martes, 7 de febrero de 2012

La cautela.

En realidad no estaba borracho, nunca le había gustado el eco amargo y seco del alcohol después de un trago. Sin embargo, fiel a la tradición que se había instalado en su mente desde que en el canal cuatro pasaban películas mexicanas a las cinco de la tarde, decidió que el adiós de ella tenía que ser digerido  entre humo de cigarros y botellas vacías, copas, voces, incoherencias inconexas.
La cantina estaba en la mera esquina de cualquier calle cerca de la colonia Obrera. Desde atrás alguien ponía música que  escapaba por un par de bocinas colgando de alcayatas en las esquinas del techo, una de ellas muy cercana a una virgen de Guadalupe flanqueada por un San Martín Caballero y un novel San Judas Tadeo que apenas asomaba la cabeza entre nudos de escapularios que más bien parecían querer asfixiarle.
 Al pasar, tomó al mesero del brazo y con una voz sepulcral pidió “lo mismo”. El mesero respondió con un cortés, “enseguida señor”.
En la barra, el cantinero le reclamó al joven de la filipina blanca “Ya dile a ese güey que no mame”. El mesero al mirar la vehemencia con que el despechado entonaba “La cautela” respondió, “nel, no me atrevo”. Llenó otro vaso con coca cola con hielo y emprendió el viaje de regreso a la mesa del solitario parroquiano que tal vez dejaría una buena propina. Al final, las bebidas le saldrían un poco más baratas, total, era puro refresco.



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