sábado, 2 de agosto de 2014

Mariposa nocturna




La noche en su piel, era simplemente una mariposa nocturna.


Sencillamente algo le había obligado despertarse. Abrió los ojos sin sobresaltos y se quedó inmóvil entre las sábanas, que apenas le mal cubrían el cuerpo. De un tiempo para acá se había acostumbrado a dormir vistiendo una vieja camiseta de algodón que había comprado en un puesto afuera del Metro. La playera conmemoraba un concierto al que no había asistido.
Marcos evitaba comprar ese tipo de recuerdos o suvenires. “Lo mejor del concierto es haber estado ahí” solía pontificar ante Laura, mientras se abrían paso entre puestos callejeros de mercancía pirata pero mucho más barata y creativa que la oficial.
Esa firme decisión cambió el día en que Laura rechazó una invitación para el concierto de Calamaro en la Ciudad, después de mucho tiempo de ausencia. “Me hubieras dicho antes. No puedo ir. Tráeme una sudadera de recuerdo”. Marcos eligió una prenda en la talla más pequeña, una que se ajustara a la armoniosa delgadez de Laura y que sus brazos conocían a la perfección. Tres días después convenían una reunión para entregar aquella muestra de claudicación en tela negra, bordada con hilos que formaban la bandera argentina en el pecho.
El que a la postre sería su último desayuno juntos, estuvo acompañado de una crónica puntual del primer concierto al que Marcos había asistido solo.
Haber comprado aquella playera de un concierto en el que no había estado, ahora, tantos años después, le sorprendía menos que el recuerdo de Laura que aún subsistía en algún lugar de su memoria. Quizá por eso, había elegido vestir esa prenda sólo por las noches, para dormir. Esa playera era una especie de confesión dolorosa, algo que le apenaba todavía más que su desnudez.
Marcos seguía inmóvil, buscando en el techo manchado de salitre los motivos de éste repentino despertar que comenzaba a tomar trazas de insomnio. Notó que la calle estaba sospechosamente callada, no se escuchaba el paso de algún automóvil, ni el frecuente ulular de sirenas de patrullas o ambulancias en frenética avanzada.
Caminó al otro extremo del cuarto que servía de recámara, sala y estudio. El piso estaba deliciosamente tibio. Recordó que hacía muchos días no desprendía las hojas del calendario, también recordó que todavía no terminaba abril
Prendió la computadora. La luz horizontal del monitor le reveló de repente el desorden acumulado en la mesa a través de días indescriptibles. Bebió los restos de un café frío que se empolvaban junto con periódicos viejos. El ventilador de la computadora se convertió de repente en un insistente interlocutor que no exigiría respuestas. Se sintió aliviado.
Abrió un documento. Permaneció sentado frente a la pantalla incapaz de hilar un par de palabras. Miró las notificaciones del correo que  habían disminuido de una manera drástica, la inmediatez de la comunicación simultánea, pensó, vuelve anacrónicas las herramientas que permanecen fuera de un teléfono celular.
Sin quererlo, llegó sin dificultades la imagen de su antigua máquina de escribir. Una Lettera 22 que su papá le había regalado en su último año de primaria. Escribir en ella nunca era un acto privado. Las palabras conformaban una doble sonoridad. Una instantánea, con los golpes de las teclas y la que otorgaba una casual, casi eimposible lectura. “Querer tranquilizarme contra una Lettera 22, cuando Luciana está tirada allá y es inútil”, recordó también las primeras líneas de un cuento de Piglia.
Volvió la vista a su cama. Las sábanas abultadas y la iluminación indirecta le hicieron ver el cuerpo de Laura recostado de espaldas a él. Recordó también que Laura rara vez dormía de lado, decía que durmiendo así no descansaba sus hombros.  La había visto dormir muy pocas veces, dos, quizá tres. Siempre boca arriba, con los labios entreabiertos.
En el librero, aún permanecía la fotografía que le había tomado a Laura en su recámara una tarde de año nuevo. Hizo la toma con la tenue luz de una vela aromática que temblaba en el buró junto a su cama. “¿En verdad soy así, siempre salgo de las sombras?”, le había preguntado alguna vez Laura al ver la imagen. “No, pero hasta las sombras necesitan de una luz para afirmarse” respondió Marcos. “Quédate con ella”, le pidió Laura mientras sonreía quién sabe por qué.
Laura”, dijo Marcos en voz baja, como justificando el recuerdo. Por fin escuchaba la razón de esta interrupción de la noche. Apagó la computadora, el sonido del ventilador y el crujir de la pantalla dieron paso a un silencio que no se cansaba en repetirse.
Caminó de regreso a la cama. Las sábanas parecían haber tomado una nueva tersura. Antes de cerrar los ojos. Marcos escuchó un zumbido extraño, una especie de aleteo que, de tan tenue, revolvía la noche completa.
Se levantó y encendió la luz. Una mariposa nocturna se agitaba sin reserva sorprendida por el destello del foco en espiral. Marcos apagó la lámpara y corrió la cortina para dejar entrar la luz color ámbar del alumbrado público. La mariposa voló hacia la  ventana. Chocó un par de veces antes de encontrar el vidrio de la ventila abierta. Pronto la perdió de vista. A lo lejos se escuchaba el ruido incontenible de una sirena, alguien, en algún lugar,  tenía otra emergencia.

fp


Ciudad de México, Julio 2014.

La suficiencia de las sombras

A la mujer que sólo existe
en la oscuridad de una instantánea 

En 2009 el gran Josė Emilio Pacheco publicó su versión del Cantar de los cantares, libro sagrado del Viejo Testamento y uno de los más hermosos poemas que se hayan escrito siempre. Generoso y exacto como lo es JEP (de él siempre hablaremos en presente) nombra su trabajo sencillamente como una aproximación. José Emilio nos recuerda que además de una alegoría de la unión de Dios con la iglesia, el Cantar de los cantares es una maravillosa exaltación del deseo, la pasión, el amor y el erotismo.
Cometiendo una falta que estoy seguro es imperdonable pero no tanto, me detengo en la cubierta del libro. Creo que no es casual que en ella se encuentre una reproducción de Entrando en la noche, obra de Francisco Toledo.
Hablando de lo aparente, según éste intentalíneas, las figuras que destacan en la oscuridad para ser devoradas nuevamente, por plena voluntad, llevan un paso sigiloso, como si temieran despertar al silencio o a las sombras. Entrar en las noches es entrar en otro tiempo cuyo ritmo no está regido por horas sino por sueños o deseos, cuando no son la misma cosa y aunque no lo sean.
En El Cantar de los cantares, muchas de las escenas tienen por telón las alas de sombras de la noche, los jardines dormidos, una alcoba nupcial. Sin la suficiencia de las sombras sería imposible comprender los lenguajes que el cuerpo reserva cuando, por obligación, los demás sentidos están obligados a estimularse, a crear la memoria de lo que a los ojos se ha negado.
El fulgor de los diálogos, las confesiones, las complicidades entre los recién desposados, hacen que las sombras se vayan ocultando entre la piel y la noche. La oscuridad necesita reafirmarse con la luz que de repente surge hiriendo su imperturbable tranquilidad. Eso es lo que hacen los amantes, reafirmar la oscuridad con la flama de su deseo (la oscuridad transfigura el espacio, agranda las distancias – en el universo de Canek, Abreu Gómez nos dice que caminar un tramo de diez pasos de día, requiere veinte de noche- y aproxima las ausencias -"Te doy una canción si abro una puerta, y de las sombras sales tú" confiesa Silvio sin reservas).
En la oscuridad, lo más sencillo toma dimensiones insospechadas. Así, una marca o un lunar vuelven familiar una piel que pensábamos anónima y de pronto se convierte en una versión de la tierra prometida. "Ponme como sello en tu corazón, como marca en tu brazo" dice la Sulamita en uno de los versos.
En el deseo, la luminosidad es un momento que, tal vez, sólo pretende otorgar la orientación a la deriva incorregible, el breve destello que nos confirma que un abismo está cercano. 
Mario Benedetti, nos recuerda lo imprescindible que es tener cerca una mujer desnuda en la oscuridad. En la dudosa eternidad de lo invisible, una mujer desnuda y en lo oscuro, se erige como la realidad que otorga al mar un faro distante, como una palabra en el silencio, como una señal en la piel. Tampoco creo que sea casualidad que algunos de los símbolos cartográficos de la piel sean lunares. Aunque debiera, no repararé en la etimología, otra vez quedando en lo evidente, es curiosos pensar en una marca oscura, una memoria imborrable, inspirada en el símbolo luminoso por excelencia (antes de los torrentes eléctricos), la luna. Los lunares orientan las caricias aunque se dirijan al sur.


Entrar en la noche puede ser un acto casi ceremonial o definitivamente suicida, tan indispensable como salir de ella. La noche y el deseo vuelven a nombrar las cosas, quizá por eso siempre es debido despertar, regresar al estado de latencia originaria donde siempre, a pesar de todo, el cielo, ese paraíso prometido, se abisma en las más oscuras profundidades de la noche.