Las escaleras descienden los pasos inmóviles de una masa de
usuarios anónimos, eso parece. Los ojos están dispersos en todos los puntos que
ofrece la estación. Una reja polvosa, paredes con filtraciones de agua que
dibujan figuras ovales, ajenas a la vista de algún místico urbano, que no ha
pasado por acá y que les encuentre semejanza con alguna advocación Mariana.
Desde este fondo que no lo es tanto, Teo escucha las notas
de un violín que es el único sonido real, lo demás son astillas que se encajan
en el silencio. El sonido está cargado de lejanías, no trae nada para Teo,
aleja. Este sonido no puede sugerir otra cosa, sólo distancia.
Por momentos, la pieza le recuerda una canción conocida, ¿La
cautela, quizá? Pero no, de repente las notas son otras, van por otros caminos,
van, se van. Tal vez el violinista, que ya se asoma, su sombrero al menos, improvisa,
reinventa, compone. Quizá recuerda campos de siembra, días de secas, casa de
aromas de leña, gritos tintos de aguardiente.
Cierra los ojos el músico, quizá encuentra en la soledad
particular que guarda sus párpados el pentagrama que sigue como una armónica letanía.
Cierra los ojos y los abre para mirar el morral a sus pies con pocas monedas. Mientras
Teo se pierde en la minúscula inmensidad de un peldaño metálico y mira cómo se
alejan los cuerpos de los otros viajeros y dejan en su apretujada indefinición un
espacio infinito que crean las cuerdas, la madera, el arco, el vacío y el
viento. Y se aleja la muchacha de la blusa de tirantes y la espalda
descubierta, el somnoliento trajeado, el hombre canoso de manos rugosas. Todos no
existen, gracias a La cautela reversionada. Una casualidad de notas, un
encuentro fugaz con el pasado, como lo son todos los encuentros de otros
tiempos con el ahora que se diluye entre la marcha de pasos ajenos, entre el
zumbido de luces halógenas.
El morral con pocas monedas, quizá hieren al músico que
aprieta los labios, quizá nos odia. Teo también se odia un poco, buscaba una
moneda en el bolsillo del pantalón que no encontró. Sólo pudo sentir, palpar,
el filo de un billete. Un billete que no pudo colocar en el morral con las
monedas. El billete no, pensó Teo y sintió que se robaba la atmósfera, el
sonido, la distancia, el espacio. El billete no. Se repite y se odia. Y odia
más a los meses pares en que las cuentas por pagar devoran la atmósfera
siempre, por eso agradece, sin monedas al músico que sigue tocando con los ojos
cerrados. El sonido se queda atrás como la distancia. Otra vez, como otras
veces, Teo y miles de humanos atestan en vagón cuando aparece.
El tiempo regresa al tiempo. El carro va rápido y frena
indolente en cada estación. Suben más, bajan menos. Teo terminará el viaje en
la otra estación aunque se sigue odiando por eso, un billete, odia al billete
por no ser monedas. Al salir del túnel y entrar a la estación el odio ya no es
odio, ya pasó, hacemos de cuenta que fuimos basura, nada más. Lejos del ayer y
la distancia, del instante y lo demás, siempre habrá remolinos que nos alejen o
nos acerquen, siempre tal vez. El tipo con el traje oscuro y lentes oscuros y cabello
oscuro estorba el paso hacia la puerta. Al pasar, Teo le pega un empellón para
abrirse paso. Sale. El tipo pregunta con un grito a Teo ¿Qué te sientes? "Basura,
pendejo", responde Teo y camina por el pasillo a la salida del andén.
Ciudad de México, mayo 2013.