A Lucía Uribe, diálogo de
mirada silenciosa
El sonido del secreto es siempre el silencio. Ese es su
escenario, su recinto, su remanso imposible. A pesar del silencio un secreto
nunca reposa, siempre está latente, siempre está listo para la fuga, para el
escape.
Lo secreto es mejor tenerlo cerca, para que no se escuche
contundente y estruendoso, seria negarlo. El secreto es algo infinitamente
cercano, se confunde con el aliento que se exhala en la mañana de un día cualquiera. En la mañana del
día de un viaje al sur de la Ciudad, primero después de silencios, de pisos sin
pasos andados todavía. El sonido de los labios cerrados, silencio, vestuario
recurrente del secreto. El secreto de la piel sin tacto ni caricia y el
posterior irse, que a veces, ni siquiera es opción.
El hermoso inicio visual (sensorial casi) de “Un mundo secreto”, (Gabriel Mariño, Puebla
1978), nos deja precisamente en el inicio de un secreto que poco a poco, imagen
a imagen se irá descubriendo, asimilando, nos hará cercanos testigos,
imposibles cómplices.
Con delicadeza y belleza incontenibles, la dolorosa y
hermosa soledad de María (Lucía Uribe) deshace la Ciudad en un eterno fuera de
foco. María es lo único que existe, todo lo demás es ajeno, es artificial, no
es personal, es la negación del secreto entre el caos irreconciliable de la
Ciudad, que siendo inadvertido, entonces tampoco existe.
María que en el mismo espacio, aleja con los brazos tendidos
al frente, que no habla, que parece no ver, o mejor dicho, mira otro espacio
que, como el secreto, está oculto o quizá no, quizá es el sitio al que se está
yendo y reclama los afectos personales y los pasos latentes.
María, que es la contradicción del secreto, que invita a su
interior para acompañar la soledad irremediable que la Ciudad y la vida ofrecen
fácil y en abundancia cuando el tiempo y los afectos llevan demasiada prisa.
El camino, el deseo de perderse y encontrarse no sólo
desdobla kilómetros, también el interior, la casualidad y los encuentros
sembrados, segados, marchitos, promisorios.
Mariño celebra con el silencio aparente, la indescriptible
belleza del decir y la palabra. María, no es solamente el pretexto del deseo
efímero es, sobretodo, el ánimo de decir, de descubrir, de develar. Por eso
Juan no sólo es la segura compañía, es la otra parte del decir, es el escuchar,
no el oír que pasa como viento, si no es escuchar que anida, que se enraíza,
que penetra mucho más allá del misterio cíclico del sexo.
María cuando dice: “Oye Juan” señala su destino, guía,
comparte, devela. “Oye…” y habla y se escucha segura en el oído del otro. Por
eso, quizá la confesión tiene lugar ante un lugar sagrado, frente al espejo.
Después del sueño, el interior formó al mundo afuera desde
otro pasado, por fin hay una memoria agradable después de la piel y las sábanas
impregnada en la mezclilla de una chamarra, los caminos se definen, el horizonte
marca ruta, el mar y sus inmensidades (que por fortuna llegan a cuadro) reflejan
el secreto que puede ahora dejar de serlo.
El secreto que se revela otorga la libertad y el descanso,
ahora el silencio no es obligación si no opción y la belleza del cielo no es
otra cosa que la inmensidad del mar en reflejo, en eterno regreso, en sentido
contrario.