sábado, 16 de marzo de 2013

Un Mundo Secreto o La belleza de decir.




A Lucía Uribe, diálogo de mirada silenciosa


El sonido del secreto es siempre el silencio. Ese es su escenario, su recinto, su remanso imposible. A pesar del silencio un secreto nunca reposa, siempre está latente, siempre está listo para la fuga, para el escape.
Lo secreto es mejor tenerlo cerca, para que no se escuche contundente y estruendoso, seria negarlo. El secreto es algo infinitamente cercano, se confunde con el aliento que se exhala en la  mañana de un día cualquiera. En la mañana del día de un viaje al sur de la Ciudad, primero después de silencios, de pisos sin pasos andados todavía. El sonido de los labios cerrados, silencio, vestuario recurrente del secreto. El secreto de la piel sin tacto ni caricia y el posterior irse, que a veces, ni siquiera es opción.
El hermoso inicio visual (sensorial casi)  de “Un mundo secreto”, (Gabriel Mariño, Puebla 1978), nos deja precisamente en el inicio de un secreto que poco a poco, imagen a imagen se irá descubriendo, asimilando, nos hará cercanos testigos, imposibles cómplices.
Con delicadeza y belleza incontenibles, la dolorosa y hermosa soledad de María (Lucía Uribe) deshace la Ciudad en un eterno fuera de foco. María es lo único que existe, todo lo demás es ajeno, es artificial, no es personal, es la negación del secreto entre el caos irreconciliable de la Ciudad, que siendo inadvertido, entonces tampoco existe.
María que en el mismo espacio, aleja con los brazos tendidos al frente, que no habla, que parece no ver, o mejor dicho, mira otro espacio que, como el secreto, está oculto o quizá no, quizá es el sitio al que se está yendo y reclama los afectos personales y los pasos latentes.
María, que es la contradicción del secreto, que invita a su interior para acompañar la soledad irremediable que la Ciudad y la vida ofrecen fácil y en abundancia cuando el tiempo y los afectos llevan demasiada prisa.
El camino, el deseo de perderse y encontrarse no sólo desdobla kilómetros, también el interior, la casualidad y los encuentros sembrados, segados, marchitos, promisorios.
Mariño celebra con el silencio aparente, la indescriptible belleza del decir y la palabra. María, no es solamente el pretexto del deseo efímero es, sobretodo, el ánimo de decir, de descubrir, de develar. Por eso Juan no sólo es la segura compañía, es la otra parte del decir, es el escuchar, no el oír que pasa como viento, si no es escuchar que anida, que se enraíza, que penetra mucho más allá del misterio cíclico del sexo.
María cuando dice: “Oye Juan” señala su destino, guía, comparte, devela. “Oye…” y habla y se escucha segura en el oído del otro. Por eso, quizá la confesión tiene lugar ante un lugar sagrado, frente al espejo.
Después del sueño, el interior formó al mundo afuera desde otro pasado, por fin hay una memoria agradable después de la piel y las sábanas impregnada en la mezclilla de una chamarra, los caminos se definen, el horizonte marca ruta, el mar y sus inmensidades (que por fortuna llegan a cuadro) reflejan el secreto que puede ahora dejar de serlo.
El secreto que se revela otorga la libertad y el descanso, ahora el silencio no es obligación si no opción y la belleza del cielo no es otra cosa que la inmensidad del mar en reflejo, en eterno regreso, en sentido contrario.