viernes, 3 de mayo de 2013

Basuras




Las escaleras descienden los pasos inmóviles de una masa de usuarios anónimos, eso parece. Los ojos están dispersos en todos los puntos que ofrece la estación. Una reja polvosa, paredes con filtraciones de agua que dibujan figuras ovales, ajenas a la vista de algún místico urbano, que no ha pasado por acá y que les encuentre semejanza con alguna advocación Mariana.
Desde este fondo que no lo es tanto, Teo escucha las notas de un violín que es el único sonido real, lo demás son astillas que se encajan en el silencio. El sonido está cargado de lejanías, no trae nada para Teo, aleja. Este sonido no puede sugerir otra cosa, sólo distancia.
Por momentos, la pieza le recuerda una canción conocida, ¿La cautela, quizá? Pero no, de repente las notas son otras, van por otros caminos, van, se van. Tal vez el violinista, que ya se asoma, su sombrero al menos, improvisa, reinventa, compone. Quizá recuerda campos de siembra, días de secas, casa de aromas de leña, gritos tintos de aguardiente.
Cierra los ojos el músico, quizá encuentra en la soledad particular que guarda sus párpados el pentagrama que sigue como una armónica letanía. Cierra los ojos y los abre para mirar el morral a sus pies con pocas monedas. Mientras Teo se pierde en la minúscula inmensidad de un peldaño metálico y mira cómo se alejan los cuerpos de los otros viajeros y dejan en su apretujada indefinición un espacio infinito que crean las cuerdas, la madera, el arco, el vacío y el viento. Y se aleja la muchacha de la blusa de tirantes y la espalda descubierta, el somnoliento trajeado, el hombre canoso de manos rugosas. Todos no existen, gracias a La cautela reversionada. Una casualidad de notas, un encuentro fugaz con el pasado, como lo son todos los encuentros de otros tiempos con el ahora que se diluye entre la marcha de pasos ajenos, entre el zumbido de luces halógenas.
El morral con pocas monedas, quizá hieren al músico que aprieta los labios, quizá nos odia. Teo también se odia un poco, buscaba una moneda en el bolsillo del pantalón que no encontró. Sólo pudo sentir, palpar, el filo de un billete. Un billete que no pudo colocar en el morral con las monedas. El billete no, pensó Teo y sintió que se robaba la atmósfera, el sonido, la distancia, el espacio. El billete no. Se repite y se odia. Y odia más a los meses pares en que las cuentas por pagar devoran la atmósfera siempre, por eso agradece, sin monedas al músico que sigue tocando con los ojos cerrados. El sonido se queda atrás como la distancia. Otra vez, como otras veces, Teo y miles de humanos atestan en vagón cuando aparece.
El tiempo regresa al tiempo. El carro va rápido y frena indolente en cada estación. Suben más, bajan menos. Teo terminará el viaje en la otra estación aunque se sigue odiando por eso, un billete, odia al billete por no ser monedas. Al salir del túnel y entrar a la estación el odio ya no es odio, ya pasó, hacemos de cuenta que fuimos basura, nada más. Lejos del ayer y la distancia, del instante y lo demás, siempre habrá remolinos que nos alejen o nos acerquen, siempre tal vez. El tipo con el traje oscuro y lentes oscuros y cabello oscuro estorba el paso hacia la puerta. Al pasar, Teo le pega un empellón para abrirse paso. Sale. El tipo pregunta con un grito a Teo ¿Qué te sientes? "Basura, pendejo", responde Teo y camina por el pasillo a la salida del andén.
  


 Ciudad de México, mayo 2013.