sábado, 14 de diciembre de 2013

A cuatro manos


“Tiene un tatuaje en la espalda baja”, pensé en responder pero bajé la mirada sin decir nada. La imagen del trazo, las vueltas, las líneas, hacían del dibujo una caligrafía incomprensible para alguien que no fuera iniciado en el rito de su piel que era una especie de auto de fe.
No quise decir su nombre porque de todas las mentiras que me había dicho, quizá aquella era la más evidente. Habíamos estado juntos las últimas horas en la incomodidad de los asientos de un autobús de línea económica  mientras abrían la carretera de regreso a la Ciudad. La temporada de lluvias antes del invierno había dejado tan floja la tierra de los cerros que bordeaban la carretera que los deslaves se podían contar tanto como las horas de inmovilidad fastidiosa.
Me dirigí a ella con el pretexto de maldecir las lluvias de la noche anterior, el calor sofocante y las horas sin medida que se desgranaban ante nosotros. A pesar de mis argumentos, lo único que pude sacarle fue una sonrisa rutilante que le hacía levantar un poco el labio superior del lado izquierdo.
El pelo negro sujeto con una cola detrás de la nuca lo sugería muy largo y, tal vez, me hizo desear verlo sin la cinta que lo ataba, seguramente le habría caído sobre los hombros y tal vez más abajo. Viajaba sola aunque no recuerdo en dónde había abordado. Al salir de la estación su asiento estaba vacío. Estuve dormitando un par de horas y cuando desperté ya ocupaba el asiento a mi lado. Usaba un perfume dulce y poco discreto. Sobre las piernas descansaba lo que después supe era su único equipaje, una bolsa de tela color gris. No alcanzaba a cerrar del todo, pude ver dentro una coneja de peluche color rosa.
Tenía una voz ronca que armonizaba perfecto con su mirada densa, profunda. A las risas siguieron monosílabos y después charlas inconexas sobre cualquier tema que nos alejara de la carretera que se había convertido en un inmenso estacionamiento.
Avanzamos cuando comenzaba a atardecer. El trayecto después de ella se había convertido incomprensiblemente breve. En lo que me parecieron pocos minutos entramos al patio de arribos. La ayudé a descender tomándola de la mano que estaba muy fría. El tacto de su piel era un poco rasposo, quizá sus labores eran muy manuales. A pesar de ello, sus uñas estaban cuidadosamente arregladas, cubiertas con esmalte trasparente.
Fue en ese momento cuando la blusa blanca sin mangas que vestía se levantó un poco dejando ver la parte baja de su espalda descubriendo un tatuaje de formas intrincadas. El dibujo era demasiado sugerente, parecía terminar en una punta que señalaba hacia abajo. Me sorprendió mirando sus nalgas a través de los vaqueros desgastados.
Nos despedimos. Dijo que viajaría al poniente de la Ciudad y me alegré de esa coincidencia de rumbos. Me ofrecí a llevarla en el taxi que tenía planeado abordar para llegar a mi destino. Mentí. Yo llegaría a un hotel en el Centro y había pensado viajar en el metro.
Se despidió de mí. Sorprendentemente me rodeó con un abrazo que me dejó impregnado el olor de su perfume en el cuello de la camisa. Mientras se alejaba caminando pude ver, otra vez, el dibujo incompleto del tatuaje mal cubierto por la blusa y los vaqueros.
Antes de abordar el metro decidí comprar en un kiosco el periódico, un café frío y un pan espolvoreado con azúcar impalpable. Cuando llegué a la caja para pagar el consumo no encontré la cartera. En su lugar, un navajazo preciso en la bolsa de la chamarra, donde también habían estado mis llaves y la dirección del despacho de Juan Palacios, el licenciado al que venía a ver por recomendación de mi prima Estela.
Declarar el robo de mi cartera ante un agente somnoliento y una secretaria gorda que tenía el cabello desteñido por peróxido me tomó más tiempo que la lógica y el cansancio del viaje podrían haber sugerido. El agente hablaba como si sus labios pesaran tanto como el abdomen de su secretaria. “¿Alguien se acercó a usted en algún momento, tanto para haber hecho esto? Podemos pedir los videos de las cámaras. ¿Alguna descripción?”.
La imagen del tatuaje en mi mente no dejaba lugar para articular alguna palabra que no fuera más que un “No” definitivo. La secretaria me dio una copia del acta y me pidió “para el refresco”. Dejé en el escritorio mi único billete de veinte pesos. El agente extendió su mano y me dio un boleto del metro. Cuando salí, la ciudad navegaba ya a la deriva de la noche.