viernes, 30 de septiembre de 2011

La nostalgia prestada.

Quien le apuesta al olvido,
siempre pierde, de todas maneras.

A.G.

Llegar y cruzar la puerta. La taquilla siempre la frontera de la calle y un vestíbulo que tenía un olor dulce, mezclado, indefinible. Más atrás el sonido del chocar de las botellas, porque las botellas entonces eran de vidrio y retornables (me deja importe y le presto el “casco”), Royal Crown, Orange Crush, quizá el Pascual, la Lulú o el Mr. Q, quién sabe.
Siempre había escaleras porque siempre había luneta, palcos y gayola. Siempre había cortinas o puertas de madera que separaban el claro exterior del reino de la oscuridad partida al medio por la luz de un proyector que blandía, siempre mal, un anónimo pero conocido Cácaro.
La pantalla estaba arropada por una gruesa, al menos así parecía, cortina de terciopelo rojo. Y qué emoción verla correrse. Eso era el inicio de todo, hora y media, dos horas que entonces solían vestirse de eternidad.
¿Quiénes eran esos? Pues no sé, no viste el anuncio de la puerta. Clark Gable, Pedro Infante, Bette Davis o Blanca Estela Pavón.
No, pero es que es re chistoso. Entonces ha de ser Groucho Marx o Tin Tán. Pa´ qué no te fijas, pues. Es que es programa triple. Ah, bueno. Entonces pásame una de queso de puerco y cállate que ya va a empezar.
Pero eso es aquí. El Ópera es de fifí, es de caché. Pero eso era antes o si no mira, que los tacos de cabeza, que la lonchería, que los jugos y las aguas. Y la cantidad de guapas (rotitas, ¿no?) que había por ahí.
Como la muchachita que trabaja en la zapatería de Ribera de San Cosme. Es cajera, esa que se ondula el cabello y usa labial rojo. Hoy se apuró a hacer el corte porque quiso salir a las ocho en punto, le dijo al patrón. La espera un chavo que viste de traje un poco brilloso ya (por entonces había sastrerías que anunciaban “Se voltean trajes” o al menos eso cuentan)
Se encuentran en la esquina. Él la toma del brazo, ella sonríe. Ya habían quedado. La invitó al Cine Ópera y ella aceptó.
Caminan apenas unas cuadras y entran y la película poco importa. Dos boletos, dos helados y sólo una bolsa de garapiñados. Toman una butaca de arriba. Hablan tan bajo que ni se oyen algunas de sus palabras. Las luces ya se fueron. Él le acerca un poco la pierna a su pierna, ella se tensa pero no se mueve un ápice. Aprieta los labios cuando él se acerca. Se deja hacer. Una escena demasiado clara revela siluetas. Él se aleja y sonríe y ella sonríe también. Para entonces el brazo de él ya rodea los hombros de ella que se reclina un poco hacía él y pretenden poner atención a la película que, demonios, tampoco vieron el título en pantalla.
Abajo, una pareja más grande en edad, están hablando a voces que se suben de volumen a veces y los que están cerca se atreven a reprenderlos ¡Shhhh!, ¡shhhh!.
Ella se levanta y se va. Él sale caminando pero no va a alcanzarla. No volverán a verse y tampoco vieron la película.
Pero ¿quién se acuerda de eso?, ¿dónde queda la memoria?, ¿qué pasa cuando las luces se encienden y sale la gente y cierran las puertas y se vuelven a apagar las luces?
¿Qué pasa cuando una butaca vencida por el peso del vacío se cae sobre sí misma y el silencio sustituye a los pasos y a los gritos y la pantalla deja de ser obra de arte o escenario o queda vacía y oscura pero no tanto porque los rayos del sol que se cuelan por los boquetes del techo y proyectan otras historias con otros actores?
No digan que la memoria de la Ciudad de México se desgasta, se deja a su suerte (que  veces no es mucha) y se deja extinguir hasta que no haya nada que nutra esa hoguera aunque así lo parezca.
¿Pero quién se acuerda? Pues muchos, tantos que la memoria de todos sirve para sostener esas ruinas y que no se aplaste el recuerdo.
El artista Michael Nyman en su obra dedicada al Cine Ópera, aborda un lenguaje impronunciable. No sólo detona las nostalgias prestadas o propias por un pasado tangible y evidente, también nos pone de frente con muchos de los rostros del olvido y el peligro que existe cuando este se vuelve real.
De una forma tristemente poética, Nyman muestra lo irremediable del pasado. No busca culpables aunque los hay (o quizá no) sencillamente pule la imagen de un espejo roto que no remedia los años transcurridos.
En este caso el mañana es tan distante como sólida la memoria. La modernidad está afuera amenazando colapsar una nostalgia sostenida con vigas y un entramado de recuerdos prestados o heredados.  Una nostalgia prestada.

La exposición Cine Ópera de Michael Nyman estará hasta enero de 2012 en el Museo Universitario del Chopo. Dr. Enrique González Martínez Número 10, colonia Santa María la Ribera. Ciudad de México.


jueves, 29 de septiembre de 2011

Extraños.

La vio aproximarse a paso lento. Las manos en las bolsas del pantalón que a pesar de todo le seguía luciendo de maravilla. Un poco culpable por situar su vista bajo la cintura, aprovechando la distancia, corrigió la mirada y la puso mejor en los dedos de sus pies que se asomaban por la punta de los zapatos que no existía.
Ya cerca la saludó con un beso pero no en la mejilla, ella no ladeó la cabeza y sus labios besaron casi su oído de no ser por el cabello que estaba un poco más corto que la última vez.
Hablaron poco a pesar del tiempo. El tiempo los dejaba ya sólo encontrarse en el pasado.
“¿Cómo me veo?” dijo y ella y él contestó “preocupada”, por lo que le había contado de su trabajo y eso, “y bonita como siempre” aunque la frase salía sobrando, como siempre, porque ella sabía que seguía bonita aunque los años pasaran o se notaran más en él.
Quizá en otro tiempo ese “bonita” le habría dibujado a ella una sonrisa, que le gustaba tanto a él y que quizá buscaba por lo mismo, pero ella, más bien su sonrisa no llegó.
Lo que sí llegaba era un silencio de esos que son extraños en la Ciudad ahora.
“Pues ya me voy” dijo él. “adiós” contestó ella. Y se dio la vuelta para irse (o regresar, según se vea).
“¡Oye!” gritó ella y él regresó y ella prometió “luego te hablo”. Y la besó otra vez  y sonrió apenas y él se fue ahora sí  y se dejaron que el tiempo los siguiera convirtiendo en sólo dos extraños.




sábado, 17 de septiembre de 2011

Don Gato o la dimensión de la nostalgia.

¿Cómo se traducen en actualidad los recuerdos? ¿Qué tan cierto es el pasado? ¿Cómo se confunde en el mar de las memorias?
Definitivamente no hubo respuestas al tiempo en que salíamos de ver la película de Don Gato y su pandilla (Alberto Mar, Anima Estudios).
Debo ofrecer una disculpa amplia y anticipada por si es que mis opiniones al respecto de esta coproducción México Argentina se revisten de una irremediable visita al pasado.
Que soy un entusiasta de la serie animada creada por Hanna- Barbera en 1961 es algo inocultable y difícilmente podría explicar las razones. Tal vez por eso el largometraje inspirado en los personajes de la serie no pueden desanudarse de ese referente tan entrañable para muchos de nosotros, irredentos neonostálgicos.
Las referencias a la serie son muchas y muy nutridas, fácilmente identificables por quienes hayan visto los episodios de la serie más de tres veces. Podríamos pensar que tender hilos a la referencia nos conduce a la comparación, que no podría ser de otra manera. Entonces ¿fue una buena elección o ni siquiera fue elección? Difícil respuesta. El largometraje de Don Gato inicia con líneas argumentales plagadas de memorias, que necesariamente nos llevarán al pasado de la animación tradicional y al extraordinario doblaje de Julio Lucena y Víctor Alcocer. En ese pasado, Nueva York está demasiado cerca de la colonia Guerrero. Manhattan y Mérida tienen una conexión evidente y profunda.
Del entusiasmo de escuchar y ver a personajes protagonistas de grandes episodios como El Marajá de Pocajú o el excelso violinista Laslo Losla, la historia se va perdiendo en una especie de inconsistencia que comienza a desviar la atención a elementos que quizá no tendrían demasiada significación como la técnica de animación, la estilización en la apariencia de los personajes o las variaciones en el carácter de algunos de ellos (como por ejemplo las facultades gastronómicas de Benito o la incómoda docilidad del oficial Matute quien traslada sus gritos y su moderado antagonismo a Lucas Buenrostro quien derivará en el villano infaltable).
Los personajes son respetados hasta lo permitido, sin embargo algunas otras cualidades también se pierden o desperdician. La incomparable inteligencia, liderazgo y agudeza de Don Gato se pierden de manera peligrosa. La fuerza de la palabra en discursos ininteligibles capaces de confundir o transformar los ánimos se diluyen e intercambian por escenas que parecen ir en sentido contrario a los recuerdos. Una extraña mezcla de modernidad (celulares, Internet, MP3) y nostalgia (gángsters a la antigua como el "Gran Gus", autos clásicos, hidrantes en color rojo) llegan a confundir una temporalidad que creíamos certera.
No puedo decir que bastó ver a Don Gato comandando a su pandilla en pantalla de cine. Es cierto, muy cierto que este intento no satisface a quien tiene en la serie animada algo más que diversiones vespertinas después de haber realizado alguna tarea escolar. Algo más que los fundamentos de un humor exquisito que no tendrá paralelo en ninguna serie animada. La transmigración del caos y los vicios, pero también las ganas de alegrías de Nueva York al caos y vicios y necesidad de alegrías de la Ciudad de México.
Sin duda, las cosas quedarán en su sitio. La película de Don Gato y su pandilla, algunas semanas en la cartelera de las salas nacionales. La serie animada de Don Gato y su pandilla, en ese lugar que no tiene sitio, durante el periodo aquél, que no tiene tiempo.




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