “su medio”.
Su piel blanquecina y tersa parecía brillar bajo una distante media luna, su piel helada y palpitante. Dijo llamarse Mashikima. Ella se acercó hasta donde yo permanecía postrado, apenas lúcido, avanzando con la ayuda de sus brazos en el suelo. Su cabello azul se perdía en la oscuridad de ese rincón olvidado del tiempo.
Tomó mis manos y las guió hasta su torso que estaba desnudo. Un sobresalto hizo acelerar mi pulso, quise separarme de inmediato, pero la fuerza con la que me sujetaba me lo impidió. Hizo que me calmara hasta el punto en que el ritmo de nuestra respiración fuera sólo un ritmo que ella iba señalando.       
“Tuviste la mala suerte que te hallara” dijo y me besó los labios. Su lengua era de color azul y tenía un delicioso sabor a sal. “Nosotros somos seres hechos de sueños perdidos, de temores ocultos, de pasiones inconfesables. Espero que sepas las reglas que el mar dicta. Eres mío a partir de ahora hasta el fin”
Mi asombro y mi temor crecía con cada una de sus palabras pero no podía responderle, sencillamente porque aún no estaba convencido que hubiera abandonado el sueño. Que todo fuera real. Fue entones cuando Mashikima me miró de otra forma. De una manera muy distinta, en que la ternura de la espuma marítima podría haber encontrado su mejor metáfora. Saltó por la borda y dejó que el amanecer me dejara creer lo que yo quisiera. Adelantó mi despertar a un día más. Día que apenas creo comenzar, mientras escribo estas palabras.
Día el siete.

El sueño de Mashikima, la presencia de Mashikima regresó la noche de ayer. “Hice que encontraras tu camino de regreso, no sé por qué, quizá porque a pesar de todo, no te has convencido de nada y creo que me ha decepcionado. Mañana en la noche dormirás en tierra firme. Verás el fuego, secarás tus pies, pero no termina nuestra historia, sólo empieza. No lo sabes pero el tiempo aquí no es igual que el tiempo allá. Vas a querer volver a mis brazos, al cobijo eterno del mar. Cuando tu tiempo de allá amenace con el final, buscarás la eternidad que sólo en mí puedes encontrar”.
Mashikima se acomodó entre mis piernas. Me hizo sentir esa piel ajena donde deberían estar sus piernas. Su piel frotándose a mi piel parecía quemar y aliviar al mismo tiempo. Besé su boca y me dio a probar su celeste lengua por última vez. Quise dormir abrazado a ella pero me separó de inmediato. “A tu regreso” sentenció, y desapareció junto con mi sueño, justo al despertar.

Encuentro estas hojas cuatro días después de haber tenido la suerte de ser encontrado por un pesquero asiático. Bebí agua. Dormí mucho y regresé al puerto que nada había cambiado. Ni el mesón, ni la cantina. Donde todo seguía siendo lo mismo, la empacadora, la torre y el faro. Donde todos seguíamos siendo la misma cosa, hasta yo, según el espejo. Sólo encuentro nuevas estas como cicatrices de mordidas, como de dientes, marcadas en mis brazos. Sólo esas marcas como de dientes, que tienen forma de estrella de mar’.
Ahí terminaba el legajo que me mandaron por correo algunos días antes. Las demás hojas, hablan sin hablar, se han borrado, son memorias que no le ganaron al tiempo.
Sólo la nota al final actualizaba el mensaje y vindicaba sus palabras. Me temblaban las piernas cuando llegué a la recepción de La fragua.


“Escapó hace unos días, abusó de la confianza que se le tenía. Pudo haber ido a cualquier lado. Un hombre enfermo no puede llegar muy lejos. El doctor le recomendó que se cuidara, que era delicado, que el tiempo se acababa y ahora, ¿qué vamos a hacer, dónde estará?
En el mar, dije en voz baja y salí del hospital para tomar el camino de regreso. Debía darme prisa, comenzaba a oscurecer.

Marzo 2011.