Parece que el tiempo aquí se ha
vuelto corto, que tiene bordes, que cabe bien en el reloj y le sobra espacio y
peor aún, que tiene horario de atención. Eso parece, desde este lado de la
banqueta. Los comercios que solían coquetear con la media noche, hoy cierran sus
cortinas como párpados vencidos por el sueño.
Pero eso de este lado, cruzando
parece que todo sigue igual, en lo mismo. Una cafetería de franquicia vende
cafés que tienen el precio de un salario mínimo y uno no sabe de quién es la
culpa. Una interminable fila de autos se extiende a lo largo del eje vial, como
rindiendo pleitesía a un totémico dios de ojos coloreados y espera el milagroso
destello en verde que otorgue la gracia de la movilidad que se mide en
centímetros por hora.
En la sombra, la marquesina del
cine “El tiempo” desde hace años había perdido la capacidad de asombrar, de
atraer, de seducir el interés de cualquier caminante ocasional o frecuente de
este rincón cualquiera de la Ciudad. Un anuncio insípido sólo promete funciones
a la 6 y a las 8.
Todos sabemos que las películas
de “El tiempo” no son estrenos, que las funciones de las 6 y de las 8, lo
único que pueden llegar a emocionar es al recuerdo si es que existe y es que muchas
veces el recuerdo necesita madurar en la sombra y películas como las de “El
tiempo” están demasiado expuestas a la luz del medio día de cualquier sábado, en cualquier canal de señal de televisión abierta.
La decisión fue difícil, pero la
respaldaba una taquillera somnolienta, una dulcería con apenas la indispensable
dosis de azúcar para ser considerada peligro dental, un portero y guardia, los
dos en un solo empleado, encargado en cuidar la soledad de las escaleras ausentes
de pasos. La administración de “El tiempo” se llevaba desde un estado norteño,
Coahuila o Monterrey.
También del norte llegó la idea
de cambiar el semblante de la marquesina, la esquela se redactó antes del
deceso. Esa mañana se armó el esquelético andamio que yacía como fósil en el traspatio, se añadieron letras que contrastaban con las otras ya comidas por el
sol. Por fin había novedad. Con una fatalidad que no disimulaba su franqueza se
anunciada la última función del cine “El tiempo”.
A pesar de la anunciada
sentencia, el talante de los empleados parecía no haber cambiado en nada. No
hubo sacos nuevos, camisas almidonadas o zapatos lustrados más allá de lo
permitido. No se agregaron más dulces a los exhibidores. Los refrigeradores
apagados lucían una suficiente variedad de agua carbonatada de colores, todos
los que estaban apilados en la bodeguita
de la dulcería. Cada centímetro parecía exhalar mudos estertores en un
lenguaje visual codificado.
La sentencia anunciada entre un
marco brillante de focos incandescentes encendidos había surtido efecto. Los
boletos que se vendieron casi llegaron a número de veinte. Ninguno de los
asistentes tenía interés alguno en la proyección. La película era poco menos
que un pretexto que convocaba los pasos y fracturaba el olvido acumulado.
Las edades de los asistentes
sobrepasaban en promedio el medio siglo si el prejuicio hubiera servido de medida. A las
parejas que cruzaron la puerta los recibió el inmenso candil que seguía
pendiendo del techo del salón, sin embargo los antiguos focos incandescentes en
forma de flama, habían sido sustituidos por lámparas de tubos doblados en
espiral. Esa mancha de modernidad ahorradora de energía eléctrica tenía un
efecto desalentador y ridículo, como si un Santa Claus de la Alameda cubriera
la blancura de sus canas con tinte de negro azabache.
Nadie esperaba ver nada nuevo en
la pantalla, de haber sido así, habría tenido un resultado aún más desolador
entre los espectadores que desempolvaban de su fonoteca personal los diálogos
que los actores en la cinta grabada habían perfeccionado con el tiempo. Todos
los asistentes, sin excepción, estaban allí para conjurar a la memoria con la
eternidad, así terminara esa misma tarde o dentro de cincuenta años más. A
pesar de querer creer lo contrario sabían que las eternidades tienen la medida
de su pronunciación.
Una pareja de ancianos estaban
ahí para detonar el recuerdo de otros
tiempos que tuvieron ese mismo lugar de escenario tres décadas antes. Otra pareja, quizá, sólo aventuró su presencia en esa oquedad en el tiempo para tener hora y
media de oscuridad inducida y libertad plena en el tacto. Un joven de aspecto
quebradizo entró a llorar la ausencia de la dueña de una piel vibrante que se
había despedido usando en un e mail frases tan gastadas como cerrar círculos.
Necesitaba un instante de penumbras para asumir su cualidad de círculo cuando
en ella veía una línea franca en perspectiva, un punto de fuga sin final
aparente.
La liturgia se lleva a cabo sin
sobresaltos. Las luces tomaron el lugar de las plegarias. La comunión se toma en
una butaca con recubrimiento de tela verde y fondo de esponja, la hostia tiene
sabor a cacahuates japoneses.
El cadalso y el condenado son la
misma cosa. “El tiempo” lleva una mortaja de cortina de terciopelo rojo. Como
un consuelo inútil, todos los presentes compartirán una muerte colectiva, el
inútil consuelo de muchos. Se les termina el tiempo y lo saben y no hacen
nada para evitarlo. Están a punto de contagiarse de una falsa atemporalidad.
En la pantalla de enfrente, se
escribe una palabra que nunca para ellos había tenido mayor significado. Los
créditos de las viejas películas mexicanas aparecen al principio, por eso el
letrero de “Fin” siempre es tan contundente. Después de él sólo la nada sigue
en la pantalla. El sonido se apagó y se encendieron las luces de “El tiempo”.
Alguien en la luneta respondió al silencio con aplausos que pronto se
replicaron en la sala y la desbordaron. Desvestidos del tiempo, aquellos testigos de su extinción, se
entregaron a la eternidad que les amenazaba desde una noche sin final y que
avanzaba a la orilla de su propio abismo de mañana.
Ciudad de México.
Agosto 2013.