sábado, 5 de julio de 2014

Para mi mar



Díme mujer dónde escondes tu misterio
Tomás Segovia



El paraíso se crea inmediato
Apenas tu voz lo nombra.
Las sombras 
Que duermen en las sombras
Se convierten en telones
Que cobijan una noche
Donde coinciden mis ojos
Y tu generosa casualidad.
Habla la belleza en tus pupilas
Su mejor y único lenguaje
Amanecen por instantes
Tus ojos de jade y cielos.
Acercas horizontes con tus labios
Y llueve la marea sobre tus hombros.
Tu piel es un mapa del cielo
Trazado de constelaciones misteriosas.
Eres el único mar
Que hace con su oleaje la memoria
Que llega descalzo en la arena
Y que nunca contendrán las caracolas.

fp
Ciudad de México
Julio, 2014.


Ojos que no ven

El cuento que se incluye a continuación es un ejercicio de escritura a cuatro manos con mi querida amiga Flor de Lis RIvera. Si encuentra vida en las líneas siguientes, Lis es la culpable.


Por Andrés Guillén y Flor de Lis Rivera*.
I
“Tiene un tatuaje en la espalda baja”, pensé en responder pero bajé la mirada sin decir nada. La imagen del trazo, las vueltas, las líneas, hacían del dibujo una caligrafía incomprensible para alguien que no fuera iniciado en el rito de su piel que era una especie de auto de fe.
No quise decir su nombre porque de todas las mentiras que me había dicho, quizá aquella era la más evidente. Habíamos estado juntos las últimas horas en la incomodidad de los asientos de un autobús de línea económica  mientras abrían la carretera de regreso a la Ciudad. La temporada de lluvias antes del invierno había dejado tan floja la tierra de los cerros que bordeaban la carretera que los deslaves se podían contar tanto como las horas de inmovilidad fastidiosa.
Me dirigí a ella con el pretexto de maldecir las lluvias de la noche anterior, el calor sofocante y las horas sin medida que se desgranaban ante nosotros. A pesar de mis argumentos, lo único que pude sacarle fue una sonrisa rutilante que le hacía levantar un poco el labio superior del lado izquierdo.
El pelo negro sujeto con una cola detrás de la nuca lo sugería muy largo y, tal vez, me hizo desear verlo sin la cinta que lo ataba, seguramente le habría caído sobre los hombros y tal vez más abajo. Viajaba sola aunque no recuerdo en dónde había abordado. Al salir de la estación su asiento estaba vacío. Estuve dormitando un par de horas y cuando desperté ya ocupaba el asiento a mi lado. Usaba un perfume dulce y poco discreto. Sobre las piernas descansaba lo que después supe era su único equipaje, una bolsa de tela color gris. No alcanzaba a cerrar del todo, pude ver dentro una coneja de peluche color rosa.
Tenía una voz ronca que armonizaba perfecto con su mirada densa, profunda. A las risas siguieron monosílabos y después charlas inconexas sobre cualquier tema que nos alejara de la carretera que se había convertido en un inmenso estacionamiento.
Avanzamos cuando comenzaba a atardecer. El trayecto después de ella se había convertido incomprensiblemente breve. En lo que me parecieron pocos minutos entramos al patio de arribos. La ayudé a descender tomándola de la mano que estaba muy fría. El tacto de su piel era un poco rasposo, quizá sus labores eran muy manuales. A pesar de ello, sus uñas estaban cuidadosamente arregladas, cubiertas con esmalte trasparente.
Fue en ese momento cuando la blusa blanca sin mangas que vestía se levantó un poco dejando ver la parte baja de su espalda descubriendo un tatuaje de formas intrincadas. El dibujo era demasiado sugerente, parecía terminar en una punta que señalaba hacia abajo. Me sorprendió mirando sus nalgas a través de los vaqueros desgastados.
Nos despedimos. Dijo que viajaría al poniente de la Ciudad y me alegré de esa coincidencia de rumbos. Me ofrecí a llevarla en el taxi que tenía planeado abordar para llegar a mi destino. Mentí. Yo llegaría a un hotel en el Centro y había pensado viajar en el metro.
Se despidió de mí. Sorprendentemente me rodeó con un abrazo que me dejó impregnado el olor de su perfume en el cuello de la camisa. Mientras se alejaba caminando pude ver, otra vez, el dibujo incompleto del tatuaje mal cubierto por la blusa y los vaqueros.
Antes de abordar el metro decidí comprar en un kiosco el periódico, un café frío y un pan espolvoreado con azúcar impalpable. Cuando llegué a la caja para pagar el consumo no encontré la cartera. En su lugar, un navajazo preciso en la bolsa de la chamarra, donde también habían estado mis llaves y la dirección del despacho de Juan Palacios, el licenciado al que venía a ver por recomendación de mi prima Estela.
Declarar el robo de mi cartera ante un agente somnoliento y una secretaria gorda que tenía el cabello desteñido por peróxido me tomó más tiempo que la lógica y el cansancio del viaje podrían haber sugerido. El agente hablaba como si sus labios pesaran tanto como el abdomen de su secretaria. “¿Alguien se acercó a usted en algún momento, tanto para haber hecho esto? Podemos pedir los videos de las cámaras. ¿Alguna descripción?”.
La imagen del tatuaje en mi mente no dejaba lugar para articular alguna palabra que no fuera más que un “No” definitivo. La secretaria me dio una copia del acta y me pidió “para el refresco”. Dejé en el escritorio mi único billete de veinte pesos. El agente extendió su mano y me dio un boleto del metro. Cuando salí, la ciudad navegaba ya a la deriva de la noche.

II
‒ Ya deja de hacer eso, pinche Leslie, un día sí te van a agarrar y te van a meter una santa madriza que...Bueno, ¿y ahora para cuánto te alcanzó?
‒ Pues con eso ya no salgo en dos días: Quinientos pesos.
‒ ¿Por dos días te arriesgaste así? ¡No mames! Ya te dije que yo sé cómo hacer que te vayas a la segura. Te tiran esquina cuando te toca, pero sí tienes que entregar una cuenta porque si no...
‒ No. Ya te había dicho que eso no. Se trabaja hasta muy tarde.
‒ Pues es que en la noche te va mejor. A ver, ¿qué haces en esa pinche Alameda con puro viejo mañoso y maricas? Si te vas a aventar, no le estés jugando al vivo. Ahorita la situación está bien gacha. La otra vez don Héctor me estaba platicando que allá por donde luego tú te vas, han desaparecido muchas mujeres, que la otra vez encontraron a una en Coyotepec. ¡Ay, manita, jálate conmigo! Acá, si se quieren poner sabrosos o vivarachos, los zapatazos les llueven a los cabrones como arroz en una boda.
La otra vez Martha le alcanzó a dar a uno con el tacón (¡uno del diez, mana!). Le pegó en la mera cabeza porque le pellizcó una chichi y quería darse a la fuga; así que entre las dos le estábamos dando en su madre hasta que el pelón ese sacó cuete y cortó cartucho. Bueno, manita, pues que la Martha y yo nos vamos echas la mocha rumbo a la Guerrero, pero ella tuvo que correr descalza porque la otra zapatilla se la quedó ese cabrón. A ver dime, Leslie, ¿él para qué iba a querer un zapato? Nomás pura maldad. La pobre hasta caca de perro pisó.
Ya cuando llegamos a la calle Camelia, Martha andaba chille y chille diciendo “¡Mis zapatos, Chilia, mis zapatos!”. Y yo le dije: “Ya Marthita, tranquila, gracias a Dios no nos plomeó el ojete ese”. Pero ella seguía en la chilladera. Hasta que me cansé de tanto berreo y que le digo: “¡Ya chingá, todo por unas pinches zapatillas!”, y que me dice “¡Pendeja! Son los que me había dado Ruth”.

Leslie escuchaba con impaciencia a su interlocutora, con un ánimo nada preocupado por disimular el enfado que producía el monólogo de su compañera, que prosiguió el relato de su persecución.

‒...ahí fue cuando agarré la onda. Ruth ya no aguantó que la vida a veces fuera tan cabrona con ella y tomó su decisión. Esos zapatos se los regaló a Martha en son de despedida, “Me los compré en La Luna, chula. Úselos cuando se ponga su vestido azul rey que tanto le gusta”.
Bueno, te cuento todo esto para que veas que entre nosotras nos cuidamos, porque...
‒ ¡Ya, Cecilia, me estás mareando, chingá! Ya cállate tantito. ¡Eso ya me lo has contado como cuatro veces!
‒ Oh, pues yo nomás decía, porque eso del metro, la Alameda y los camiones está cabrón. Te arriesgas mucho y luego le ganas re poquito. A ver, ¿y si te entamban?
‒ Yo siempre me cuido y elijo a quiénes podría acercarme. En el metro es muy fácil, pero hace mucho calor; por eso prefiero el camión, además de que es más seguro.
‒ Oye, y a todo esto, aparte de los quinientos, ¿qué más traía el pobre güey?
‒ Sólo la cartera con identificaciones que ya tiré, y unas notas. Creo que el tipo es de esos quesque escritores. Hasta me sentí mal porque se portó buena onda, ¿por qué Juan no es así?
‒ Porque le interesan más los parabrisas y el tiner, antes que tú. Ya te lo he dicho y no me haces caso.
‒ Él me quiere.
‒ Él sólo quiere no dormir en la calle con todos los borrachos de la Plaza de La Soledad, no nos hagamos pendejas. Pero a ver, enséñame las hojitas que dices.

En lugar de alcanzarle el pequeño montón de hojas cuidadosamente dobladas y con manchas de suciedad en los pliegues, Leslie se aprestó a leer en voz alta algunos aforismos sin rúbrica.
Horas antes, tras perpetrar el hurto, se alejó rápidamente de la central y se metió a los baños de un restaurante de comida rápida para hurgar entre las bolsas divisorias de la cartera de piel color café. Leslie se había convertido en una diestra carterista y disfrutaba imaginar las vidas de sus víctimas a través del contenido de sus bolsos o carteras. En sus dos años de trayectoria, había divagado sobre vidas ajenas gracias a las pertenencias robadas que superaban la veintena. Nunca le había tocado robar a un escritor, de modo que luego de arrojar las credenciales al cesto de basura, guardó el dinero en sus calcetines y metió las notas en las bolsas delanteras del pantalón. Consumando el robo con el plagio de las letras, a las que negó el mismo destino que las tarjetas, Leslie sacó su delineador de ojos color negro y pintó en la pared que sostenía el retrete una de las frases que encontró: “A veces el recuerdo necesita madurar en las sombras”.
Ahora que Cecilia solicitaba el préstamo de las notas, Leslie aprovechó para leer en voz alta aquellos pensamientos con caligrafía a veces ininteligible.

‒ “¿Qué monstruo del olvido te va devorando poco a poco?”. Ésta va a gustarte, Ceci: “Eran su silencio y su sombra el sello, la marca, el anuncio de su territorio. Decían que olía así, a perfume barato, huele a puta, también decían. ¿A qué huele una puta?, pregunté y nadie me otorgó jamás una respuesta que justificara aquello”.

Cecilia frunció el seño mientras esbozaba una ligera sonrisa y le pidió a Leslie que le dejara ver aquel papel. Leslie accedió, añadiendo “Es un cuento, se llama 'En la esquina de la ausencia'”. Cecilia leía en voz baja mientras repetía las palabras en silencio, y usaba su dedo índice como guía de lectura.

‒ Órale, Leslie, a éste le gustan como yo. Yo creo que no te chingaste a un jodido, ¿eh? Sino a uno de esos hombres de dinero a los que les gusta sentirse pobres, como si eso fuera algo de mucho orgullo. A mí por lo menos no me gusta. Oye...¿y se dió cuenta?
‒ Pues claro que no, ¡ni que me viera igual de espaldona que tú!

Cecilia dejó escapar una risa estridente. “Ay, cabrona, esto ‒añadió enfatizando en “esto” mientras dibujaba con sus manos el contorno de su torso‒. Es-to te cuesta trescientos varos”. Leslie, ya con mejor humor comenzó a reir al tiempo que dejó caer su mano con brusquedad en la entrepierna de Cecilia que, ocultaba un miembro viril involuntariamente estímulado por el contacto con la mano de Leslie. “¡Ouch! ¡Oye, me vas a dejar sin hijos!”, objetó con un guiño que le imprimió sorna a la queja.
Entonces Leslie se incorporó y fue hacia el espejo para despojarse de la liga que ataba su cabello; enseguida cayó hasta la espalda baja una abundante cabellera café oscuro hecha a base de extensiones e injertos.

‒ Ahorita regreso, “mujer”, dijo con ironía. Voy por unos rastrillos.

Al momento, se escuchó el portazo tras de sí y Leslie salió del pequeño departamento ubicado en una vecindad de la calle Estrella, en la Colonia Guerrero. Cantando a cappella“Que nadie sepa mi sufrir”, la voz y los pasos de Leslie se oían cada vez más distantes conforme bajaba por las escaleras con un morral gris colgado al hombro.

Visítela en su blog. Le va a gustar.