miércoles, 19 de noviembre de 2014

En la antigua Calle de los plateros




Por desgracia el viaje en común
Llegó hasta aquí y cada uno
Baja del Metro en la estación que le toca.

De un poema de José Emilio Pacheco



La calle guarda también un poco de la memoria de nosotros. La lleva ahí, nada más, a la vista. Anunciando su disponibilidad para quien quiera tomarla. A veces, uno reconoce esos inútiles trebejos para reafirmar la sombra que se diluye con el tiempo. Y encuentra esas frases sin contexto. El sabor del sol sobre la piel distante. El polvo del perfume desteñido. A veces uno recurre a esas artimañas para no morir del todo. Para salirse de la vida que desangra. Para ganarle un día al olvido. Pero nunca es suficiente. Los calendarios se deshojan sin otoño. Hay oídos que ya no entienden a los labios y el reloj está cansado de esa eterna fuga. Entonces se encuentra el rastro de unas huellas y la línea que avanza a su regreso. Nada cambia en la memoria que la calle envuelve. Todo sigue igual. Pero nuestros ojos ya no están para atestiguarlo. Ni podemos abrazarnos para hacer un nudo a la cuerda rota. Fuimos puntuales. No hicimos esperar al destino. Que ya nos esperaba en esquinas opuestas.


Ciudad de México.
Noviembre, 2014.

martes, 4 de noviembre de 2014

Para no olvidar


Quizá es más frecuente que en las tardes, cuando el sol apaga el cielo y enciende la noche, que los asomos a otros tiempos lleguen fáciles y se instalen frente a uno, ahí nada más, como esperando a que se dé vuelta a la manija y se empuje la puerta para entrar.
Quizá también por eso, el tiempo que pasó se enreda con él mismo y lo de antes, antes, muy antes, diría Alí Chumacero, se confunde con lo que apenas pasó ayer. Siendo pasado el pasado, posiblemente no importe tanto su secuencia, que inevitablemente se ha perdido o quizá sí, pero quién lo explica.
Entonces uno camina las calles que parece que siempre han sido, pero no, porque los ejes viales y los periféricos parten la fisonomía del barrio que antes era y sigue siendo, pero fragmentado, escindido y olvidado, porque lo que queda debajo de los puentes, como no se ve, se olvida fácil, dicen.
Y los pasos que se andan dando, en la calle, en la tarde, llegan cargados de otros días que igual ya pasaron y que no hicieron ruido entonces, hasta ahora que suenan acompañando estos otros pasos de ahora. No sé si les ha pasado, pero a veces se encuentran recuerdos que ya se habían olvidado que uno traía adentro y se encuentran por algo que está afuera y que también ya está olvidado.
Anoche, mientras la tarde comenzaba a terminarse caminábamos las calles del barrio de Tacubaya. Al pasar por afuera, recordé que no tengo recuerdos del Cine Hipódromo pero volvimos a lamentar que su marquesina estuviera apagada, lo mismo que su proyector y su pantalla. Dimos vuelta en Revolución. Una cerca de láminas con anuncios adheridos a ellas y lámparas fluorescentes que los iluminan, resguardan el predio donde hace años estuviera instalado el cine Ermita, creo que una de las primeras víctimas de las multisalas acá en la Ciudad.
En un cuento, Luis Tovar sentencia que una carta es un objeto que debe estar en el lugar correcto (su destinatario) para existir realmente, ¿y si no es así? ¿Qué pasaría entonces con un objeto que está dedicado a la memoria y éste a su vez es olvidado? ¿Acaso tendría la misma sentencia a no existir como una carta no enviada?
Nuestro amado y herido país tiende mucho al olvido, a la desmemoria, eso lo sabemos. Duele que lo importante, lo que debía de haber marcado los ánimos y los recuerdos, se diluya con esa práctica perversa de reinventar una nación cada seis años. Hay cosas que, yo creo (y se vale que me lo discutan, si es que alguien pasa por aquí), se deberían tener más bien a la mano, muy presentes, aunque sean pasados, tanto como las velas cuando llega un repentino apagón (a lo mejor así es el olvido, un apagón).
En la banqueta que bordea a lo que fue el cine Ermita, están incrustadas baldosas con las manos impresas de actores y gente del entretenimiento de acá. Una especie como de paseo de la “fama” hollywoodense (¿así se escribirá?) pero en el mero barrio de Tacubaya. Es cierto que muchas de esas personas tienen en su misma actividad todos los elementos que hacen del olvido, ya no digamos una posibilidad sino una imperiosa necesidad.
Pero hay otras que no tanto, lo que sea de cada quien. En el brevísimo recorrido al que nos obligó la poca luz y las ganas de comprar bísquets en el café de chinos (un cliché que disfruto como pocas cosas y que siempre me hacen pensar que soy una especie de actor de relleno de la maravillosa “Distinto amanecer” de Julio Bracho) encontré una baldosa que atrapó mi atención. Las huellas pequeñas de un par de manos apenas impresas en el cemento y una caligrafía que también cuesta reconocer: “Marilú, la muñequita que canta”.
Fue en una película de Joaquín Pardavé donde una joven de voz potente y ojos negros cantaba una letra muy sugerente, al menos eso me parecía, no sólo porque la entonaba de manera muy sentida, sino que además la cantaba frente a un muchacho del que comenzaba a interesarse (se hacían ojitos, pues). Me refiero a una escena de “El barchante Neguib”, dirigida por el mismo Pardavé en 1946.
Otros años más tarde, el nombre y la voz de Marilú era una frecuente casualidad en la programación del Fonógrafo, la estación que todavía se transmite en la AM. Era muy particular la manera en la que el locutor Salvador Luna Ibarra, con aquella inconfundible voz, confirmaba que acabábamos de escuchar a Marilú, la muñequita que canta, quizá alguna rola de Gonzalo Curiel, quizá una tarde en la que pintaba los muros de mi casa o la de mi abuela y un radio portátil era mi compañía. Quizá una tarde de sábado Marilú estuvo cantando con Doris y Alejandro Aura en Boleros y un poco más, el programa que Canal Once dedicaba a la música que, quizá también, dominara la radio en otros tiempos.
Con gusto me entero que en estos años, nadie ha olvidado a Marilú, que le han rendido sendos homenajes a una vida dedicada a la música.
Intento estas líneas en una tarde de un día doloroso, como lo han sido nuestros días recientes. Todavía, a pesar de la grandilocuencia mediática a la que es tan propensa nuestro (des)gobierno, están ausentes 43 estudiantes de la escuela normal rural Isidro Burgos, del Estado de Guerrero.
Insisto, si alguien encuentra estas líneas, le pido por favor que salga a la calle y busque sus pretextos para el recuerdo. Escuche, mire, camine, levante su mano o comúlguela con otra mano. Pero no olvide. Tenemos tanto que recordar que el olvido, ese sí, no se puede.

Ciudad de México. Buenavista, Noviembre 2014.