domingo, 19 de febrero de 2012

Amaneceres




El sonido de metal de alguna campana que partió el cielo le hizo apenas abrir los ojos. De repente imaginó que así debía haber sido su primer día en el mundo. Un poco confuso y también doloroso. Pero en esta vez la claridad no manaba de la luz halógena de una sala de partos, esta vez, un sol aún adormecido se filtraba entre las ramas de un par de árboles heroicos que hundían sus raíces en cientos de años más abajo de la banqueta revestida por la cuadrícula grisácea de las baldosas que de a poco se iban humedeciendo por la agónica transmutación en agua de los bloques de hielo que desde bien temprano había dejado a las puertas del negocio de comida casera  y que ahora mismo le devolvían un poco la sensibilidad a sus piernas que le seguían hormigueando. Intentó ponerse en pie pero el dolor agudo de la espalda lo regresó a ese rincón que apenas era perturbado por el paso veloz de algunos empleados que a esta hora apenas llegaban a ser piezas de ornato.
Sentía la cara inmóvil, incapaz de gesticular y ser reflejo de los moretones que también sentía en, pues quien sabe en dónde, pero adentro, en el orgullo, en el alma, en eso que había dejado de escaparse junto con la sangre ahora ya seca y vuelta costra que bordeaba sus labios.
De pronto tuvo sed. Su mano derecha estaba totalmente mojada por el agua del hielo que seguía derritiéndose a tan solo unos pasos de donde se encontraba sin que pudiera hacer algo, lo que fuera para impedirlo. El hielo siempre se deshace, se vuelve tan ligero e inasible como agua. Es su destino, nadie es tan duro siempre ni tan inútilmente helado. Se llevó la mano empapada a los labios que de inmediato le devolvieron el sabor a sal y óxido de la sangre seca que en su rostro le daba una apariencia entre celestial y repugnante. Un Cristo barrido y tirado en la banqueta. Un teporocho con apariencia de redentor sin nadie a quién salvar del fuego eterno del infierno. Alguien a quien los pecados habían encontrado, todos y sin aviso la noche anterior en una mesa  de “La deriva”, aquél sitio entre restaurante y cafetería que siempre había querido visitar junto a Victoria.
Convencido de haberse habituado a la ausencia de Victoria, en estos últimos días había tomado por costumbre regresar caminando del trabajo. La noche llegaba fácil, siempre a medio camino. Las luces de las estaciones del bus y de los pocos negocios que aventuraban sus ventas después de las 8 de la noche le daban una ruta, al menos, ausente de sombras pronunciadas.
En el camino era irremediable encontrarse con restos de instantes que, invariablemente, habían tenido en Victoria una contraparte, mucho más que una compañía que atestiguaba que ese pasado, que ahora encontraba prendido en demasiadas esquinas, había sido real.
Así, trazaba un eterno mapa en el que las coordenadas no eran grados o cuadrantes, sino más bien momentos y lugares que completaban un todo, instantes diversos y extensos que tenían en común estar todos revestidos por el pasado.
Por aquí, Victoria detuvo  el camino. Se sentó en el escalón de la entrada de esa casa y dijo que no daría un paso más. Que estaba cansada. Que quería comer dulces, una alegría o una palanqueta de semillas de calabaza bañadas con miel. Eran casi las nueve de la noche, Traté de convencerla de que no encontraría dulces mexicanos ahí, a esa hora. Entonces no me muevo, respondió. Y cruzó los brazos y cerró los ojos. Me quedé en silencio tratando de buscar alguna buena razón que nos permitiera reiniciar el camino. Cinco minutos después, un hombre de sombrero de palma y chamarra y frascos de miel al hombro y caja de cartón en la mano izquierda  nos ofrecía una pléyade de dulces artesanales. Los suficientes para saciar el antojo de Victoria, los necesarios para retomar el camino a casa.
En el zaguán, Victoria me reclamó que no veía lo que ella, que había notado al artesano de dulces cuadras antes y que me había insinuado su repentino interés sin que me hubiera dado cuenta. Movía la cabeza como negando y al final, besando mi mejilla resolvió que me perdonaba pero que le pusiera más atención.
Allá, debajo del toldo de lona de la tienda de ropa, una lluvia repentina nos sorprendió mirando trajes completos y ropa de postín. Victoria me preguntó que cómo me vería de traje completo a lo que respondí que fatal. Ella me miró de pies a cabeza y concluyó con una sonrisa que tal vez sí, pero que debería intentarlo.
La lluvia comenzó de inmediato. Rodeé con mis brazos su cintura, cerrando los ojos, por que el viento iba contra nosotros y llegaba húmedo y frío. Ella me soltó y salió de la falsa seguridad del toldo, el suéter y el cabello se volvieron de pronto una extensión del cielo oscurísimo. Riendo, se descalzó y comenzó a caminar por la banqueta. Anda vamos, me dijo. Pero quítate los zapatos. Lo hice, convencido de las desgracias respiratorias que aquél arrebato tendría como consecuencia. Victoria tomó mi mano y tratando de desviar mí atención de los estragos que para entonces ya avizoraba me dijo: Somos seres de agua, ¿recuerdas?, ni siquiera se siente fría. Siempre estamos separándonos de todo y de todos lados, por eso nos sentimos ajenos. Pero ven, no pasa nada. Y Victoria y yo  cortamos el sueño marino del cielo con nuestras huellas.
Acá, Victoria me pidió que compráramos flores. Le pregunté para qué y ella me respondió con una mirada aguda y desafiante. Y compró trescientos pesos en nubes y astromelias y yo gasté otro tanto en claveles, pensamientos y alcatraces. Caminamos hasta la casa y subimos la escalera y pusimos las flores en botellas, botes de helado vacíos, en vasos de vidrio que después adornaron la repisa donde habíamos acomodado algunos libros.
Las que ya no alcanzaron recipiente, Victoria las unió con hilo y las colgó, por dentro y por fuera, en las ventanas que daban a la calle. Lucían extraño, parecía que esas flores habían crecido tanto que se les había olvidado el suelo tres pisos más abajo. Me agradó ver esas redes con sus presas de colores prendidas en las ventanas. Cansada, Victoria se recostó en la cama y me pidió que me acomodara junto a ella. Metió sus manos debajo de mi camisa y durmió enredada a mi abdomen abultado. Cuando rompió la mañana, Victoria ya se había ido. Me dejó una nota escrita con su caligrafía redonda y firme, como de estudiante aún: “Las flores del balcón se convirtieron en aves y me llevaron volando”
Victoria desapareció, como un antojo saciado. Como la lluvia de la tarde. Como las aves que tienen frente a sí una jaula abierta y un balcón sin ventanas.
Por eso las caminatas de vuelta del trabajo. Por eso, la decisión de entrar en “La deriva” ahora que la quincena y el tiempo lo permiten.
Se quedó en una mesa cerca del fondo, entre la barra y las escaleras que deban a las mesas de arriba, las que están en el balcón y que casi siempre están ocupadas, según le dijeron.
Una joven se acercó a la barra solicitando atención para las mesas de arriba, las del balcón. No había sido ni la figura ni la voz de esta mujer lo que le hizo desviar la atención sobre ella, había sido el perfume cercano que de pronto invadía toda aquella atmósfera. ¿Victoria?, preguntó afirmando  mientras se acercaba de frente, atajando los pasos que la joven ya dibujaba escalones arriba.
El golpe de los tacones marcó el paso de la huida. La joven con la mirada gacha se instaló en la mesa más cercana a la vista exterior. Con su dedo índice simuló poner un mechón inexistente de cabello tras el oído, como una señal suficiente a su acompañante que de inmediato terció en aquél interrogatorio escaso de palabras. ¿Se te perdió algo? Nada, sólo quiero hablar con ella. La mujer miró afuera, ignorando la imagen que ya no estaba frente a ella. En la calle, un muchacho flaco de cabello largo hacía malabares con aros encendidos y esperaba alguna moneda de los automovilistas que el semáforo en rojo había convertido más que en espectadores, en testigos de tal suerte. Victoria, casi grité una vez más.
¿Victoria?, estás equivocado chico. Victoria, dile, nada más quiero hablarte, por favor. Mira, no estés molestando ¿ya?, sabes qué, vámonos de aquí. El hombre tomo a la chica de la muñeca y la jaló hacia él, como si así completara el canon que su indignación le marcaba.
Los tres bajaron las escaleras. La mujer fue la primera en salir. Tras de ellos también dos meseros completaron las figuras del escape. Victoria, espera. Deja de llamarla Victoria, cállate ya. ¿Qué, vas a hacer? Yo nada, niño pendejo. La pareja subió a un auto negro, muy nuevo, no vimos bien, pero quizá ni siquiera traía placas. Detrás un coche mucho más viejo que parecía seguirlos pero que se quedó en medio de la banqueta. Dos hombres lo tomaron, un forcejeo sin hacer demasiado  ruido, era como una coreografía que completaba el acto de malabarismo que el chico flaco de cabello largo se negaba a interrumpir.
Muchacho, perdona, pero es nuestra chamba, tú entiendes, pareces listo ¿verdad? No hubo saña, se evitaron comentarios que no iban al caso. Ni siquiera se alejaron demasiado. A la vuelta, poca gente, quizá la hora, un poco el clima, hace frío. No mucho, pero ya ves como es la gente, siempre hace de las perturbaciones atmosféricas pretexto o maldición. Este es buen sitio.
Fueron ellos quienes lo recostaron contra la pared. Y se fueron sin decir nada más. No le quitaron la cartera, ni el reloj (casi vacía y demasiado barato, respectivamente). Sólo les falto despedirse para hacer de aquello un encuentro.
Sí durmió, después de todo. Al principio sólo se preguntaba si en verdad se había equivocado. Si había reconocido a Victoria en aquella mujer más por el recuerdo y las nostalgias que por la puntual memoria. ¿Fue un error? ¿Cuál había sido el error? ¿La cercanía, los días que no fueron más que un pretexto para acompañar algunas soledades sin etiqueta? ¿Hablarle otra vez, no asumir en esa nota el punto final que Victoria ya había decidido quién sabe desde cuándo?  ¿No haber permitido que el olvido se saciara con el sabor de aquella ausencia? ¿El error de vivir o de no morir o dejar morir a tiempo? ¿De dejar que fuera ella quien siempre marcara los derroteros del destino?
El sueño duró lo que le tardó amanecer a la noche. El agua helada del hielo en derretida hizo que sus piernas pasaran del hormigueo al dolor. Los dedos de su mano derecha apenas tuvieron la intención de moverse para buscar el punto de equilibrio que le permitiera intentar levantarse.
Un sentido automático lo llevó de vuelta a su casa. Subía las escaleras con la velocidad que una noche a la intemperie le permitía. Quería bañarse, como si con eso pudiera  quitar además de la sangre de su piel, el dolor que los golpes le habían dejado como recuerdo de la última noche. Tenía la intención de tomar algo caliente, Necesitaba ahogar el frío y eso que todavía estaba en su estómago y que, estaba seguro, tenía que ver con la aparición de la que pudo haber sido Victoria.
Abrió la puerta, el olor cálido del café recién hecho fue otro golpe más. Las ventanas estaban abiertas. También olía un poco a flores frescas.



martes, 7 de febrero de 2012

La cautela.

En realidad no estaba borracho, nunca le había gustado el eco amargo y seco del alcohol después de un trago. Sin embargo, fiel a la tradición que se había instalado en su mente desde que en el canal cuatro pasaban películas mexicanas a las cinco de la tarde, decidió que el adiós de ella tenía que ser digerido  entre humo de cigarros y botellas vacías, copas, voces, incoherencias inconexas.
La cantina estaba en la mera esquina de cualquier calle cerca de la colonia Obrera. Desde atrás alguien ponía música que  escapaba por un par de bocinas colgando de alcayatas en las esquinas del techo, una de ellas muy cercana a una virgen de Guadalupe flanqueada por un San Martín Caballero y un novel San Judas Tadeo que apenas asomaba la cabeza entre nudos de escapularios que más bien parecían querer asfixiarle.
 Al pasar, tomó al mesero del brazo y con una voz sepulcral pidió “lo mismo”. El mesero respondió con un cortés, “enseguida señor”.
En la barra, el cantinero le reclamó al joven de la filipina blanca “Ya dile a ese güey que no mame”. El mesero al mirar la vehemencia con que el despechado entonaba “La cautela” respondió, “nel, no me atrevo”. Llenó otro vaso con coca cola con hielo y emprendió el viaje de regreso a la mesa del solitario parroquiano que tal vez dejaría una buena propina. Al final, las bebidas le saldrían un poco más baratas, total, era puro refresco.