“Tiene un tatuaje en la espalda
baja”, pensé en responder pero bajé la mirada sin decir nada. La imagen del trazo,
las vueltas, las líneas, hacían del dibujo una caligrafía incomprensible para
alguien que no fuera iniciado en el rito de su piel que era una especie de auto
de fe.
No quise decir su nombre porque
de todas las mentiras que me había dicho, quizá aquella era la más evidente. Habíamos
estado juntos las últimas horas en la incomodidad de los asientos de un autobús
de línea económica mientras abrían la
carretera de regreso a la Ciudad. La temporada de lluvias antes del invierno
había dejado tan floja la tierra de los cerros que bordeaban la carretera que
los deslaves se podían contar tanto como las horas de inmovilidad fastidiosa.
Me dirigí a ella con el pretexto
de maldecir las lluvias de la noche anterior, el calor sofocante y las horas
sin medida que se desgranaban ante nosotros. A pesar de mis argumentos, lo
único que pude sacarle fue una sonrisa rutilante que le hacía levantar un poco
el labio superior del lado izquierdo.
El pelo negro sujeto con una cola
detrás de la nuca lo sugería muy largo y, tal vez, me hizo desear verlo sin
la cinta que lo ataba, seguramente le habría caído sobre los hombros y tal vez
más abajo. Viajaba sola aunque no recuerdo en dónde había abordado. Al salir de
la estación su asiento estaba vacío. Estuve dormitando un par de horas y cuando
desperté ya ocupaba el asiento a mi lado. Usaba un perfume dulce y poco
discreto. Sobre las piernas descansaba lo que después supe era su único
equipaje, una bolsa de tela color gris. No alcanzaba a cerrar del todo, pude
ver dentro una coneja de peluche color rosa.
Tenía una voz ronca que
armonizaba perfecto con su mirada densa, profunda. A las risas siguieron monosílabos
y después charlas inconexas sobre cualquier tema que nos alejara de la carretera
que se había convertido en un inmenso estacionamiento.
Avanzamos cuando comenzaba a atardecer.
El trayecto después de ella se había convertido incomprensiblemente breve. En lo
que me parecieron pocos minutos entramos al patio de arribos. La ayudé a
descender tomándola de la mano que estaba muy fría. El tacto de su piel era un
poco rasposo, quizá sus labores eran muy manuales. A pesar de ello, sus uñas estaban
cuidadosamente arregladas, cubiertas con esmalte trasparente.
Fue en ese momento cuando la blusa
blanca sin mangas que vestía se levantó un poco dejando ver la parte baja de su
espalda descubriendo un tatuaje de formas intrincadas. El dibujo era demasiado
sugerente, parecía terminar en una punta que señalaba hacia abajo. Me sorprendió
mirando sus nalgas a través de los vaqueros desgastados.
Nos despedimos. Dijo que viajaría
al poniente de la Ciudad y me alegré de esa coincidencia de rumbos. Me ofrecí a
llevarla en el taxi que tenía planeado abordar para llegar a mi destino. Mentí.
Yo llegaría a un hotel en el Centro y había pensado viajar en el metro.
Se despidió de mí.
Sorprendentemente me rodeó con un abrazo que me dejó impregnado el olor de su
perfume en el cuello de la camisa. Mientras se alejaba caminando pude ver, otra vez, el
dibujo incompleto del tatuaje mal cubierto por la blusa y los vaqueros.
Antes de abordar el metro decidí
comprar en un kiosco el periódico, un café frío y un pan espolvoreado con
azúcar impalpable. Cuando llegué a la caja para pagar el consumo no encontré la
cartera. En su lugar, un navajazo preciso
en la bolsa de la chamarra, donde también habían estado mis llaves y la dirección
del despacho de Juan Palacios, el licenciado al que venía a ver por
recomendación de mi prima Estela.
Declarar el robo de mi cartera
ante un agente somnoliento y una secretaria gorda que tenía el cabello
desteñido por peróxido me tomó más tiempo que la lógica y el cansancio del viaje podrían haber sugerido.
El agente hablaba como si sus labios pesaran tanto como el abdomen de su
secretaria. “¿Alguien se acercó a usted en algún momento, tanto para haber
hecho esto? Podemos pedir los videos de las cámaras. ¿Alguna descripción?”.
La imagen del tatuaje en mi mente
no dejaba lugar para articular alguna palabra que no fuera más que un “No”
definitivo. La secretaria me dio una copia del acta y me pidió “para el refresco”.
Dejé en el escritorio mi único billete de veinte pesos. El agente extendió su
mano y me dio un boleto del metro. Cuando salí, la ciudad navegaba ya a la
deriva de la noche.
Es siempre un gusto visitar este rincón del mundo, encontrarse con tus palabras y dejarse llevar suavemente a otros mundos, otros instantes. Te dejo un abrazo.
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