La oficina estaba iluminada por
una mortecina luz amarillenta. Era pequeña y parecía estar incrustada en el
espacio entre el muro y los plafones falsos que cubrían las paredes de la
estación.
Perales estaba en mangas de
camisa y aunque todavía era notable el aroma amaderado de su loción, en el
ambiente se percibía un olor extraño, salino y húmedo al que ya se habían
habituado. En el fondo se adivinaba un estante que albergaba dos filas de
carpetas idénticas de lomo verdoso que sólo se distinguían entre ellas por el pegote
que las enumeraba en orden del uno al trece. La carpeta con el número nueve no
estaba a la vista. El resto del mobiliario lo integraba la silla de respaldo
alto de Perales, el escritorio que sobrevivía inexplicablemente a los años, un
ventilador de pedestal y tres sillas con respaldo y asiento de madera, las
patas de tubular estaban despintadas y parecían escamarse por alguna enfermedad
contagiosa.
En una de ellas estaba sentado,
miraba sin mirar cualquier punto en la pared mal pintada de enfrente. Permanecía
callado, imperturbable. Perales le había ofrecido agua en una botella de
plástico que sacó quién sabe de dónde. Eusebio se llevó la botella a los labios,
tenía la boca seca. El sabor de su propia saliva era desagradable, espeso.
Mientras bebía un trago largo, doloroso, se podía observar que a Eusebio le temblaba la mano.
“¿Me vas a decir algo más?”
preguntó Perales mientras cerraba la puerta clausurando, en algo, el bullicio
interminable del pasillo que conducía directamente al frente del andén.
La mirada de Eusebio seguía
apacible, perdida en otro tiempo. Del tiempo de antes, de más antes cuando los
padres vivían y había tierra y lluvias para sembrar la milpa. Casi llegó el
recuerdo del pozo, de la garrucha y el cubo metálico, el hálito dulce y húmedo
que subía desde el fondo. Casi llegaba el recuerdo, pero no llegó. En cambio,
Perales seguía machacando con su voz de tronco seco: “¿Me vas a decir algo más?”.
“No” respondió Eusebio con voz
muy queda, determinada, vestida de una incuestionable sinceridad que atajó cualquier
posibilidad de insistencia de Perales. “Está bien” exhaló Perales y tomó el
teléfono para hacer una llamada. No marcó un número completo, quizá sólo una
extensión, tres dígitos fueron suficientes. En la distancia a Eusebio le
pareció adivinar, sobre el escritorio, un objeto conocido dentro de una bolsa
de plástico: La navaja de muelle.
No hacía un año que Eusebio
Martínez había llegado a la Ciudad desde San Juan Amatepec, uno de tantos
pueblos que nunca figuran en los mapas, que envuelve el olvido, que el
oficialismo niega y la pobreza de los habitantes reafirma insistente. Otro de
los incontables sanjuanes, sanpedros, sanmigueles que desangran su existencia
en las tardes polvorientas, desbordadas y ausentes de tiempo.
Se había instalado en un cuarto
ruinoso de una vecindad cercana a La Merced habitada por nadie, los espacios
estaban acondicionados como bodegas de los almacenes de la zona. En el patio
central casi era palpable el olor astringente de plantas secas para preparar té
y que se vendían al menudeo en los localitos de herbolaria medicinal y amuletos
para la suerte.
Trabajaba en la carga, en la
estiba, el acomodo. Una labor dura que comenzaba muy temprano y se extendía a
veces hasta muy entrada la tarde. La vivienda era pequeña, incómoda y no tenía
cocina, quizá por eso Eusebio solía pasar a comer a la fonda de doña Ofelia
García, Doña Ofe. Cinco mesas de resina plástica se apretujaban en los escasos
diez metros cuadrados de aquél local con piso de cemento pulido y restos
inexplicables de congo amarillo. En bajo relieve, en las esquinas del local cerrado,
se adivinaba apenas una hilera de tréboles de yeso cubierta por una uniforme
capa de humo y cochambre.
A pesar de estar en el corazón de
La Merced, la cocina de Doña Ofe tenía la ventaja de estar en una callejuela a
espaldas de la nave menor, la calle era silenciosa, era habitual que llevaran a
estacionar por ahí camiones de carga impidiendo la circulación cotidiana. En
una evidente paradoja vehicular, el amontonamiento y la inmovilidad proveían a
las tardes de silencios imperturbables.
Además del silencio y una ración
generosa de frijoles y gelatina de leche al final de la comida, Eusebio paraba
ahí porque le gustaba ser atendido por Sonia. Una muchacha de difíciles treinta
que servía las mesas con impronta gracia. Solía vestir blusas blancas de manga
corta y holanes en el cuello y una falda negra y ceñida, lo suficiente corta
para dejar ver un par de rodillas huesudas.
Era notable el entusiasmo de
Eusebio al mirar a Sonia ir y regresar
con platos sobre charolas de metal decoradas con imágenes idealizadas de la
leyenda de los volcanes patrocinadas por Victoria.
También por la cocina iba a parar
seguido “El negro”, uno de los “chineros” más ágiles del barrio.
Quizá porque Eusebio se dejaba
ver diario por allá o porque Sonia no se ponía seria cuando llegaba con los
platos de la comida corrida, “El negro” se tornó hostil hacia Eusebio, comenzó
a hacer de la casualidad una fastidiosa constante. Al encontrarlo en la calle,
no pocas veces se dirigió a él como indio. “El negro” robaba nopales de los
tenderetes para arrojarlos a su paso. “Si no los tragas te los pones en las
patas”, gritaba “El negro” a toda garganta, aunque su voz se perdía entre los
altoparlantes de las tiendas que ofrecían manteca de papel y remedios dérmicos o
pretendían atraer compradores con música de salsa o reguetón.
Fue un sábado después del
trabajo, que había terminado temprano, cuando “El negro” atajó a Eusebio entre
las lonas amarillas de dos puestos ambulantes. Lo sorprendió por la espalda,
sujetando su cuello con certera llave china. Alguien, que Eusebio no alanzó a
reconocer, le metió mano a los bolsillos del pantalón y sustrajo los pocos
billetes que pudo encontrar en la rápida maniobra.
Parecía otro trabajo limpio, como
las que “El negro” solía terminar con una sofisticada intrepidez, sin embargo
antes que saliera corriendo, Eusebio lo pudo asir del cinturón y haló con
fuerza. “El negro” perdió el equilibrio y cayó al suelo. Fue ahí, sin terceros
que hicieran del número una ventaja, que Eusebio y “El negro” se liaron a
golpes.
La pelea duró poco. Los policías
que rondaban el barrio a bordo de una patrulla con la defensa chocada levantaron
a los hombres en vilo. A “El negro” se dirigieron con molesta familiaridad. A empujones
subieron a Eusebio a la patrulla sin que permitiera argumentar nada más que
monosílabos atropellados.
Un policía de bigote ralo tomó a
“El negro” por el hombro y se alejaron platicando en voz muy baja. Se perdieron
pronto entre los mirones y los puestos ambulantes. Algunos minutos después el
mismo policía llegaba caminando al lado de Teresa, una prostituta que se
apostaba desde temprano en cualquier esquina, a unas cuadras de la capilla de
Manzanares.
A la distancia, Teresa tenía muy
buena visión, observó a Eusebio quien mantenía la cabeza gacha y el labio
sangrante. De haber estado más cerca, quizá Eusebio habría escuchado que Teresa
le contestó al policía con un “No mames” cuando éste le proponía que lo acusara
de algo, de lo que fuera, de intento de robo. Teresa ya no dijo nada nada y se
alejó de allí, chocando los tacones sobre el asfalto con su digno garbo,
envidiable.
La patrulla se dirigió al
ministerio público. Eusebio estuvo detenido treinta horas sin motivos. Un
funcionario que vestía un raído traje gris llegó acompañado de un policía al
que le colgaba un tolete del cinto. Sin hablar lo guiaron a la salida, pardeaba
la tarde. Sin un solo peso encima, Eusebio decidió regresar caminando.
La navaja de muelle la compró al
siguiente sábado. La jornada del trabajo había empezado en la madrugada, antes
de las cinco, el patrón ofreció pagar no sólo el doble del día, también mandó
comprar las tortas y las cervezas a condición que descargaran ese mismo día un
tráiler que había llegado retrasado.
Eran las seis cuando Eusebio dejó
las bodegas. El aire estaba desbordado por el aroma denso del carbón de los
puestos de elotes que se preparaban para una tarde prometedora, estaba nublado.
Eusebio decidió andar hasta la
cocina de Doña Ofe, sabía que encontraría las cazuelas colgadas y limpias y el
piso anegado por el agua lechosa a causa del desengrasante a base de sosa con
el que se anunciaba sin palabras el fin de la comida y las labores en el
negocio.
La dueña sabía del pleito con “El
negro” y recibió a Eusebio con evidente amabilidad. Explicó que era tarde, que
ya estaban lavando, que ya no había nadie. Usaba la palabra “nadie” para
ocultar la única ausencia real. Sonia había dejado el empleo dos días antes.
Doña Ofe intentó algunas explicaciones que Eusebio ya no estaba atendiendo.
Eusebio veía en los tréboles en bajorrelieve del muro, una metáfora indudable
de su suerte. Los miró marchitos, cubiertos como siempre de humo y cochambre.
Decidió caminar otro poco y pasó
por alguna ferretería de Corregidora. Compró la navaja nada más por si se
ofrecía.
Pero se ofreció muy pronto. El
domingo, temprano, decidió viajar al norte de la Ciudad, quizá enfilarse a
Tlatelolco o a la Villa, lo decidiría en el camino. Abordó el Metro en la
estación Merced, en la atmósfera el olor de cebolla y chile seco se mezclaba con
el ruido de los viajeros que ya atestaban los pasillos a esa hora. Desde
afuera, llegaba la voz inconfundible de
Celio González sonando en los bafles de algún puesto de discos piratas:
“Si tú supieras las ansias que tengo de hablarte muy quedo, para decirte la
inmensa alegría que siento al mirarte”.
Dejó pasar un tren para esperar
al próximo, deseando el imposible asiento vacío. El siguiente tren llegó
agitando el aire caliente que ya comenzaba a ser molesto. Convencido de la
inutilidad de su espera, Eusebio abordó tomando sus centímetros de suelo al
interior del vagón.
En la siguiente estación una masa
apresurada de gente apretujó a Eusebio contra el pasamanos lateral y una mujer
que intentaba poner a salvo una crinolina plegable de alambre galvanizado y
tela de mosquitero.
De pronto una mano le pegó un
empellón por la espalda ahuyentando los vestigios del lejano sueño nocturno.
“Ábrete puto indio” escuchó decir a una voz conocida. Era “El negro” recargado
en la puerta opuesta a la que, necia, se abría y cerraba al arribo a la
siguiente estación.
“¡Que te muevas, hijo de la
chingada!”. “El negro” se abalanzó sobre Eusebio golpeando con puños y codos
sin razón aparente. Contraviniendo las leyes de la física, los cuerpos de los
viajeros se replegaron dejando un espacio libre mientras los hombres caían al
suelo entrelazados. Por momentos, los cuerpos parecían ser uno solo, un extraño
animal reptando en el polvoso suelo del vagón del subterráneo.
“El negro” intentaba sujetar el
cuello de Eusebio con sus brazos requemados, expuestos al sol. También hoy
usaba camisetas sin mangas y de su cuello colgaban escapularios con bordados coloreados de San
Judas Tadeo.
El silencio jadeante de Eusebio y
los gruñidos de “El negro” fueron interrumpidos por un clic metálico que apenas
pudo escucharse. El cuerpo de “El negro” recargó su peso desfalleciente sobre
Eusebio quien se levantó agitado y empuñando la navaja con la hoja cubierta de
sangre.
Cuando el tren llegó a la
siguiente estación un grupo de policías y guardias de traje oscuro estaban
apostados a lo largo del andén. “Es aquí” dijo uno agitando el brazo, señalado
la puerta donde, de pie, Eusebio permanecía inmóvil. A sus pies dejó caer la
navaja de muelle. Se llevaron a “El negro” en una camilla, iba con la boca
abierta, le chorreaba saliva por las comisuras. Varios hombres rodearon a Eusebio y lo llevaron
a la oficina de Perales quien escuchó la breve historia que Eusebio había
hilado apenas, escatimando las palabras.
Sereno, Perales dijo que ya no
tardaban, que estaba por llegar “el Ministerio Público”. Probando su suerte
volvió preguntar “¿Me vas a decir algo
más?”. Eusebio dijo sereno, abriendo los ojos tanto como le fue posible. “Sí,
me la debía pues”.
Ciudad de México,
Septiembre 2013.