viernes, 18 de octubre de 2013

Arbolada



Van y vienen los árboles
de tu silencio al mío.
Aurelio Asiain.
Si el poema es árbol ella comienza a ser entonces una mujer arbolada.
Alberto Ruy Sánchez.


Dice el poeta Aurelio Asiain que por mucho que se empeñen, los árboles no pueden quedarse en su lugar. ¿Quién puede negarlo? Y es que en verdad siempre andan persiguiendo en forma de recuerdos de rasguños y raspones cuando, en una infancia tan distante, uno invadía la tranquilidad de la fronda.
Subir paso a paso las ramas de un árbol era iniciar una breve expedición al cielo que prometía siempre un final inesperado, indescifrable. En la sombra de un árbol, por alguna razón, siempre se detiene el tiempo, se vuelve lento y dulce y dan ganas de quedarse ahí, siempre, en la eternidad imperturbable de un segundo.   
Es imposible separar la idea del tiempo al estar frente a un árbol. Un árbol es la más evidente y amistosa representación del tiempo transcurrido. El pasado que se va hundiéndose en la tierra, el futuro extendiéndose al cielo, expectante del próximo aleteo de ave, de la lluvia, del amanecer promisorio. El ahora a ras de suelo, en delicado y asimétrico equilibrio. Natural palíndromo.
Si el tiempo no se detiene, los árboles tampoco se detienen. Quizá por eso Tatiana Zugazagoitia sigue las huellas de los árboles, de un árbol, siguiendo la traza que los poemas de Aurelio Asiain sugieren. Versos desvestidos de tiempo.   
El movimiento de la enramada, del viento, de la nube, de la ola o el arroyo surgen de repente del cuerpo de la mujer que al mismo tiempo es reflejo y metáfora. El silencio y la palabra se deshojan y retoñan entre luces vertiginosas, primero, y apacibles, reposadas, después. En un movimiento, en una pausa vamos del jardín que es certeza o es ausencia a la irrefrenable caída libre.

Una hoja seca que cae puede partir el universo, romper el silencio, inundar los ojos. Si la hoja seca tiene ese poder incontenible, el cuerpo que agita la atmósfera y blande la luz y la sombra, que rima y germina versos, sólo puede dimensionarse con las palabras que despiertan en la poesía. El cuerpo en movimiento de la mujer que es reflejo y no es, porque no deja de ser verdad, después del viaje, regresa y toma su lugar frente al árbol, a un  árbol que no es más, ni menos.


Ciudad de México, octubre 2013.

miércoles, 9 de octubre de 2013

En la siguiente estación.


La oficina estaba iluminada por una mortecina luz amarillenta. Era pequeña y parecía estar incrustada en el espacio entre el muro y los plafones falsos que cubrían las paredes de la estación.
Perales estaba en mangas de camisa y aunque todavía era notable el aroma amaderado de su loción, en el ambiente se percibía un olor extraño, salino y húmedo al que ya se habían habituado. En el fondo se adivinaba un estante que albergaba dos filas de carpetas idénticas de lomo verdoso que sólo se distinguían entre ellas por el pegote que las enumeraba en orden del uno al trece. La carpeta con el número nueve no estaba a la vista. El resto del mobiliario lo integraba la silla de respaldo alto de Perales, el escritorio que sobrevivía inexplicablemente a los años, un ventilador de pedestal y tres sillas con respaldo y asiento de madera, las patas de tubular estaban despintadas y parecían escamarse por alguna enfermedad contagiosa.
En una de ellas estaba sentado, miraba sin mirar cualquier punto en la pared mal pintada de enfrente. Permanecía callado, imperturbable. Perales le había ofrecido agua en una botella de plástico que sacó quién sabe de dónde. Eusebio se llevó la botella a los labios, tenía la boca seca. El sabor de su propia saliva era desagradable, espeso. Mientras bebía un trago largo, doloroso, se podía observar  que a Eusebio le temblaba la mano.
“¿Me vas a decir algo más?” preguntó Perales mientras cerraba la puerta clausurando, en algo, el bullicio interminable del pasillo que conducía directamente al frente del andén.
La mirada de Eusebio seguía apacible, perdida en otro tiempo. Del tiempo de antes, de más antes cuando los padres vivían y había tierra y lluvias para sembrar la milpa. Casi llegó el recuerdo del pozo, de la garrucha y el cubo metálico, el hálito dulce y húmedo que subía desde el fondo. Casi llegaba el recuerdo, pero no llegó. En cambio, Perales seguía machacando con su voz de tronco seco: “¿Me vas a decir algo más?”.
“No” respondió Eusebio con voz muy queda, determinada, vestida de una incuestionable sinceridad que atajó cualquier posibilidad de insistencia de Perales. “Está bien” exhaló Perales y tomó el teléfono para hacer una llamada. No marcó un número completo, quizá sólo una extensión, tres dígitos fueron suficientes. En la distancia a Eusebio le pareció adivinar, sobre el escritorio, un objeto conocido dentro de una bolsa de plástico: La navaja de muelle.
No hacía un año que Eusebio Martínez había llegado a la Ciudad desde San Juan Amatepec, uno de tantos pueblos que nunca figuran en los mapas, que envuelve el olvido, que el oficialismo niega y la pobreza de los habitantes reafirma insistente. Otro de los incontables sanjuanes, sanpedros, sanmigueles que desangran su existencia en las tardes polvorientas, desbordadas y ausentes de tiempo.
Se había instalado en un cuarto ruinoso de una vecindad cercana a La Merced habitada por nadie, los espacios estaban acondicionados como bodegas de los almacenes de la zona. En el patio central casi era palpable el olor astringente de plantas secas para preparar té y que se vendían al menudeo en los localitos de herbolaria medicinal y amuletos para la suerte.
Trabajaba en la carga, en la estiba, el acomodo. Una labor dura que comenzaba muy temprano y se extendía a veces hasta muy entrada la tarde. La vivienda era pequeña, incómoda y no tenía cocina, quizá por eso Eusebio solía pasar a comer a la fonda de doña Ofelia García, Doña Ofe. Cinco mesas de resina plástica se apretujaban en los escasos diez metros cuadrados de aquél local con piso de cemento pulido y restos inexplicables de congo amarillo. En bajo relieve, en las esquinas del local cerrado, se adivinaba apenas una hilera de tréboles de yeso cubierta por una uniforme capa de humo y cochambre.
A pesar de estar en el corazón de La Merced, la cocina de Doña Ofe tenía la ventaja de estar en una callejuela a espaldas de la nave menor, la calle era silenciosa, era habitual que llevaran a estacionar por ahí camiones de carga impidiendo la circulación cotidiana. En una evidente paradoja vehicular, el amontonamiento y la inmovilidad proveían a las tardes de silencios imperturbables.
Además del silencio y una ración generosa de frijoles y gelatina de leche al final de la comida, Eusebio paraba ahí porque le gustaba ser atendido por Sonia. Una muchacha de difíciles treinta que servía las mesas con impronta gracia. Solía vestir blusas blancas de manga corta y holanes en el cuello y una falda negra y ceñida, lo suficiente corta para dejar ver un par de rodillas huesudas.
Era notable el entusiasmo de Eusebio al mirar a  Sonia ir y regresar con platos sobre charolas de metal decoradas con imágenes idealizadas de la leyenda de los volcanes patrocinadas por Victoria.
También por la cocina iba a parar seguido “El negro”, uno de los “chineros” más ágiles del barrio.
Quizá porque Eusebio se dejaba ver diario por allá o porque Sonia no se ponía seria cuando llegaba con los platos de la comida corrida, “El negro” se tornó hostil hacia Eusebio, comenzó a hacer de la casualidad una fastidiosa constante. Al encontrarlo en la calle, no pocas veces se dirigió a él como indio. “El negro” robaba nopales de los tenderetes para arrojarlos a su paso. “Si no los tragas te los pones en las patas”, gritaba “El negro” a toda garganta, aunque su voz se perdía entre los altoparlantes de las tiendas que ofrecían manteca de papel y remedios dérmicos o pretendían atraer compradores con música de salsa o reguetón.
Fue un sábado después del trabajo, que había terminado temprano, cuando “El negro” atajó a Eusebio entre las lonas amarillas de dos puestos ambulantes. Lo sorprendió por la espalda, sujetando su cuello con certera llave china. Alguien, que Eusebio no alanzó a reconocer, le metió mano a los bolsillos del pantalón y sustrajo los pocos billetes que pudo encontrar en la rápida maniobra.
Parecía otro trabajo limpio, como las que “El negro” solía terminar con una sofisticada intrepidez, sin embargo antes que saliera corriendo, Eusebio lo pudo asir del cinturón y haló con fuerza. “El negro” perdió el equilibrio y cayó al suelo. Fue ahí, sin terceros que hicieran del número una ventaja, que Eusebio y “El negro” se liaron a golpes.
La pelea duró poco. Los policías que rondaban el barrio a bordo de una patrulla con la defensa chocada levantaron a los hombres en vilo. A “El negro” se dirigieron con molesta familiaridad. A empujones subieron a Eusebio a la patrulla sin que permitiera argumentar nada más que monosílabos atropellados.
Un policía de bigote ralo tomó a “El negro” por el hombro y se alejaron platicando en voz muy baja. Se perdieron pronto entre los mirones y los puestos ambulantes. Algunos minutos después el mismo policía llegaba caminando al lado de Teresa, una prostituta que se apostaba desde temprano en cualquier esquina, a unas cuadras de la capilla de Manzanares.
A la distancia, Teresa tenía muy buena visión, observó a Eusebio quien mantenía la cabeza gacha y el labio sangrante. De haber estado más cerca, quizá Eusebio habría escuchado que Teresa le contestó al policía con un “No mames” cuando éste le proponía que lo acusara de algo, de lo que fuera, de intento de robo. Teresa ya no dijo nada nada y se alejó de allí, chocando los tacones sobre el asfalto con su digno garbo, envidiable.
La patrulla se dirigió al ministerio público. Eusebio estuvo detenido treinta horas sin motivos. Un funcionario que vestía un raído traje gris llegó acompañado de un policía al que le colgaba un tolete del cinto. Sin hablar lo guiaron a la salida, pardeaba la tarde. Sin un solo peso encima, Eusebio decidió regresar caminando.
La navaja de muelle la compró al siguiente sábado. La jornada del trabajo había empezado en la madrugada, antes de las cinco, el patrón ofreció pagar no sólo el doble del día, también mandó comprar las tortas y las cervezas a condición que descargaran ese mismo día un tráiler que había llegado retrasado.
Eran las seis cuando Eusebio dejó las bodegas. El aire estaba desbordado por el aroma denso del carbón de los puestos de elotes que se preparaban para una tarde prometedora, estaba nublado.
Eusebio decidió andar hasta la cocina de Doña Ofe, sabía que encontraría las cazuelas colgadas y limpias y el piso anegado por el agua lechosa a causa del desengrasante a base de sosa con el que se anunciaba sin palabras el fin de la comida y las labores en el negocio.  
La dueña sabía del pleito con “El negro” y recibió a Eusebio con evidente amabilidad. Explicó que era tarde, que ya estaban lavando, que ya no había nadie. Usaba la palabra “nadie” para ocultar la única ausencia real. Sonia había dejado el empleo dos días antes. Doña Ofe intentó algunas explicaciones que Eusebio ya no estaba atendiendo. Eusebio veía en los tréboles en bajorrelieve del muro, una metáfora indudable de su suerte. Los miró marchitos, cubiertos como siempre de humo y cochambre.
Decidió caminar otro poco y pasó por alguna ferretería de Corregidora. Compró la navaja nada más por si se ofrecía.
Pero se ofreció muy pronto. El domingo, temprano, decidió viajar al norte de la Ciudad, quizá enfilarse a Tlatelolco o a la Villa, lo decidiría en el camino. Abordó el Metro en la estación Merced, en la atmósfera el olor de cebolla y chile seco se mezclaba con el ruido de los viajeros que ya atestaban los pasillos a esa hora. Desde afuera, llegaba la voz inconfundible de  Celio González sonando en los bafles de algún puesto de discos piratas: “Si tú supieras las ansias que tengo de hablarte muy quedo, para decirte la inmensa alegría que siento al mirarte”.
Dejó pasar un tren para esperar al próximo, deseando el imposible asiento vacío. El siguiente tren llegó agitando el aire caliente que ya comenzaba a ser molesto. Convencido de la inutilidad de su espera, Eusebio abordó tomando sus centímetros de suelo al interior del vagón.
En la siguiente estación una masa apresurada de gente apretujó a Eusebio contra el pasamanos lateral y una mujer que intentaba poner a salvo una crinolina plegable de alambre galvanizado y tela de mosquitero.
De pronto una mano le pegó un empellón por la espalda ahuyentando los vestigios del lejano sueño nocturno. “Ábrete puto indio” escuchó decir a una voz conocida. Era “El negro” recargado en la puerta opuesta a la que, necia, se abría y cerraba al arribo a la siguiente estación.
“¡Que te muevas, hijo de la chingada!”. “El negro” se abalanzó sobre Eusebio golpeando con puños y codos sin razón aparente. Contraviniendo las leyes de la física, los cuerpos de los viajeros se replegaron dejando un espacio libre mientras los hombres caían al suelo entrelazados. Por momentos, los cuerpos parecían ser uno solo, un extraño animal reptando en el polvoso suelo del vagón del subterráneo.
“El negro” intentaba sujetar el cuello de Eusebio con sus brazos requemados, expuestos al sol. También hoy usaba camisetas sin mangas y de su cuello colgaban  escapularios con bordados coloreados de San Judas Tadeo.
El silencio jadeante de Eusebio y los gruñidos de “El negro” fueron interrumpidos por un clic metálico que apenas pudo escucharse. El cuerpo de “El negro” recargó su peso desfalleciente sobre Eusebio quien se levantó agitado y empuñando la navaja con la hoja cubierta de sangre.
Cuando el tren llegó a la siguiente estación un grupo de policías y guardias de traje oscuro estaban apostados a lo largo del andén. “Es aquí” dijo uno agitando el brazo, señalado la puerta donde, de pie, Eusebio permanecía inmóvil. A sus pies dejó caer la navaja de muelle. Se llevaron a “El negro” en una camilla, iba con la boca abierta, le chorreaba saliva por las comisuras.  Varios hombres rodearon a Eusebio y lo llevaron a la oficina de Perales quien escuchó la breve historia que Eusebio había hilado apenas, escatimando las palabras.
Sereno, Perales dijo que ya no tardaban, que estaba por llegar “el Ministerio Público”. Probando su suerte volvió  preguntar “¿Me vas a decir algo más?”. Eusebio dijo sereno, abriendo los ojos tanto como le fue posible. “Sí, me la debía pues”.

Ciudad de México, Septiembre 2013.