Quizá es más frecuente que en las tardes, cuando el sol
apaga el cielo y enciende la noche, que los asomos a otros tiempos lleguen
fáciles y se instalen frente a uno, ahí nada más, como esperando a que se dé
vuelta a la manija y se empuje la puerta para entrar.
Quizá también por eso, el tiempo que pasó se enreda con él
mismo y lo de antes, antes, muy antes, diría Alí Chumacero, se confunde con lo
que apenas pasó ayer. Siendo pasado el pasado, posiblemente no importe tanto su
secuencia, que inevitablemente se ha perdido o quizá sí, pero quién lo explica.
Entonces uno camina las calles que parece que siempre han
sido, pero no, porque los ejes viales y los periféricos parten la fisonomía del
barrio que antes era y sigue siendo, pero fragmentado, escindido y olvidado,
porque lo que queda debajo de los puentes, como no se ve, se olvida fácil,
dicen.
Y los pasos que se andan dando, en la calle, en la tarde,
llegan cargados de otros días que igual ya pasaron y que no hicieron ruido
entonces, hasta ahora que suenan acompañando estos otros pasos de ahora. No sé
si les ha pasado, pero a veces se encuentran recuerdos que ya se habían
olvidado que uno traía adentro y se encuentran por algo que está afuera y que
también ya está olvidado.
Anoche, mientras la tarde comenzaba a terminarse caminábamos
las calles del barrio de Tacubaya. Al pasar por afuera, recordé que no tengo
recuerdos del Cine Hipódromo pero volvimos a lamentar que su marquesina
estuviera apagada, lo mismo que su proyector y su pantalla. Dimos vuelta en
Revolución. Una cerca de láminas con anuncios adheridos a ellas y lámparas
fluorescentes que los iluminan, resguardan el predio donde hace años estuviera
instalado el cine Ermita, creo que una de las primeras víctimas de las
multisalas acá en la Ciudad.
En un cuento, Luis Tovar sentencia que una carta es un
objeto que debe estar en el lugar correcto (su destinatario) para existir
realmente, ¿y si no es así? ¿Qué pasaría entonces con un objeto que está
dedicado a la memoria y éste a su vez es olvidado? ¿Acaso tendría la misma
sentencia a no existir como una carta no enviada?
Nuestro amado y herido país tiende mucho al olvido, a la
desmemoria, eso lo sabemos. Duele que lo importante, lo que debía de haber
marcado los ánimos y los recuerdos, se diluya con esa práctica perversa de reinventar
una nación cada seis años. Hay cosas que, yo creo (y se vale que me lo
discutan, si es que alguien pasa por aquí), se deberían tener más bien a la
mano, muy presentes, aunque sean pasados, tanto como las velas cuando llega un
repentino apagón (a lo mejor así es el olvido, un apagón).
En la banqueta que bordea a lo que fue el cine Ermita, están
incrustadas baldosas con las manos impresas de actores y gente del
entretenimiento de acá. Una especie como de paseo de la “fama” hollywoodense
(¿así se escribirá?) pero en el mero barrio de Tacubaya. Es cierto que muchas
de esas personas tienen en su misma actividad todos los elementos que hacen del
olvido, ya no digamos una posibilidad sino una imperiosa necesidad.
Pero hay otras que no tanto, lo que sea de cada quien. En el
brevísimo recorrido al que nos obligó la poca luz y las ganas de comprar bísquets
en el café de chinos (un cliché que disfruto como pocas cosas y que siempre me
hacen pensar que soy una especie de actor de relleno de la maravillosa “Distinto
amanecer” de Julio Bracho) encontré una baldosa que atrapó mi atención. Las huellas
pequeñas de un par de manos apenas impresas en el cemento y una caligrafía que
también cuesta reconocer: “Marilú, la muñequita que canta”.
Fue en una película de Joaquín Pardavé donde una joven de
voz potente y ojos negros cantaba una letra muy sugerente, al menos eso me
parecía, no sólo porque la entonaba de manera muy sentida, sino que además la
cantaba frente a un muchacho del que comenzaba a interesarse (se hacían ojitos, pues).
Me refiero a una escena de “El barchante Neguib”, dirigida por el mismo Pardavé
en 1946.
Otros años más tarde, el nombre y la voz de Marilú era una
frecuente casualidad en la programación del Fonógrafo, la estación que todavía
se transmite en la AM. Era muy particular la manera en la que el locutor
Salvador Luna Ibarra, con aquella inconfundible voz, confirmaba que acabábamos
de escuchar a Marilú, la muñequita que canta, quizá alguna rola de Gonzalo Curiel,
quizá una tarde en la que pintaba los muros de mi casa o la de mi abuela y un
radio portátil era mi compañía. Quizá una tarde de sábado Marilú estuvo
cantando con Doris y Alejandro Aura en Boleros y un poco más, el programa que
Canal Once dedicaba a la música que, quizá también, dominara la radio en otros
tiempos.
Con gusto me entero que en estos años, nadie ha olvidado a
Marilú, que le han rendido sendos homenajes a una vida dedicada a la música.
Intento estas líneas en una tarde de un día doloroso, como
lo han sido nuestros días recientes. Todavía, a pesar de la grandilocuencia
mediática a la que es tan propensa nuestro (des)gobierno, están ausentes 43
estudiantes de la escuela normal rural Isidro Burgos, del Estado de Guerrero.
Insisto, si alguien encuentra estas líneas, le pido por
favor que salga a la calle y busque sus pretextos para el recuerdo. Escuche,
mire, camine, levante su mano o comúlguela con otra mano. Pero no olvide.
Tenemos tanto que recordar que el olvido, ese sí, no se puede.
Ciudad de México. Buenavista, Noviembre 2014.