lunes, 10 de marzo de 2014

El olvido imposible


A Carmen Sevilla,
el olvido imposible.


¿Qué elementos debemos tener para hablar de la memoria personal o colectiva? Podría aventurarme a decir algo o quizá más atinadamente a quedarme callado, con nada que decir si no es la exclusiva experiencia personal. ¿Cómo se reconstruye un pasado, bajo qué perspectiva y con qué intención? Preguntas a las que tampoco me aventuro a esbozar una respuesta y que, por el contrario dejo abiertas en afán de enriquecer el diálogo con quien esto lee acaso por casualidad o mala suerte.
Los asomos a otras épocas que no nos tocaron vivir, me refiero a mis contemporáneos, me dejan siempre como secuela la intención de remontar los días y encontrar en el presente sus huellas para saber que compartimos mucho más que el espacio físico.
Trivial como suelo ser las más de las veces, éste asomo llegó por medio de una película realizada en éste México lindo y herido en el año de 1953 y protagonizada por Pedro Infante. En el libro “Las leyes del querer”, Carlos Monsiváis afirma que fue el cine quien proporcionó a la vida real y cotidiana de arquetipos y modelos vivenciales y no al revés. Para un servidor nacido a finales de los años setenta, esta mención no puede ser considerada más que verdadera.
En un ideario personal, el romanticismo tiene ecos de tríos y boleros. La masculinidad nacional se enfunda en trajes de charro con botonadura plateada, no hay festejo o pena de amores que no destile humos de tequila o aguardiente. La pobreza es una conquista genética, resignada, una especie de martirologio apenas cuestionado, de la vida eterna en el reino celestial que, se jura, no es de éste mundo.
Como es mucho más interesante la idea del tiempo cíclico y no lineal, la memoria nos otorga una manera de anticipar el hecho por venir, una especie de vaticinio, una experiencia o sencillamente un punto de referencia. El olvido condena irremediablemente.
A la memoria personal, es necesario también incorporar la memoria colectiva, esa en la que convergen todos los otros que acompañaron el camino por diversas rutas en otros tiempos y que hacen del pasado una experiencia representativa y necesaria en el ejercicio del recuerdo.
Esta vez el recuerdo llegó desde la reiteración casi obcecada de la televisión comercial mexicana, triste lugar para ejercicios de memoria o recuerdo como el que ahora intentamos, donde la inmediatez y lo desechable tienen su clímax estructural.
Desde hace años, la televisión nacional no ha dejado de apuntalar la figura mítica y casi religiosa, merecedora de devociones públicas o inconfesables, de Pedro Infante (1917-1957) con la reiterada transmisión de sus películas, particularmente los fines de semana donde la oferta de entretenimiento no satisface el tedio de la inacción y la infidelidad a los partidos de la liga nacional de fútbol.
Debido a ello, desde que la memoria personal de quien esto escribe funciona digamos de manera al menos regular, la cita con la liturgia Infantesca ha sido completa y sin demora. Además de la televisión y mi poca afición a las competencias deportivas, la radio terminó de completar el sound track de esta parte del recuerdo. “Radio sinfonola” en la A.M. además de convocar a los devotos de fe inquebrantable, adquirida o heredada, exigía despertar temprano y tener la disposición de escuchar como bienvenida al amanecer la vihuela y la trompeta de los integrantes del mariachi Vargas.
Nada puedo decir de la filmografía de Infante que no se haya dicho y de mejores maneras, no esa la intención, sólo intentaré unas líneas derivadas de ver y escuchar, otra vez, una de sus películas.
En “Gitana tenías que ser”, una especie de comedia romántica indefinible, acompaña al protagónico de Infante la actriz, cantante y bailarina Carmen Sevilla (María del Carmen García Galisteo, Andalucía, España, 1930). Es en ella o más bien a causa de ella el origen de esta entrada.
Como resabios machistas que aún no hemos podido remontar, mi padre y yo además de comentar el trabajo actoral, solemos reparar un poco en la belleza, tan subjetiva como es, de las actrices que surgen de la magia electrónica de nuestra televisión de 30 pulgadas. Él dirigió mi atención a la Carmen Sevilla de 1953 que aparece en este filme: “¿Ella tampoco te parece hermosa?”, pregunta. “Desde luego que sí”, respondo sin vacilar. El “tampoco” obedece a las divergencias que hemos sorteado a causa de Martha Mijares, Elsa Aguirre, Blanca Estela Pavón, Rita Macedo, Estela Inda y un nutrido etcétera que no comentaremos ahora o tal vez nunca.
No repararé en la historia, los aspectos técnicos o las opiniones al mismo, seguramente hay un millón de sitios en la red que lo hacen de manera más atinada.
Quien sea un ocasional espectador de los trabajos de Infante sabrá que no es éste el mejor de ellos (el término “mejor” también lo dejo abierto a discusiones u opiniones para quien quiera trabarlas con el que esto escribe en otro momento). El personaje que interpreta Infante (Pablo Mendoza) es el más ambiguo e indefinido que le conozco. El mariachi convertido en actor, malhumorado y soez que tratan de representar, se desdibuja entre un son veracruzano y las canciones de despecho muy a la "viva Jalisco". Cierto que a Infante se le conocen personajes de “indeseable malo de la historia" pero, creo yo, no son de los más recordados por la mayoría de sus feligreses, me vienen a la memoria el personaje de Carlos Iturbe en “Ansiedad” y de Víctor Valdés en “Escuela de rateros”.
En la indefinición de Infante en  “Gitana tenías que ser” y de una historia poco lograda (la película en la película), los estereotipos que se suceden escena tras escena, la belleza y gracia de Carmen Sevilla (Pastora de los Reyes) se sobrepone y llega a ser lo verdaderamente rescatable en esta cinta.
El personaje de Carmen Sevilla no se queda en lo figurativo o decorativo, no obstante que en el filme su belleza es incuestionable, al ser una historia cargada al lado de la comedia los contrastes son imposibles en la monocromía de sentimientos y personalidades. Las escenas que convocan a las lágrimas son tan endebles que las borra una secuencia posterior que tiene en la tibieza a su mejor representante. A pesar de ello y en el contexto del filme, Carmen hace lo propio de una manera mucho más que memorable.
En una extraña secuencia, la película de la película tendrá por locación la zona arqueológica de Teotihuacán. En incomprensible acto reivindicatorio de la mexicanidad con traje de charro, el contraste de los edificios y templos prehispánicos y la figura de Carmen Sevilla recuerdan un poco la materia de la actualidad, del mestizaje que aún está en busca de identidad ahogado en un universo de símbolos. La suerte figura como otro elemento de acercamiento, oculto en inscripciones y glifos en la piedra, el iris, la quiromancia o los micrófonos de alta fidelidad , el oráculo erige sus sentencias a ritmo de flamenco.
Convenientemente indiferentes a la suerte y al destino o tal vez subyugados por la sofocante presencia, hemos olvidado el porvenir, dejando en otras manos los despertares cómplices de futuros inmediatos. No es que no tengamos suerte, parece que la hemos delegado.
Dicen algunas fuentes que Carmen Sevilla padece Alzheimer desde hace algunos años. En figuras como ella o como Infante, el olvido nunca es definitivo ni tampoco es una opción. Forman parte de la memoria personal y colectiva de quien ha visto una película y se ha dejado invadir por el recuerdo de otros tiempos que no le pertenecen.