miércoles, 19 de noviembre de 2014

En la antigua Calle de los plateros




Por desgracia el viaje en común
Llegó hasta aquí y cada uno
Baja del Metro en la estación que le toca.

De un poema de José Emilio Pacheco



La calle guarda también un poco de la memoria de nosotros. La lleva ahí, nada más, a la vista. Anunciando su disponibilidad para quien quiera tomarla. A veces, uno reconoce esos inútiles trebejos para reafirmar la sombra que se diluye con el tiempo. Y encuentra esas frases sin contexto. El sabor del sol sobre la piel distante. El polvo del perfume desteñido. A veces uno recurre a esas artimañas para no morir del todo. Para salirse de la vida que desangra. Para ganarle un día al olvido. Pero nunca es suficiente. Los calendarios se deshojan sin otoño. Hay oídos que ya no entienden a los labios y el reloj está cansado de esa eterna fuga. Entonces se encuentra el rastro de unas huellas y la línea que avanza a su regreso. Nada cambia en la memoria que la calle envuelve. Todo sigue igual. Pero nuestros ojos ya no están para atestiguarlo. Ni podemos abrazarnos para hacer un nudo a la cuerda rota. Fuimos puntuales. No hicimos esperar al destino. Que ya nos esperaba en esquinas opuestas.


Ciudad de México.
Noviembre, 2014.

martes, 4 de noviembre de 2014

Para no olvidar


Quizá es más frecuente que en las tardes, cuando el sol apaga el cielo y enciende la noche, que los asomos a otros tiempos lleguen fáciles y se instalen frente a uno, ahí nada más, como esperando a que se dé vuelta a la manija y se empuje la puerta para entrar.
Quizá también por eso, el tiempo que pasó se enreda con él mismo y lo de antes, antes, muy antes, diría Alí Chumacero, se confunde con lo que apenas pasó ayer. Siendo pasado el pasado, posiblemente no importe tanto su secuencia, que inevitablemente se ha perdido o quizá sí, pero quién lo explica.
Entonces uno camina las calles que parece que siempre han sido, pero no, porque los ejes viales y los periféricos parten la fisonomía del barrio que antes era y sigue siendo, pero fragmentado, escindido y olvidado, porque lo que queda debajo de los puentes, como no se ve, se olvida fácil, dicen.
Y los pasos que se andan dando, en la calle, en la tarde, llegan cargados de otros días que igual ya pasaron y que no hicieron ruido entonces, hasta ahora que suenan acompañando estos otros pasos de ahora. No sé si les ha pasado, pero a veces se encuentran recuerdos que ya se habían olvidado que uno traía adentro y se encuentran por algo que está afuera y que también ya está olvidado.
Anoche, mientras la tarde comenzaba a terminarse caminábamos las calles del barrio de Tacubaya. Al pasar por afuera, recordé que no tengo recuerdos del Cine Hipódromo pero volvimos a lamentar que su marquesina estuviera apagada, lo mismo que su proyector y su pantalla. Dimos vuelta en Revolución. Una cerca de láminas con anuncios adheridos a ellas y lámparas fluorescentes que los iluminan, resguardan el predio donde hace años estuviera instalado el cine Ermita, creo que una de las primeras víctimas de las multisalas acá en la Ciudad.
En un cuento, Luis Tovar sentencia que una carta es un objeto que debe estar en el lugar correcto (su destinatario) para existir realmente, ¿y si no es así? ¿Qué pasaría entonces con un objeto que está dedicado a la memoria y éste a su vez es olvidado? ¿Acaso tendría la misma sentencia a no existir como una carta no enviada?
Nuestro amado y herido país tiende mucho al olvido, a la desmemoria, eso lo sabemos. Duele que lo importante, lo que debía de haber marcado los ánimos y los recuerdos, se diluya con esa práctica perversa de reinventar una nación cada seis años. Hay cosas que, yo creo (y se vale que me lo discutan, si es que alguien pasa por aquí), se deberían tener más bien a la mano, muy presentes, aunque sean pasados, tanto como las velas cuando llega un repentino apagón (a lo mejor así es el olvido, un apagón).
En la banqueta que bordea a lo que fue el cine Ermita, están incrustadas baldosas con las manos impresas de actores y gente del entretenimiento de acá. Una especie como de paseo de la “fama” hollywoodense (¿así se escribirá?) pero en el mero barrio de Tacubaya. Es cierto que muchas de esas personas tienen en su misma actividad todos los elementos que hacen del olvido, ya no digamos una posibilidad sino una imperiosa necesidad.
Pero hay otras que no tanto, lo que sea de cada quien. En el brevísimo recorrido al que nos obligó la poca luz y las ganas de comprar bísquets en el café de chinos (un cliché que disfruto como pocas cosas y que siempre me hacen pensar que soy una especie de actor de relleno de la maravillosa “Distinto amanecer” de Julio Bracho) encontré una baldosa que atrapó mi atención. Las huellas pequeñas de un par de manos apenas impresas en el cemento y una caligrafía que también cuesta reconocer: “Marilú, la muñequita que canta”.
Fue en una película de Joaquín Pardavé donde una joven de voz potente y ojos negros cantaba una letra muy sugerente, al menos eso me parecía, no sólo porque la entonaba de manera muy sentida, sino que además la cantaba frente a un muchacho del que comenzaba a interesarse (se hacían ojitos, pues). Me refiero a una escena de “El barchante Neguib”, dirigida por el mismo Pardavé en 1946.
Otros años más tarde, el nombre y la voz de Marilú era una frecuente casualidad en la programación del Fonógrafo, la estación que todavía se transmite en la AM. Era muy particular la manera en la que el locutor Salvador Luna Ibarra, con aquella inconfundible voz, confirmaba que acabábamos de escuchar a Marilú, la muñequita que canta, quizá alguna rola de Gonzalo Curiel, quizá una tarde en la que pintaba los muros de mi casa o la de mi abuela y un radio portátil era mi compañía. Quizá una tarde de sábado Marilú estuvo cantando con Doris y Alejandro Aura en Boleros y un poco más, el programa que Canal Once dedicaba a la música que, quizá también, dominara la radio en otros tiempos.
Con gusto me entero que en estos años, nadie ha olvidado a Marilú, que le han rendido sendos homenajes a una vida dedicada a la música.
Intento estas líneas en una tarde de un día doloroso, como lo han sido nuestros días recientes. Todavía, a pesar de la grandilocuencia mediática a la que es tan propensa nuestro (des)gobierno, están ausentes 43 estudiantes de la escuela normal rural Isidro Burgos, del Estado de Guerrero.
Insisto, si alguien encuentra estas líneas, le pido por favor que salga a la calle y busque sus pretextos para el recuerdo. Escuche, mire, camine, levante su mano o comúlguela con otra mano. Pero no olvide. Tenemos tanto que recordar que el olvido, ese sí, no se puede.

Ciudad de México. Buenavista, Noviembre 2014.


jueves, 23 de octubre de 2014

Imposible



A veces ocurre que palabras ausentes de reflejos, se van llenando con tu sombra desteñida. Entonces te vuelves tan real como la llama que se apaga, como el instante que termina. El silencio te repite, te inventa y te conviertes en una letanía que besa en los labios al olvido. Desnudos de ellos mismos, un par de espejos reproducen el abismo. El sueño de la noche es de distancia y avanza hasta mi abrazo que lo estrecha. Sabe al dulce de la lluvia que ha escurrido por tus labios. Ahogan las dunas de tu piel a relojes que caminan hacia atrás. Eres imposible, como las líneas de mi mano entre tus dientes.

lunes, 6 de octubre de 2014

Así sea


Seguro que son pocos los ojos que pasan por este rincón de la red, me había tomado la, tal vez, egoista libertad de intentar escribir algunas líneas muy ajenas a eso que tantos llaman realidad. Las palabras que aquí se intentan han tratado de ser cercanas al que esto escribe y si han encontrado reflejo en pupilas amigas, han logrado su objetivo, si es que alguna vez tuvieron uno.
He sentido la obligación de no abordar asuntos que han estremecido a este país, no por falta de interés, pero hay veces que uno prefiere leer letras que pueden sortear esa vorágine incomprensible en la que puede convertirse la vida.
Estas líneas, tan inútiles como prescindibles, van en lugar del silencio. Pido una disculpa pues y agradezco su comprensión.
Este país ha llegado a un limite indecible. Hemos caído en un abismo impensable del que veíamos aterrados su oscura profundidad, pero que teníamos una ingenua esperanza de asirnos a algo. Hace años, la dolorosa tragedia de la Guardería ABC mostraba el resultado del peor rostro de los vicios que imperan en este país. La muerte de 49 bebés se convirtió en el más doloroso de los límites que jamás pensamos cruzar. Entre las versiones oficiales de un "accidente", el cual pudo haberse evitado y los más recientes indicios que de accidente no tuvo nada, el reclamo de justicia de todas esas familias se ha encontrado con la sordera, insensibilidad e inacción del oficialismo.
A pesar de ello, y aunque parezca increíble, lo que ahora pasa en este país ya no tiene calificativos. Hace unas semanas un ataque de policías municipales y un grupo del crimen organizado, si es que no son la misma cosa, derivó en la muerte de jóvenes estudiantes rurales y en la desaparición de 43 más. Un par de días atrás nos enteramos del hallazgo de fosas clandestinas y cuerpos calcinados en el mismo Estado de Guerrero. ¿Qué es lo que está pasando? ¿En qué momento la violencia y la muerte se han vuelto normales, cotidianas, irremediables? ¿Por qué hemos dejado que las gentes, nuestras gentes, valgan menos que un índice bursátil o los porcentajes de inversión extranjera directa?
Y parece que es cierto, pero a una estructura de poder corrupto y negligente le incomoda hasta la médula la disidencia, el pensamiento, la crítica, lo diferente. No se cansa de hablar de derechos y libertades que en la práctica de la vida cotidiana, en su boca no son más que una indignante impostura.
Alguna vez vi el cartón de Abel Quezada tras la masacre de estudiantes en Tlatelolco. Me duele pensar que ese "¿Por qué?" sigue sin respuesta y peor todavía, sigue encontrando motivos para reproducirse en vergonzante secuencia.
A pesar de lo que sugiere esta dolorosa realidad, tengo el inagotable deseo que los estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa regresen a casa y que las autoridades de todos los niveles no sólo esclarezcan el terrible caso que bajo sus pies y su incapacidad se ha fraguado, sino que entiendan que sin el pueblo, sin los jóvenes, los indígenas, las mujeres, las y los homosexuales, los viejos, la banda, sin ellos y nosotros, este país no tiene futuro.
Así sea.

Ciudad de México.
Octubre 2014.

Más que sueño, memoria. Una tarde de sábado en la Ciudadela


"No sé qué vendrá después.
no sé si podré olvidarte,
no sé si me moriré"
De una canción de Luis Arcaraz

El cielo ha dado tregua. Los días de lluvia y nubes bajas y cargadas parecen tener un paréntesis con un sol suficiente.
Este lugar es historia a ras de suelo, sin pedestales que alejen una memoria que muchas de las veces parece no estar tan disponible. Los días trágicos de la traición y la ignominia apenas se adivinan entre árboles y baldosas ahogadas en charcos.
Hoy lo importante es otra cosa, algo que, como la memoria, no se ve pero se siente. Es la música. Los timbales, las trompetas y el clarinete se desbordan hacia todos lados. Es danzón. No es casual el encuentro, desde hace años aquí vienen a bailar, en sábado, un montón de jóvenes cuya vitalidad es envidiable. Digo bien, jóvenes, lo son desde hace mucho tiempo.
Caminar entre los asistentes a los sábados de danzón en la Ciudadela es maravilloso. Paso como una sombra callada entre parejas que hacen de la cadencia un lenguaje único. Entre giros, pasos cortos, raspaditos, miradas cargadas de años y de cosas que sólo caben ahí, en miradas, me hacen pasar casi desapercibido.
Ando hasta la sombrita de un árbol bordeado por una jardinera de piedras rojas y ahí decido quedarme, sentado y en silencio. Tengo ante mí uno de los rostros más amables de la Ciudad y que pocas veces, por no decir nunca, se miran en los grandilocuentes anuncios oficiales de turismo. Así es el espíritu de todas estas gentes, sin saberlo, o tal vez sí, a cada giro o compás marcado, siguen conjurando el olvido.
No conozco de danzones, apenas el nombre de algunos de ellos que hoy no sonaron en las bocinas instaladas en el foro de cemento al frente de la plaza. Antes venía una orquesta para tocar en vivo, pero el presupuesto de la delegación Cuauhtémoc ya no lo permite, ahora la música es grabada, pero no le hace, el ánimo es inigualable.
Decido emprender mi paseo de nueva cuenta entre las parejas para las que no existe nada más que la música y su correspondiente otra mitad, la otra copa del brindis dirían por ahí. El derroche de sentidos es involuntario, la música hace hablar de cerca al oído, hace que los cuerpos se aproximen, se alejen y se encuentren en un sincronizado giro.


Para muchos de los asistentes el día de hoy no es un día más, quizá por eso portan trajes de gala, corbatas, pantalones planchados con una precisión quirúrgica, plumas en el sombrero. Vestidos largos de tirantes y otros cortos porque hay que presumir, cómo no, la buena pierna, abanicos, medias de red y zapatillas de tacones peligrosamente altos. Otros tantos se distinguen con aromas que me recuerdan un pasado del que apenas fui testigo y de cierta manera me reconcilian con mis treinta y seis y contando; la sección de perfumería de la Farmacia París es una sorprendente colección de delicadas reminiscencias, el Wildroot y la Añeja Lavanda por fin parecen encontrar aquí un mejor contexto.
Me detengo nuevamente. Los puestos de comida que bordean la plaza me recuerdan que mi desayuno fue un insulto a la salud intestinal y las papas fritas con cebolla y chiles cuaresmeños pueden hacer dudar la fe de cualquiera.
Camino otra vez. En una de las esquinas se pueden ver perfecto a varias parejas. Creo que es definitivo, ¿existe alguna mujer que no se vista de una sensual y delicada feminidad cuando baila danzón? Si la memoria de las manos, del tacto, es aún más persistente, la memoria de los pasos de baile se reinventa en cada ejecución. Entonces el cuerpo retoma su expresión original, recuerda y el recuerdo no puede sustraerse del corazón (re-cordis). ¿Hay algo más sensual que el torrente de la sangre tibia? Villaurrutia escribe: “Amar es escuchar sobre tu pecho, / hasta colmar la oreja codiciosa, / el rumor de tu sangre y la marea / de tu respiración acompasada.” El poema tuvo el buen tino de haber sido musicalizado a ritmo de  danzón en la película de María Novaro.
A veces la mirada no se conforma con lo evidente e intenta la interpretación de lo que se sugieren símbolos de otros días, sin embargo el fracaso, es decir el mío, es manifiesto. Si el pasado se va hilando, este instante es un nudo indisoluble. Las manos en la cintura o recorriendo los hombros, un beso repentino, una nieve de limón con dos cucharitas, compartida del mismo vaso, reafirman la intensión del momento.
Un grupo de bailarines anuncian las formas del futuro inmediato. Escucho palabras que se construyen ante mis ojos otorgándoles un nuevo significado. Un columpio, un paseo, un abanico, un cuadro le dan a la calle la fineza del baile de salón. Otros, los más, no anuncian la técnica a cada compás, pero el sabor que derrochan los exculpa del olvido de la ortodoxia.
No voy más. Las parejas continúan con esa incansable y deliciosa plática, cuerpo a cuerpo, que sólo podrá concluir con la tarde o con un aguacero.
Hoy mis pasos van solos, así me alejo, entre un redoble y una trompeta que envuelve la plaza y la convierte en un símbolo de la memoria y, qué bueno, de historia a ras de suelo.

Ciudad de México.

Octubre 2014.

jueves, 18 de septiembre de 2014

14:39









Este cielo indeciso
Casi todo azul pero brumoso
Telón de nubes inmediatas
Ajeno a los pasos sin reposo
Pero muy cercano a las plegarias
Modelo de tintas y de ojos
De labios azotados por el frío
De pensamientos sembrados en macetas
Transparente como una mirada
Suave como almohada
Dulce y fresco como barro
Como caricia antigua
Que cambia la piel por la memoria,
Este cielo indeciso
Hermoso y casi todo azul
Me recuerda un poco a ti.



sábado, 6 de septiembre de 2014

Cerati o la memoria repentina



"Lo que seduce
nunca suele estar
donde se piensa"


Anochecía, desde la altura de un piso 21 en la Ciudad de México casi se miraba cercano el cielo que prometía, como en los días anteriores, una lluvia repentina y vigorosa como las que ha estado ensayando con una precisión envidiable casi toda la semana. 
Estábamos dentro de una pantalla dejando que terminara el tiempo. De pronto una voz interrumpe la tartamuda letanía de las teclas de la computadora: "Murió Cerati". Para entonces, la noticia de la muerte del músico argentino era más que conocida, los portales de internet que nada tienen que ver o poco les importa la música, daban detalles de un desenlace que se había prolongado demasiado. 
No dije nada. Como ahora, poco tengo que decir de la incomparable historia que Cerati creó encabezando a Soda Stereo y que después seguiría escribiendo en solitario o con ocasionales compañías. 
Salí del trabajo y regresé caminando, como todos los días, intentando buscar en los jirones de la memoria aquello que me conectara con el legado musical que, para entonces, ya pregonaban sin reservas las estaciones de radio. 
Caminé las mismas cuadras de siempre que ahora se tornaban incomprensiblemente breves. Casi me dio pena. Recordé que en los lejanos días de escuela habían sido otras las voces y otros los acordes que musicalizaron esos tiempos de tantos despertares. 
En mi colección de compactos no hay discos de Soda ni de Cerati. No pensé hacer comentarios de aquella muerte a la que todos le otorgaban un matiz distinto con una invariable conclusión. Decidí hacerme a un lado, dejar que el silencio de la eléctrica que sugería esa ausencia, se llenara con otros pasados. A veces es difícil preguntarle a la memoria sin un buen argumento. 
Ya en casa, encendí la radio. Fue curioso, esta vez el soundtrack convocó al recuerdo y no al revés. "Cruje tu nombre en las paredes / si sé que esperas no podré dormir". Las distantes y casi ocasionales tardes de Rock 101, una memoria heredada y un corazón propio que necesitaba tener sus primeras abolladuras. Es verdad, esos recuerdos existen, protagonistas que tuvieron forma, tienen nombre, un aroma persistente  y un lugar que ha dejado de exisir. "Tienes el coctel que envenenará / Es el ritmo de tus ojos". 
Gustavo Cerati había dejado de estar desde hacía mucho tiempo, esa pausa dolorosa, llena de esperanzas, para muchos apenas comprensible, se había prolongado demasiado. Cada día fue un paso que alejaba la posibilidad de regreso. 
Debo confesarlo, hasta hace unos días, pensaba que Gustavo Cerati, como tantas otras cosas, era un olvido latente. Con gusto sé que, como tantas otras cosas, es más bien una memoria repentina. 
Hacían falta las distancias para tender puentes, decir adiós como otra forma del proceso evolutivo y convencerse que los crímenes que se gestan desde el ventrículo izquierdo en complicidad con el hemisferio derecho quedan obligadamente impunes. 
Es cierto, mi devoción por el músico argentino no existió nunca, de forma oportunsta algunos de mis recuerdos se han asido a sus creaciones para no hundirse en olvido tan rápido y por cierto, se han salvado. Decir gracias es hacer crecer la deuda que de todas maneras no puedo saldar.
El pasado es invariable y el mundo sin Gustavo Cerati no parece diferente al de ayer. Si seguimos por acá, ya veremos mañana.

fp
Ciudad de México.
Septiembre 2014.


sábado, 2 de agosto de 2014

Mariposa nocturna




La noche en su piel, era simplemente una mariposa nocturna.


Sencillamente algo le había obligado despertarse. Abrió los ojos sin sobresaltos y se quedó inmóvil entre las sábanas, que apenas le mal cubrían el cuerpo. De un tiempo para acá se había acostumbrado a dormir vistiendo una vieja camiseta de algodón que había comprado en un puesto afuera del Metro. La playera conmemoraba un concierto al que no había asistido.
Marcos evitaba comprar ese tipo de recuerdos o suvenires. “Lo mejor del concierto es haber estado ahí” solía pontificar ante Laura, mientras se abrían paso entre puestos callejeros de mercancía pirata pero mucho más barata y creativa que la oficial.
Esa firme decisión cambió el día en que Laura rechazó una invitación para el concierto de Calamaro en la Ciudad, después de mucho tiempo de ausencia. “Me hubieras dicho antes. No puedo ir. Tráeme una sudadera de recuerdo”. Marcos eligió una prenda en la talla más pequeña, una que se ajustara a la armoniosa delgadez de Laura y que sus brazos conocían a la perfección. Tres días después convenían una reunión para entregar aquella muestra de claudicación en tela negra, bordada con hilos que formaban la bandera argentina en el pecho.
El que a la postre sería su último desayuno juntos, estuvo acompañado de una crónica puntual del primer concierto al que Marcos había asistido solo.
Haber comprado aquella playera de un concierto en el que no había estado, ahora, tantos años después, le sorprendía menos que el recuerdo de Laura que aún subsistía en algún lugar de su memoria. Quizá por eso, había elegido vestir esa prenda sólo por las noches, para dormir. Esa playera era una especie de confesión dolorosa, algo que le apenaba todavía más que su desnudez.
Marcos seguía inmóvil, buscando en el techo manchado de salitre los motivos de éste repentino despertar que comenzaba a tomar trazas de insomnio. Notó que la calle estaba sospechosamente callada, no se escuchaba el paso de algún automóvil, ni el frecuente ulular de sirenas de patrullas o ambulancias en frenética avanzada.
Caminó al otro extremo del cuarto que servía de recámara, sala y estudio. El piso estaba deliciosamente tibio. Recordó que hacía muchos días no desprendía las hojas del calendario, también recordó que todavía no terminaba abril
Prendió la computadora. La luz horizontal del monitor le reveló de repente el desorden acumulado en la mesa a través de días indescriptibles. Bebió los restos de un café frío que se empolvaban junto con periódicos viejos. El ventilador de la computadora se convertió de repente en un insistente interlocutor que no exigiría respuestas. Se sintió aliviado.
Abrió un documento. Permaneció sentado frente a la pantalla incapaz de hilar un par de palabras. Miró las notificaciones del correo que  habían disminuido de una manera drástica, la inmediatez de la comunicación simultánea, pensó, vuelve anacrónicas las herramientas que permanecen fuera de un teléfono celular.
Sin quererlo, llegó sin dificultades la imagen de su antigua máquina de escribir. Una Lettera 22 que su papá le había regalado en su último año de primaria. Escribir en ella nunca era un acto privado. Las palabras conformaban una doble sonoridad. Una instantánea, con los golpes de las teclas y la que otorgaba una casual, casi eimposible lectura. “Querer tranquilizarme contra una Lettera 22, cuando Luciana está tirada allá y es inútil”, recordó también las primeras líneas de un cuento de Piglia.
Volvió la vista a su cama. Las sábanas abultadas y la iluminación indirecta le hicieron ver el cuerpo de Laura recostado de espaldas a él. Recordó también que Laura rara vez dormía de lado, decía que durmiendo así no descansaba sus hombros.  La había visto dormir muy pocas veces, dos, quizá tres. Siempre boca arriba, con los labios entreabiertos.
En el librero, aún permanecía la fotografía que le había tomado a Laura en su recámara una tarde de año nuevo. Hizo la toma con la tenue luz de una vela aromática que temblaba en el buró junto a su cama. “¿En verdad soy así, siempre salgo de las sombras?”, le había preguntado alguna vez Laura al ver la imagen. “No, pero hasta las sombras necesitan de una luz para afirmarse” respondió Marcos. “Quédate con ella”, le pidió Laura mientras sonreía quién sabe por qué.
Laura”, dijo Marcos en voz baja, como justificando el recuerdo. Por fin escuchaba la razón de esta interrupción de la noche. Apagó la computadora, el sonido del ventilador y el crujir de la pantalla dieron paso a un silencio que no se cansaba en repetirse.
Caminó de regreso a la cama. Las sábanas parecían haber tomado una nueva tersura. Antes de cerrar los ojos. Marcos escuchó un zumbido extraño, una especie de aleteo que, de tan tenue, revolvía la noche completa.
Se levantó y encendió la luz. Una mariposa nocturna se agitaba sin reserva sorprendida por el destello del foco en espiral. Marcos apagó la lámpara y corrió la cortina para dejar entrar la luz color ámbar del alumbrado público. La mariposa voló hacia la  ventana. Chocó un par de veces antes de encontrar el vidrio de la ventila abierta. Pronto la perdió de vista. A lo lejos se escuchaba el ruido incontenible de una sirena, alguien, en algún lugar,  tenía otra emergencia.

fp


Ciudad de México, Julio 2014.

La suficiencia de las sombras

A la mujer que sólo existe
en la oscuridad de una instantánea 

En 2009 el gran Josė Emilio Pacheco publicó su versión del Cantar de los cantares, libro sagrado del Viejo Testamento y uno de los más hermosos poemas que se hayan escrito siempre. Generoso y exacto como lo es JEP (de él siempre hablaremos en presente) nombra su trabajo sencillamente como una aproximación. José Emilio nos recuerda que además de una alegoría de la unión de Dios con la iglesia, el Cantar de los cantares es una maravillosa exaltación del deseo, la pasión, el amor y el erotismo.
Cometiendo una falta que estoy seguro es imperdonable pero no tanto, me detengo en la cubierta del libro. Creo que no es casual que en ella se encuentre una reproducción de Entrando en la noche, obra de Francisco Toledo.
Hablando de lo aparente, según éste intentalíneas, las figuras que destacan en la oscuridad para ser devoradas nuevamente, por plena voluntad, llevan un paso sigiloso, como si temieran despertar al silencio o a las sombras. Entrar en las noches es entrar en otro tiempo cuyo ritmo no está regido por horas sino por sueños o deseos, cuando no son la misma cosa y aunque no lo sean.
En El Cantar de los cantares, muchas de las escenas tienen por telón las alas de sombras de la noche, los jardines dormidos, una alcoba nupcial. Sin la suficiencia de las sombras sería imposible comprender los lenguajes que el cuerpo reserva cuando, por obligación, los demás sentidos están obligados a estimularse, a crear la memoria de lo que a los ojos se ha negado.
El fulgor de los diálogos, las confesiones, las complicidades entre los recién desposados, hacen que las sombras se vayan ocultando entre la piel y la noche. La oscuridad necesita reafirmarse con la luz que de repente surge hiriendo su imperturbable tranquilidad. Eso es lo que hacen los amantes, reafirmar la oscuridad con la flama de su deseo (la oscuridad transfigura el espacio, agranda las distancias – en el universo de Canek, Abreu Gómez nos dice que caminar un tramo de diez pasos de día, requiere veinte de noche- y aproxima las ausencias -"Te doy una canción si abro una puerta, y de las sombras sales tú" confiesa Silvio sin reservas).
En la oscuridad, lo más sencillo toma dimensiones insospechadas. Así, una marca o un lunar vuelven familiar una piel que pensábamos anónima y de pronto se convierte en una versión de la tierra prometida. "Ponme como sello en tu corazón, como marca en tu brazo" dice la Sulamita en uno de los versos.
En el deseo, la luminosidad es un momento que, tal vez, sólo pretende otorgar la orientación a la deriva incorregible, el breve destello que nos confirma que un abismo está cercano. 
Mario Benedetti, nos recuerda lo imprescindible que es tener cerca una mujer desnuda en la oscuridad. En la dudosa eternidad de lo invisible, una mujer desnuda y en lo oscuro, se erige como la realidad que otorga al mar un faro distante, como una palabra en el silencio, como una señal en la piel. Tampoco creo que sea casualidad que algunos de los símbolos cartográficos de la piel sean lunares. Aunque debiera, no repararé en la etimología, otra vez quedando en lo evidente, es curiosos pensar en una marca oscura, una memoria imborrable, inspirada en el símbolo luminoso por excelencia (antes de los torrentes eléctricos), la luna. Los lunares orientan las caricias aunque se dirijan al sur.


Entrar en la noche puede ser un acto casi ceremonial o definitivamente suicida, tan indispensable como salir de ella. La noche y el deseo vuelven a nombrar las cosas, quizá por eso siempre es debido despertar, regresar al estado de latencia originaria donde siempre, a pesar de todo, el cielo, ese paraíso prometido, se abisma en las más oscuras profundidades de la noche.

sábado, 5 de julio de 2014

Para mi mar



Díme mujer dónde escondes tu misterio
Tomás Segovia



El paraíso se crea inmediato
Apenas tu voz lo nombra.
Las sombras 
Que duermen en las sombras
Se convierten en telones
Que cobijan una noche
Donde coinciden mis ojos
Y tu generosa casualidad.
Habla la belleza en tus pupilas
Su mejor y único lenguaje
Amanecen por instantes
Tus ojos de jade y cielos.
Acercas horizontes con tus labios
Y llueve la marea sobre tus hombros.
Tu piel es un mapa del cielo
Trazado de constelaciones misteriosas.
Eres el único mar
Que hace con su oleaje la memoria
Que llega descalzo en la arena
Y que nunca contendrán las caracolas.

fp
Ciudad de México
Julio, 2014.


Ojos que no ven

El cuento que se incluye a continuación es un ejercicio de escritura a cuatro manos con mi querida amiga Flor de Lis RIvera. Si encuentra vida en las líneas siguientes, Lis es la culpable.


Por Andrés Guillén y Flor de Lis Rivera*.
I
“Tiene un tatuaje en la espalda baja”, pensé en responder pero bajé la mirada sin decir nada. La imagen del trazo, las vueltas, las líneas, hacían del dibujo una caligrafía incomprensible para alguien que no fuera iniciado en el rito de su piel que era una especie de auto de fe.
No quise decir su nombre porque de todas las mentiras que me había dicho, quizá aquella era la más evidente. Habíamos estado juntos las últimas horas en la incomodidad de los asientos de un autobús de línea económica  mientras abrían la carretera de regreso a la Ciudad. La temporada de lluvias antes del invierno había dejado tan floja la tierra de los cerros que bordeaban la carretera que los deslaves se podían contar tanto como las horas de inmovilidad fastidiosa.
Me dirigí a ella con el pretexto de maldecir las lluvias de la noche anterior, el calor sofocante y las horas sin medida que se desgranaban ante nosotros. A pesar de mis argumentos, lo único que pude sacarle fue una sonrisa rutilante que le hacía levantar un poco el labio superior del lado izquierdo.
El pelo negro sujeto con una cola detrás de la nuca lo sugería muy largo y, tal vez, me hizo desear verlo sin la cinta que lo ataba, seguramente le habría caído sobre los hombros y tal vez más abajo. Viajaba sola aunque no recuerdo en dónde había abordado. Al salir de la estación su asiento estaba vacío. Estuve dormitando un par de horas y cuando desperté ya ocupaba el asiento a mi lado. Usaba un perfume dulce y poco discreto. Sobre las piernas descansaba lo que después supe era su único equipaje, una bolsa de tela color gris. No alcanzaba a cerrar del todo, pude ver dentro una coneja de peluche color rosa.
Tenía una voz ronca que armonizaba perfecto con su mirada densa, profunda. A las risas siguieron monosílabos y después charlas inconexas sobre cualquier tema que nos alejara de la carretera que se había convertido en un inmenso estacionamiento.
Avanzamos cuando comenzaba a atardecer. El trayecto después de ella se había convertido incomprensiblemente breve. En lo que me parecieron pocos minutos entramos al patio de arribos. La ayudé a descender tomándola de la mano que estaba muy fría. El tacto de su piel era un poco rasposo, quizá sus labores eran muy manuales. A pesar de ello, sus uñas estaban cuidadosamente arregladas, cubiertas con esmalte trasparente.
Fue en ese momento cuando la blusa blanca sin mangas que vestía se levantó un poco dejando ver la parte baja de su espalda descubriendo un tatuaje de formas intrincadas. El dibujo era demasiado sugerente, parecía terminar en una punta que señalaba hacia abajo. Me sorprendió mirando sus nalgas a través de los vaqueros desgastados.
Nos despedimos. Dijo que viajaría al poniente de la Ciudad y me alegré de esa coincidencia de rumbos. Me ofrecí a llevarla en el taxi que tenía planeado abordar para llegar a mi destino. Mentí. Yo llegaría a un hotel en el Centro y había pensado viajar en el metro.
Se despidió de mí. Sorprendentemente me rodeó con un abrazo que me dejó impregnado el olor de su perfume en el cuello de la camisa. Mientras se alejaba caminando pude ver, otra vez, el dibujo incompleto del tatuaje mal cubierto por la blusa y los vaqueros.
Antes de abordar el metro decidí comprar en un kiosco el periódico, un café frío y un pan espolvoreado con azúcar impalpable. Cuando llegué a la caja para pagar el consumo no encontré la cartera. En su lugar, un navajazo preciso en la bolsa de la chamarra, donde también habían estado mis llaves y la dirección del despacho de Juan Palacios, el licenciado al que venía a ver por recomendación de mi prima Estela.
Declarar el robo de mi cartera ante un agente somnoliento y una secretaria gorda que tenía el cabello desteñido por peróxido me tomó más tiempo que la lógica y el cansancio del viaje podrían haber sugerido. El agente hablaba como si sus labios pesaran tanto como el abdomen de su secretaria. “¿Alguien se acercó a usted en algún momento, tanto para haber hecho esto? Podemos pedir los videos de las cámaras. ¿Alguna descripción?”.
La imagen del tatuaje en mi mente no dejaba lugar para articular alguna palabra que no fuera más que un “No” definitivo. La secretaria me dio una copia del acta y me pidió “para el refresco”. Dejé en el escritorio mi único billete de veinte pesos. El agente extendió su mano y me dio un boleto del metro. Cuando salí, la ciudad navegaba ya a la deriva de la noche.

II
‒ Ya deja de hacer eso, pinche Leslie, un día sí te van a agarrar y te van a meter una santa madriza que...Bueno, ¿y ahora para cuánto te alcanzó?
‒ Pues con eso ya no salgo en dos días: Quinientos pesos.
‒ ¿Por dos días te arriesgaste así? ¡No mames! Ya te dije que yo sé cómo hacer que te vayas a la segura. Te tiran esquina cuando te toca, pero sí tienes que entregar una cuenta porque si no...
‒ No. Ya te había dicho que eso no. Se trabaja hasta muy tarde.
‒ Pues es que en la noche te va mejor. A ver, ¿qué haces en esa pinche Alameda con puro viejo mañoso y maricas? Si te vas a aventar, no le estés jugando al vivo. Ahorita la situación está bien gacha. La otra vez don Héctor me estaba platicando que allá por donde luego tú te vas, han desaparecido muchas mujeres, que la otra vez encontraron a una en Coyotepec. ¡Ay, manita, jálate conmigo! Acá, si se quieren poner sabrosos o vivarachos, los zapatazos les llueven a los cabrones como arroz en una boda.
La otra vez Martha le alcanzó a dar a uno con el tacón (¡uno del diez, mana!). Le pegó en la mera cabeza porque le pellizcó una chichi y quería darse a la fuga; así que entre las dos le estábamos dando en su madre hasta que el pelón ese sacó cuete y cortó cartucho. Bueno, manita, pues que la Martha y yo nos vamos echas la mocha rumbo a la Guerrero, pero ella tuvo que correr descalza porque la otra zapatilla se la quedó ese cabrón. A ver dime, Leslie, ¿él para qué iba a querer un zapato? Nomás pura maldad. La pobre hasta caca de perro pisó.
Ya cuando llegamos a la calle Camelia, Martha andaba chille y chille diciendo “¡Mis zapatos, Chilia, mis zapatos!”. Y yo le dije: “Ya Marthita, tranquila, gracias a Dios no nos plomeó el ojete ese”. Pero ella seguía en la chilladera. Hasta que me cansé de tanto berreo y que le digo: “¡Ya chingá, todo por unas pinches zapatillas!”, y que me dice “¡Pendeja! Son los que me había dado Ruth”.

Leslie escuchaba con impaciencia a su interlocutora, con un ánimo nada preocupado por disimular el enfado que producía el monólogo de su compañera, que prosiguió el relato de su persecución.

‒...ahí fue cuando agarré la onda. Ruth ya no aguantó que la vida a veces fuera tan cabrona con ella y tomó su decisión. Esos zapatos se los regaló a Martha en son de despedida, “Me los compré en La Luna, chula. Úselos cuando se ponga su vestido azul rey que tanto le gusta”.
Bueno, te cuento todo esto para que veas que entre nosotras nos cuidamos, porque...
‒ ¡Ya, Cecilia, me estás mareando, chingá! Ya cállate tantito. ¡Eso ya me lo has contado como cuatro veces!
‒ Oh, pues yo nomás decía, porque eso del metro, la Alameda y los camiones está cabrón. Te arriesgas mucho y luego le ganas re poquito. A ver, ¿y si te entamban?
‒ Yo siempre me cuido y elijo a quiénes podría acercarme. En el metro es muy fácil, pero hace mucho calor; por eso prefiero el camión, además de que es más seguro.
‒ Oye, y a todo esto, aparte de los quinientos, ¿qué más traía el pobre güey?
‒ Sólo la cartera con identificaciones que ya tiré, y unas notas. Creo que el tipo es de esos quesque escritores. Hasta me sentí mal porque se portó buena onda, ¿por qué Juan no es así?
‒ Porque le interesan más los parabrisas y el tiner, antes que tú. Ya te lo he dicho y no me haces caso.
‒ Él me quiere.
‒ Él sólo quiere no dormir en la calle con todos los borrachos de la Plaza de La Soledad, no nos hagamos pendejas. Pero a ver, enséñame las hojitas que dices.

En lugar de alcanzarle el pequeño montón de hojas cuidadosamente dobladas y con manchas de suciedad en los pliegues, Leslie se aprestó a leer en voz alta algunos aforismos sin rúbrica.
Horas antes, tras perpetrar el hurto, se alejó rápidamente de la central y se metió a los baños de un restaurante de comida rápida para hurgar entre las bolsas divisorias de la cartera de piel color café. Leslie se había convertido en una diestra carterista y disfrutaba imaginar las vidas de sus víctimas a través del contenido de sus bolsos o carteras. En sus dos años de trayectoria, había divagado sobre vidas ajenas gracias a las pertenencias robadas que superaban la veintena. Nunca le había tocado robar a un escritor, de modo que luego de arrojar las credenciales al cesto de basura, guardó el dinero en sus calcetines y metió las notas en las bolsas delanteras del pantalón. Consumando el robo con el plagio de las letras, a las que negó el mismo destino que las tarjetas, Leslie sacó su delineador de ojos color negro y pintó en la pared que sostenía el retrete una de las frases que encontró: “A veces el recuerdo necesita madurar en las sombras”.
Ahora que Cecilia solicitaba el préstamo de las notas, Leslie aprovechó para leer en voz alta aquellos pensamientos con caligrafía a veces ininteligible.

‒ “¿Qué monstruo del olvido te va devorando poco a poco?”. Ésta va a gustarte, Ceci: “Eran su silencio y su sombra el sello, la marca, el anuncio de su territorio. Decían que olía así, a perfume barato, huele a puta, también decían. ¿A qué huele una puta?, pregunté y nadie me otorgó jamás una respuesta que justificara aquello”.

Cecilia frunció el seño mientras esbozaba una ligera sonrisa y le pidió a Leslie que le dejara ver aquel papel. Leslie accedió, añadiendo “Es un cuento, se llama 'En la esquina de la ausencia'”. Cecilia leía en voz baja mientras repetía las palabras en silencio, y usaba su dedo índice como guía de lectura.

‒ Órale, Leslie, a éste le gustan como yo. Yo creo que no te chingaste a un jodido, ¿eh? Sino a uno de esos hombres de dinero a los que les gusta sentirse pobres, como si eso fuera algo de mucho orgullo. A mí por lo menos no me gusta. Oye...¿y se dió cuenta?
‒ Pues claro que no, ¡ni que me viera igual de espaldona que tú!

Cecilia dejó escapar una risa estridente. “Ay, cabrona, esto ‒añadió enfatizando en “esto” mientras dibujaba con sus manos el contorno de su torso‒. Es-to te cuesta trescientos varos”. Leslie, ya con mejor humor comenzó a reir al tiempo que dejó caer su mano con brusquedad en la entrepierna de Cecilia que, ocultaba un miembro viril involuntariamente estímulado por el contacto con la mano de Leslie. “¡Ouch! ¡Oye, me vas a dejar sin hijos!”, objetó con un guiño que le imprimió sorna a la queja.
Entonces Leslie se incorporó y fue hacia el espejo para despojarse de la liga que ataba su cabello; enseguida cayó hasta la espalda baja una abundante cabellera café oscuro hecha a base de extensiones e injertos.

‒ Ahorita regreso, “mujer”, dijo con ironía. Voy por unos rastrillos.

Al momento, se escuchó el portazo tras de sí y Leslie salió del pequeño departamento ubicado en una vecindad de la calle Estrella, en la Colonia Guerrero. Cantando a cappella“Que nadie sepa mi sufrir”, la voz y los pasos de Leslie se oían cada vez más distantes conforme bajaba por las escaleras con un morral gris colgado al hombro.

Visítela en su blog. Le va a gustar.

sábado, 19 de abril de 2014

Viernes santo


Y la tierra tembló, y se partieron las piedras. Y los sepulcros se abrieron,
y los cuerpos de muchos santos, que habían muerto, resucitaron.
Evangelio según Mateo. XXVII, 51 y 52.


También ese viernes Lucio Contreras se levantó a la misma hora de todos los días, lo supo,  aunque el reloj en la pared de la sala estaba detenido. Caminó descalzo hasta el baño, el suelo estaba fresco, tan agradable que se quedó parado un momento más después de haber orinado profusamente en la cerámica.
En el espacio donde antes estaba el espejo se despellejaba la pintura, quizá por causa de la humedad y el salitre.   Ese pequeño lunar de pared mostraba sin recato la edad incalculable de la casa que se mantenía en pie por puro milagro. Caminó a la cocina. La cajetilla de los cerillos se sentía húmeda al tacto, quién sabe por qué. Aun así, con una mecha encendió la hornilla y la amigable luz de una flama azul alumbró la oscuridad que no se había ido del todo de ese rincón de la casa. El pocillo con un poco de agua pronto agarró calor.
Mientras, como todos los días también, desprendió la hoja del calendario que cada año le regalaba Don Luis Basurto, propietario de “La buena ventura” una miscelánea de la que Lucio Contreras había dejado de ser cliente regular. Aun así, cada año se hacía presente cada doce de diciembre para comprar cerillos o cigarros o cualquier cosa y recibir el calendario para el próximo año.
“Viernes santo” pensó Lucio. Tomó un trapo seco que colgaba de un clavo cerca del fregadero y sirvió el agua en una taza decorada con flores azules, con ese caer milagroso, el agua entre el vapor que le llegó a la cara  terminó de despertar.
Bebió sin azúcar el café. No había. Tomó la taza y una silla y se instaló en el comedor. Ya en la mesa observó que el reloj estaba detenido, pero sabía que no era tarde. No se había asomado aún, pero el día afuera ya estaba desbordado de sol. Bebió a sorbos lentos como acostumbraba. Sobre la mesa, la lata de las galletas que descubrió vacía al quitar la tapa jalando con las yemas de los dedos, justo como lo había hecho la noche de ayer y la mañana anterior.
Cuando vació de a poco su taza, Lucio Contreras se levantó y regresó a la recámara para calzarse. Apreciaba sus zapatos de piel café recién lustrada a pesar de las grietas que ya competían con las arrugas de su cara. Ató con fuerza las cintas hasta hacerlas rechinar.
Avanzó al baño nuevamente para lavarse la cara y peinarse con la gomina que conseguía a veces en la Farmacia París. Se peinó tentándose el pelo para confirmar que también en sus canas la noche había pasado.
Encendió el receptor de radio. Una locutora de voz chillona e inflexiones inexplicables anunciaba boleros. Lamentó que no existiera más aquella estación donde el Observatorio Nacional desgranaba los días minuto a minuto entre mensajes comerciales.
Una grabación anunció la hora entre un bolero de Álvaro Carillo y la publicidad de un candidato a diputado del partido en el gobierno. Caminó hasta el reloj y tras darle cuerda, fijó la hora que había escuchado agregando dos minutos. Con el índice empujó el péndulo para hacerlo avanzar.
Como en otros años, esperaba hoy la visita de doña Ema, temprano, una escala obligada antes del viacrucis de la parroquia del barrio que iniciaba antes del mediodía. A pesar de la invariable negativa, Doña Ema no perdía la esperanza de que algún santo a los que se encomendaba y dedicaba buena parte de su pensión traducida en veladoras, le concediera el milagro de ablandar el corazón del viejo Lucio Contreras.

No se explicaba cómo un hereje como él pudiera ser el guardián de tan maravilloso portento celestial. “Es un milagro, ¿no lo entiende?”, había reclamado Doña Ema el año pasado antes de salir, enojada como todos los demás años al escuchar el silencio y las blasfemias que lo rompían en la casa de Lucio Contreras.
La cosa no tenía nada de especial. La tarde aquella en que regresó del panteón porque había muerto su mujer, Malena Olivares, y la habían enterrado, Lucio decidió no llorar más. Había tomado una escoba y barrido pisos, lavó vidrios, vació roperos, lustró zapatos. Parecía que su casa era un universo que había permanecido en invisible desorden y que estaba dispuesto a restaurar antes del anochecer. Pero no fue así y la noche y el cansancio lo sorprendieron cambiando las sábanas de la cama. Esa fue la última noche que Lucio soñó a Malena.
En la mañana del día siguiente Lucio de levantó tempano y avanzó descalzo hasta el baño. Al entrar Lucio descubrió en el espejo una mancha trasparente. Arrancó un trozo de papel que mojó y frotó sobre la superficie que permaneció invariable. Con la punta de una toalla empapada en alcohol tampoco pudo desmanchar el espejo. Dejó eso aceptando una nueva derrota.
Al otro día, la mancha del espejo había conformado una imagen familiar. El rostro de Malena con los ojos cerrados y la boca entreabierta. La imagen no era firme, parecía una sombra descolorida. Lucio pensó que aquello era como mirar las nubes. Después de un rato las figuras aparecen aunque no existan. Descolgó el espejo y lo guardó en el ropero, entre un suéter de estambre verde oscuro y una chamarra de mezclilla a la que se le habían caído los botones.
Por la noche volvió a revisar el espejo. Con la luz artificial de los focos incandescentes, la forma parecía saltar de la superficie del vidrio, se delineaban los contornos. Una fotografía hecha por la sombra y no por la luz se había grabado en la cara del cristal. Por primera vez Lucio se sintió atemorizado.
En la mañana del otro día, Lucio Contreras olvidó su rutina y fue a buscar al padre Hugo, párroco del templo del barrio para relatar al detalle aquella aparición. El padre Hugo lo escuchó sin mucho interés al finalizar la misa de siete. “La iglesia es muy reservada con estos eventos que la gente llama milagros”. Sin sotana, el padre Hugo parecía trabajador de dependencia de gobierno. Puso en su muñeca un reloj de carátula nacarada y un anillo con una piedra verde demasiado vistosa.
Lucio Contreras especificó que al hablar de aquello, no se refería a un milagro. La muerte que se ancla al mundo le parecía que, tal vez, tenía muy poco de celestial. La poca religiosidad de Lucio tampoco le hacía sospechar de un milagro a la inversa. La mitad de las dudas de la fe le pertenecían a Dios. La otra mitad al Demonio.
Antes de salir lo atajó una mujer de edad indefinible y velo de encaje a la cabeza. Se disculpó por haber escuchado su plática con el padre Hugo. Juró que había sido testigo de milagros similares, apariciones marianas en objetos variados pero nunca en un espejo. Al escuchar estas palabras Lucio Contreras supo que se había equivocado de lugar para reclamar oídos a un delirio que debió de permanecer en el rincón de su ropero.
Lucio llegó acompañado a casa de la mujer que en algún momento se había nombrado Ema, al menos eso recordaba. La mujer se había descubierto la cabeza en algún momento, chocaba con fuerza los tacones contra el suelo. Tenía brazos gruesos y casi cerraba los ojos al sonreír.
El espejo con la imagen de Malena estaba sobre la mesa del comedor, junto a la ventana del patio. Ema de inmediato se cubrió la cabeza y comenzó a mover los labios como si hablara de prisa, pero lo hacía en silencio, pues ningún sonido salía de su boca, entre los dedos escurrían las cuentas barnizadas del rosario de madera que Lucio no vio en dónde portaba y en qué momento lo había sacado.
Al ver aquello Lucio Contreras tornó en cólera y le gritó que esa imagen no tenía nada que ver con la virginidad religiosa, que era el rostro de su esposa muerta, esa con la que solía fornicar sin pedir perdón ni siquiera en días de guardar, fuera semana santa o domingo al mediodía.
La señora Ema se sintió ofendida al escuchar esas palabras. Se sonrojó y apretó los puños. Avanzó al espejo y lo rayó con el crucifijo del rosario. Al ver que la imagen del rostro no aparentaba ser una impresión justificó su coraje contra Lucio. Dijo que el espejo debería ser expuesto a la iglesia para venerarle.
Lucio Contreras trató de calmarse y volver a explicar que acudió a la parroquia como habría podido ir con Nacho el dueño de la pulquería “La rosa de los vientos” o con Fito Torres, hábil mecánico y soldador, maestro con la pistola de acetileno. No anunciaba un milagro sólo compartía un extraño desconcierto que había comenzado a incomodarle.
Con el tiempo, ellos y otros amigos visitaron a Lucio Contreras para testificar la aparición del espejo pero tristemente todos compartieron la idea de que aquello tenía su explicación en las sinrazones de un milagro y trataron de convencerle para que se le construyera un adoratorio público con la cooperación espontánea y popular de los testigos de aquél portento inexplicable.
La invariable negativa de Lucio Contreras fracturó la cordialidad con los vecinos y lo fue aislando poco a poco. Poner silencio de por medio ocasionó habladas que se replicaban incontenibles. Pronto, Lucio fue identificado como un fanático religioso y egoísta.
Sólo la señora Ema visitaba a Lucio con recurrente familiaridad. Se había impuesto la misión de regalar a la comunidad ese milagro, la única manifestación celestial (además de las granizadas de abril) en ese barrio de la Ciudad. Primero comenzó a visitarle los domingos después de la misa de seis. Sin embargo no fueron pocas las veces en que Lucio se ausentaba para evitar esa coincidencia forzada. La insistencia de Ema se fue desgastando y espació las vistas a meses y después a una sola vez al año. La mañana del viernes santo.
Los días se acabaron y pocos fueron los contactos con la gente. El ánimo religioso terminó pero la fama de anacoreta ya se la había ganado no con gran esfuerzo. Cada viernes santo, la señora Ema trataba de convencerlo de exhibir la santa manifestación a una comunidad, así lo dijo, cada vez más alejada de la mano de Dios. Aunque ya sabía la respuesta, la Señora Ema no cejaba en su empresa. Pedía ver el espejo. Se persignaba ante él y se iba para regresar puntual el otro año.
También esta mañana el calendario le recordó que la Señora Ema se dejaría ver como siempre desde entonces. Pero el reloj recién encordado dio cuenta de minutos, y Ema este año no llegó.
Antes de decidir qué hacer con el hueco que le dejaba esa ausencia en su día recién comenzado, un temblor le recordó a Lucio Contreras que a las moscas se les asusta agitando la mano. Las lámparas comenzaron un vaivén incontenible por largos instantes mientras las puertas secundaban ese necio movimiento involuntario. Cayó un libro de la repisa arrastrando en su camino al suelo un par de marcos con fotografías viejas.
En la recámara el ruido de un vidrio al caer y romperse anunciaba el fin de aquél ensayo del fin del mundo. Una vez, hacía mucho tiempo, Malena le había confesado, “No me gustan los temblores porque hacen que me mueva sin quererlo. Con los temblores me duele la cabeza”.
Antes de entrar a la recámara fue a buscar la escoba y una hoja del periódico de antier.

Ciudad de México, 18 de abril, 2014.