viernes, 29 de abril de 2011

De diosas reales.


A Don Mario, por las palabras.
A Meg, por traerlas hasta acá .


“…con el pulgar y el índice reconoció los labios
que afortunadamente no eran de coral
y deslizó una mano por debajo del cuello
que afortunadamente no era de alabastro.”

De Apenas y a penas. Poema de Mario Bendetti.


Estaban paradas frentes al espejo, bueno, no es cierto. Ella estaba de pie frente al reflejo del cristal que decía verdades silenciosas. La modista, casi doblada sobre sí, daba pinceladas de tela y alfileres traspasando la frontera que el destino me había impuesto. En su espalda, las pausas de aquellos dedos parecían inocentes tropiezos, de esos que ocurren cuando una empieza a caminar. Aparecieron  los contornos de sus muslos y su cintura que era una paráfrasis de la brevedad del tiempo.
Habría deseado estar en otro lugar entonces, pero recordé que junto a ella, lo imposible es una regla necesaria. 
Ojalá que no, pensé, y me di cuenta que esas palabras que se iban juntando de a poco en mi garganta esperando salir y llegar hasta su oído, no me pertenecían, o quizá sí, porque para entonces aquellas ya eran tan mías como de Don Mario, que, como tantas otras veces llegaba a condenar mi natural resignación.
 Ojalá que no, pero cómo negarlo si en ese instante de inmaculada perfección no había nadie más que tú y algunos alfileres que corregían los pliegues y la caída de la túnica que había traído la imaginación, quién sabe desde dónde, hasta  la indescifrable realidad que albergaba este salón en pleno centro de la Ciudad.
Moría por reconocer sus labios que no eran de coral, pero que desde acá lo parecían, era mi mano la que, ansiosa, deseaba andar, camino abajo por su cuello, que, cierto, no era de alabastro, pero cómo me lo recordaba.
Yo también pensé, que ojalá que no, pero acaso esta vez sería la última, y apenas pude desviar la mirada que ya invadía terrenos demasiado íntimos. No era la confabulación del deseo intempestivo, sencillamente tenía que quedarme con toda ella, en la memoria y que no hubiera lugar a dudas posteriores. No de ella, que era la única realidad posible en ese instante de eternidad accidental, no de ella pero quizá de ella después de estos minutos que estaban sentenciados a terminar, a no existir otra vez.
¡Listo! Suspiró la modista y retrocedió un paso para mirar su obra, como si fuera un escultor después de haber dado el último martillazo al mármol.
Entonces encontraste mis ojos con los tuyos por pura casualidad. Y convertiste a la luz un elemento inútil cuando sonreíste al saber lo que habían hecho contigo. Te habían vuelto una deidad, quizá la más terrenal de todas.
Ya nos vamos, prometiste, sólo me quito esto. Bajaste del banco, tocaste el suelo y me parecía que el origen divino de la creación encontraba nuevos argumentos. Por fortuna no fue así. Regresaste con los vaqueros en su sitio y la bolsa al hombro. Y salimos de ahí. Tomé tu mano y la puse en mi brazo. Y tu mano estaba tibia y un poco sudorosa.
Y, gracias que olvidé el coral, el mármol y el alabastro. Reíste otra vez y me confesaste que tenías hambre. Y así, tan humanos como siempre fuimos a comer algo sabroso. Los dioses sólo comen cosas tan insípidas como venganzas y cosas así.

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