Y la tierra tembló, y se partieron las piedras. Y los sepulcros se
abrieron,
y los cuerpos de muchos santos, que habían muerto, resucitaron.
Evangelio según Mateo. XXVII, 51 y 52.
También ese viernes Lucio
Contreras se levantó a la misma hora de todos los días, lo supo, aunque el reloj en la pared de la sala estaba
detenido. Caminó descalzo hasta el baño, el suelo estaba fresco, tan agradable
que se quedó parado un momento más después de haber orinado profusamente en la
cerámica.
En el espacio donde antes estaba
el espejo se despellejaba la pintura, quizá por causa de la humedad y el
salitre. Ese pequeño lunar de pared mostraba sin recato
la edad incalculable de la casa que se mantenía en pie por puro milagro. Caminó
a la cocina. La cajetilla de los cerillos se sentía húmeda al tacto, quién sabe
por qué. Aun así, con una mecha encendió la hornilla y la amigable luz de una
flama azul alumbró la oscuridad que no se había ido del todo de ese rincón de
la casa. El pocillo con un poco de agua pronto agarró calor.
Mientras, como todos los días
también, desprendió la hoja del calendario que cada año le regalaba Don Luis
Basurto, propietario de “La buena ventura” una miscelánea de la que Lucio
Contreras había dejado de ser cliente regular. Aun así, cada año se hacía
presente cada doce de diciembre para comprar cerillos o cigarros o cualquier
cosa y recibir el calendario para el próximo año.
“Viernes santo” pensó Lucio. Tomó
un trapo seco que colgaba de un clavo cerca del fregadero y sirvió el agua en
una taza decorada con flores azules, con ese caer milagroso, el agua entre el
vapor que le llegó a la cara terminó de
despertar.
Bebió sin azúcar el café. No
había. Tomó la taza y una silla y se instaló en el comedor. Ya en la mesa
observó que el reloj estaba detenido, pero sabía que no era tarde. No se había
asomado aún, pero el día afuera ya estaba desbordado de sol. Bebió a sorbos
lentos como acostumbraba. Sobre la mesa, la lata de las galletas que descubrió
vacía al quitar la tapa jalando con las yemas de los dedos, justo como lo había
hecho la noche de ayer y la mañana anterior.
Cuando vació de a poco su taza,
Lucio Contreras se levantó y regresó a la recámara para calzarse. Apreciaba sus
zapatos de piel café recién lustrada a pesar de las grietas que ya competían
con las arrugas de su cara. Ató con fuerza las cintas hasta hacerlas rechinar.
Avanzó al baño nuevamente para
lavarse la cara y peinarse con la gomina que conseguía a veces en la Farmacia
París. Se peinó tentándose el pelo para confirmar que también en sus canas la noche
había pasado.
Encendió el receptor de radio.
Una locutora de voz chillona e inflexiones inexplicables anunciaba boleros.
Lamentó que no existiera más aquella estación donde el Observatorio Nacional
desgranaba los días minuto a minuto entre mensajes comerciales.
Una grabación anunció la hora
entre un bolero de Álvaro Carillo y la publicidad de un candidato a diputado
del partido en el gobierno. Caminó hasta el reloj y tras darle cuerda, fijó la
hora que había escuchado agregando dos minutos. Con el índice empujó el péndulo
para hacerlo avanzar.
Como en otros años, esperaba hoy la
visita de doña Ema, temprano, una escala obligada antes del viacrucis de la
parroquia del barrio que iniciaba antes del mediodía. A pesar de la invariable
negativa, Doña Ema no perdía la esperanza de que algún santo a los que se
encomendaba y dedicaba buena parte de su pensión traducida en veladoras, le
concediera el milagro de ablandar el corazón del viejo Lucio Contreras.
No se explicaba cómo un hereje
como él pudiera ser el guardián de tan maravilloso portento celestial. “Es un
milagro, ¿no lo entiende?”, había reclamado Doña Ema el año pasado antes de
salir, enojada como todos los demás años al escuchar el silencio y las blasfemias
que lo rompían en la casa de Lucio Contreras.
La cosa no tenía nada de
especial. La tarde aquella en que regresó del panteón porque había muerto su
mujer, Malena Olivares, y la habían enterrado, Lucio decidió no llorar más.
Había tomado una escoba y barrido pisos, lavó vidrios, vació roperos, lustró
zapatos. Parecía que su casa era un universo que había permanecido en invisible
desorden y que estaba dispuesto a restaurar antes del anochecer. Pero no fue
así y la noche y el cansancio lo sorprendieron cambiando las sábanas de la
cama. Esa fue la última noche que Lucio soñó a Malena.
En la mañana del día siguiente
Lucio de levantó tempano y avanzó descalzo hasta el baño. Al entrar Lucio
descubrió en el espejo una mancha trasparente. Arrancó un trozo de papel que
mojó y frotó sobre la superficie que permaneció invariable. Con la punta de una
toalla empapada en alcohol tampoco pudo desmanchar el espejo. Dejó eso
aceptando una nueva derrota.
Al otro día, la mancha del espejo
había conformado una imagen familiar. El rostro de Malena con los ojos cerrados
y la boca entreabierta. La imagen no era firme, parecía una sombra descolorida.
Lucio pensó que aquello era como mirar las nubes. Después de un rato las
figuras aparecen aunque no existan. Descolgó el espejo y lo guardó en el
ropero, entre un suéter de estambre verde oscuro y una chamarra de mezclilla a
la que se le habían caído los botones.
Por la noche volvió a revisar el
espejo. Con la luz artificial de los focos incandescentes, la forma parecía saltar
de la superficie del vidrio, se delineaban los contornos. Una fotografía hecha
por la sombra y no por la luz se había grabado en la cara del cristal. Por
primera vez Lucio se sintió atemorizado.
En la mañana del otro día, Lucio
Contreras olvidó su rutina y fue a buscar al padre Hugo, párroco del templo del
barrio para relatar al detalle aquella aparición. El padre Hugo lo escuchó sin
mucho interés al finalizar la misa de siete. “La iglesia es muy reservada con
estos eventos que la gente llama milagros”. Sin sotana, el padre Hugo parecía
trabajador de dependencia de gobierno. Puso en su muñeca un reloj de carátula
nacarada y un anillo con una piedra verde demasiado vistosa.
Lucio Contreras especificó que al
hablar de aquello, no se refería a un milagro. La muerte que se ancla al mundo
le parecía que, tal vez, tenía muy poco de celestial. La poca religiosidad de
Lucio tampoco le hacía sospechar de un milagro a la inversa. La mitad de las
dudas de la fe le pertenecían a Dios. La otra mitad al Demonio.
Antes de salir lo atajó una mujer
de edad indefinible y velo de encaje a la cabeza. Se disculpó por haber
escuchado su plática con el padre Hugo. Juró que había sido testigo de milagros
similares, apariciones marianas en objetos variados pero nunca en un espejo. Al
escuchar estas palabras Lucio Contreras supo que se había equivocado de lugar
para reclamar oídos a un delirio que debió de permanecer en el rincón de su
ropero.
Lucio llegó acompañado a casa de
la mujer que en algún momento se había nombrado Ema, al menos eso recordaba. La
mujer se había descubierto la cabeza en algún momento, chocaba con fuerza los
tacones contra el suelo. Tenía brazos gruesos y casi cerraba los ojos al
sonreír.
El espejo con la imagen de Malena
estaba sobre la mesa del comedor, junto a la ventana del patio. Ema de
inmediato se cubrió la cabeza y comenzó a mover los labios como si hablara de
prisa, pero lo hacía en silencio, pues ningún sonido salía de su boca, entre
los dedos escurrían las cuentas barnizadas del rosario de madera que Lucio no
vio en dónde portaba y en qué momento lo había sacado.
Al ver aquello Lucio Contreras
tornó en cólera y le gritó que esa imagen no tenía nada que ver con la
virginidad religiosa, que era el rostro de su esposa muerta, esa con la que
solía fornicar sin pedir perdón ni siquiera en días de guardar, fuera semana
santa o domingo al mediodía.
La señora Ema se sintió ofendida
al escuchar esas palabras. Se sonrojó y apretó los puños. Avanzó al espejo y lo
rayó con el crucifijo del rosario. Al ver que la imagen del rostro no
aparentaba ser una impresión justificó su coraje contra Lucio. Dijo que el
espejo debería ser expuesto a la iglesia para venerarle.
Lucio Contreras trató de calmarse
y volver a explicar que acudió a la parroquia como habría podido ir con Nacho
el dueño de la pulquería “La rosa de los vientos” o con Fito Torres, hábil
mecánico y soldador, maestro con la pistola de acetileno. No anunciaba un
milagro sólo compartía un extraño desconcierto que había comenzado a
incomodarle.
Con el tiempo, ellos y otros
amigos visitaron a Lucio Contreras para testificar la aparición del espejo pero
tristemente todos compartieron la idea de que aquello tenía su explicación en
las sinrazones de un milagro y trataron de convencerle para que se le
construyera un adoratorio público con la cooperación espontánea y popular de
los testigos de aquél portento inexplicable.
La invariable negativa de Lucio
Contreras fracturó la cordialidad con los vecinos y lo fue aislando poco a
poco. Poner silencio de por medio ocasionó habladas que se replicaban
incontenibles. Pronto, Lucio fue identificado como un fanático religioso y
egoísta.
Sólo la señora Ema visitaba a
Lucio con recurrente familiaridad. Se había impuesto la misión de regalar a la
comunidad ese milagro, la única manifestación celestial (además de las
granizadas de abril) en ese barrio de la Ciudad. Primero comenzó a visitarle
los domingos después de la misa de seis. Sin embargo no fueron pocas las veces
en que Lucio se ausentaba para evitar esa coincidencia forzada. La insistencia
de Ema se fue desgastando y espació las vistas a meses y después a una sola vez
al año. La mañana del viernes santo.
Los días se acabaron y pocos
fueron los contactos con la gente. El ánimo religioso terminó pero la fama de
anacoreta ya se la había ganado no con gran esfuerzo. Cada viernes santo, la
señora Ema trataba de convencerlo de exhibir la santa manifestación a una
comunidad, así lo dijo, cada vez más alejada de la mano de Dios. Aunque ya sabía la
respuesta, la Señora Ema no cejaba en su empresa. Pedía ver el espejo. Se
persignaba ante él y se iba para regresar puntual el otro año.
También esta mañana el calendario
le recordó que la Señora Ema se dejaría ver como siempre desde entonces. Pero
el reloj recién encordado dio cuenta de minutos, y Ema este año no llegó.
Antes de decidir qué hacer con el
hueco que le dejaba esa ausencia en su día recién comenzado, un temblor le
recordó a Lucio Contreras que a las moscas se les asusta agitando la mano. Las
lámparas comenzaron un vaivén incontenible por largos instantes mientras las puertas
secundaban ese necio movimiento involuntario. Cayó un libro de la repisa
arrastrando en su camino al suelo un par de marcos con fotografías viejas.
En la recámara el ruido de un
vidrio al caer y romperse anunciaba el fin de aquél ensayo del fin del mundo.
Una vez, hacía mucho tiempo, Malena le había confesado, “No me gustan los
temblores porque hacen que me mueva sin quererlo. Con los temblores me duele la
cabeza”.
Antes de entrar a la recámara fue
a buscar la escoba y una hoja del periódico de antier.
Ciudad de México, 18 de
abril, 2014.