sábado, 21 de marzo de 2015

La estrella fugaz



1.
"¿Por qué no?" Fue lo último que pensó Ángel cuando sacó los billetes de la cartera para pagar el boleto de entrada. Estaba convencido que aquel arrebatado gusto le costaría mucho más que cuadras de caminata para ahorrar en transporte los pesos que podrían usarse en otras cosas. Aunque usar únicamente el metro significaba varios minutos a pie para llegar al pequeño restaurante de su tía Carmen donde trabajaba de ayudante, mensajero, lavatrastes y lo que se pudiera, evitaba el uso del camión o la "pesera" para hacer rendir lo que la tía Carmen le pagaba, eso sí, bien puntual, cada sábado antes de cerrar.
No había conseguido trabajo en varios meses, pero de alguna manera esta temporada le estaba sirviendo para encontrar una parte de su vida que creyó perder entre computadoras, números, archivos electrónicos y horas extra, en la  empresa donde había estado empleado por unos cuantos años y que, de a poco, se había convertido en una plana y pesada rutina que devoraba las hojas del calendario.
Recordar el edificio gris y su luz mortecina, el olor a desinfectante de pino y trapo sucio que imperaba en los baños, la alfombra verde y los vidrios biselados, las ventanas cerradas y la lujosa oficina del gerente con su escritorio inmaculado, sus cortinas de gruesa tela roja, sus diplomas que colgaban del muro y sobre todo su insoportable prepotencia, le daban la certeza de no haberse equivocado ese viernes en que decidió no regresar el lunes siguiente.
 2.
Antes de entrar a la Arena dio una caminata por los puestos callejeros. No había mucha gente, al menos no la que esperaba ver congregada en una función de campeonato. El olor lo guió hasta uno donde se reventaban sin pena, entre sal y aceite, granos de maíz en una cacerola suspendida sobre un mechero para hacer palomitas. Compró una bolsa "mediana y sin chile por favor". Vio luego a una rubia de peróxido atender un improvisado tenderete en la cortina cerrada de un taller mecánico; allí vendía máscaras de luchadores cuyos nombres y glorias parecían más bien consecuencia de memorias ajenas. Recordó que, en su lejanísima infancia, creía que ponerse la mal cosida máscara del Santo que le había regalado su padre en un cumpleaños, le otorgaba toda la fuerza, habilidad y valentía que el encapuchado de plata demostraba en sus películas ante extraterrestres de látex, momias y murciélagos de utilería y "vampiras" casi sensuales en escenas que lindaban en el soft porno. Las escandalosas bocinas de un puesto de discos pirata lo trajo de vuelta a las afueras de la Arena. Miró el reloj, todavía era temprano. En un local cercano vio aparecer el paraíso en forma de tacos y barricas de tepache. Sin darse cuenta, la bolsa que contenía las palomitas de maíz se había convertido en una bola de papel estraza donde limpiaba sus dedos de los rastros de los granos de sal.
3.
Fue el sábado siguiente a su deserción laboral. Había decidido pasear un rato por la alameda de Santa María, quizá para levantar los recuerdos de los paseos familiares. Ella estaba recargada en el barandal del Kiosco Morisco. Tenía la mirada perdida, como si quisiera traspasar el tiempo, un tiempo denso, silencioso, exclusivo. Era muy joven, de difíciles veinte, pelo largo y, ni modo de no mencionarlo, unas piernas estupendas formadas quizá por su afición al baile, el gimnasio o los ejercicios aeróbicos y que asomaban por debajo de una falda de colores chillantes.
Quiso la suerte que una hoja de papel, doblada con excesivo cuidado, cayera del bolso de ella mientras caminaba para cruzar la plazoleta. Las jacarandas habían alfombrado el suelo, impidiendo que ella se percatara del sonido de la hoja al caer. No había dado dos pasos cuando Ángel ya gritaba para llamar su atención, agitando el papel entre sus dedos. "Hey, Señorita, se le cayó esto". "Gracias" respondió la joven y giró para retomar su camino, sin embargo, con aquella palabra también se había escapado un llanto que sólo esperaba que ella abriera la boca para desbordarse. Era un llanto contenido, como esos que entrecortan el aliento y las palabras. "¿Estas bien?" (pregunta demasiado tonta), "Sí, no es nada" (respuesta que sugiere que no se está bien y pasa algo). "¿Te puedo ayudar en algo?" (ofrecimiento sincero de Ángel, aunque, ante una desconocida, esperaba un 'no' por respuesta). "No, está bien, gracias" (la respuesta llegaba puntual. Se sentó en la banca metálica que estaba a su lado poniendo una pausa a su marcha). "Mira, no sé lo que te pasa, pero a veces las cosas no son tan grandes como uno cree. No te voy a pedir que te calmes, quién soy para hacerlo, pero en serio.  No te preocupes. Todo estará bien" (una sarta de lugares comunes, cierto, aunque se necesita tener un genio singular para decir algo inteligente en una situación así). "Gracias" (respondía la joven secando sus ojos y procurando no embarrar demasiado el rímel que había comenzado a diluirse). "Me llamo Ángel" (extendió su mano, presentándose). "Alma" (respondía con palabras y con una mano delgada y larga. Muy suave y menos fría). Permanecieron en silencio algunos minutos, Alma recuperó la tranquilidad de antes y dejó la banca para seguir su camino mientras Ángel memorizaba los matices de una mirada indescriptible. Pensaba en matices y no en color porque los ojos de Alma parecían cambiar de tonalidad, no sólo por causa de la luz de la tarde que comenzaba a extinguirse, también porque ahora que su rostro portaba una sonrisa lavada y prematura, parecían aclararse un poco más, contrastando con la bella turbidez de la que había sido testigo mientras sosegaba el llanto. "Me voy, gracias". Mientras Alma se alejaba, Ángel recorrió con la mirada aquel cuerpo en marcha y en esta exploración descubrió una cicatriz en forma de cometa en su pantorrilla izquierda. Así la vio alejarse, mientras la noche ya asomaba por los bordes de un cielo sin nubes.
4.
Instalado en su butaca de ring side Ángel disfrutaba de las luchas preliminares. Jóvenes entusiastas y arriesgados,  deseosos de llegar pronto a las estelares donde la paga es mucho mejor. La primera lucha duró poco, dos caídas al hilo de una pareja que vestía trajes de cuero, pelo largo y tatuajes. Parecían fanáticos de alguna banda de rock gótico que luchadores rudos. La segunda lucha fue un mano a mano entre dos enmascarados atléticos cuyas cualidades eran mucho menores a su catálogo de groserías, mentadas y sonidos guturales.
La tercera lucha era una sorpresa no incluida en programa. Una lucha femenil entre "La cobra sangrienta", actual campeona ligera,  y "La estrella fugaz", animosa retadora que había tenido una meteórica carrera, según reseñaba el anunciador. Las luces se apagaron y pronto llegaron las rivales enmascaradas al cuadrilátero. La sorpresa de Ángel fue mayúscula al descubrir en la pantorrilla izquierda de la "La estrella fugaz" una cicatriz en forma de cometa. Pensó que nadie en el mundo podría replicar una marca tan distintiva en una piel memorable.
La lucha era favorable a "La estrella fugaz", los rápidos movimientos de sus ágiles y hermosas piernas la convertían en un objetivo casi imposible para "La cobra sangrienta", quien con torpeza trataba de asestar algún golpe que aplacara en definitiva a la huidiza retadora. En pocos minutos Ángel se descubrió gritando entusiasmado todo tipo de loas en favor de "La estrella fugaz", esa joven que había estado llorando en la Alameda de Santa María, que había permanecido en silencio y había convertido en un recuerdo singular la tarde de aquel día.
La primera caída concluyó demasiado pronto, "La estrella fugaz" había doblegado a "La cobra..." con unas tijeras voladoras que rápidamente la postraron en la lona.
La segunda caída prometía ser una extensión de lo ya visto. "La cobra..." no tenía nada con qué retener su campeonato. "La estrella fugaz" aparecía y desaparecía de las esquinas del cuadrilátero con una rapidez propia de la prestidigitación y la acrobacia. Sin embargo, en un instante, "La estrella..." resbaló a causa de un hielo que se había derretido dejando un minúsculo charco en la lona. Ese momento fue aprovechado por "La cobra..." para arrojar sal en los ojos de la retadora quien, ciega, fue fácil víctima de los manotazos y patadas filomenas de su rival. Al momento siguiente, "La estrella..." caía del cuadrilátero, indefensa ante la campeona quien, rabiosa, quería hacer pagar la afrenta que su contrincante le había hecho pasar. Sin pensarlo, Ángel brincó de su asiento para dirigirse hacia donde las mujeres mantenían esa lucha desigual. Antes de llegar a la valla metálica, un par de guardias le bloquearon el camino, le tomaron como muñeco de trapo, en vilo,  casi lo arrojaron hacía las butacas de atrás. "¿Que no ven?, le echó algo en los ojos, no mamen, eso es trampa". Alguien de repente le entregó a "La estrella..." una botella de agua con la que pudo lavarse los ojos. Recuperada,  hizo polvo a "La cobra...", la subió al ring y en tres palmadas de lona el réferi dictaminaba que había nueva campeona ligera. "¡Alma!, ¡Alma!", gritaba Ángel con verdadera desesperación mientras un guardia de pelo a rape y camiseta negra lo conducía por un pasillo alejándolo del cuadrilátero.
5.
Permanecía sentado en una de las oficinas de la administración. Alguien escuchaba la A.M., distinguió la voz del locutor de la estación donde solían transmitir viejos boleros.
Enfundada en unos pants, fresca y con el cabello húmedo, pero con su irrenunciable máscara, apareció "La estrella..." en la oficina. "Quiero agradecer tu entusiasmo por la lucha de hoy y espero que no te hayan lastimado mucho, tú entiendes, la gente es muy apasionada y pues, los chicos de seguridad están para cuidarnos". Mientras "La estrella..." daba estas explicaciones mantenía la mirada en una fotografía en la que escribía con un plumón de tinta negra y con letras demasiado estilizadas, una dedicatoria quizá ensayada y replicada cientos de veces. "¿Cómo te llamas?". "¿En verdad no te acuerdas de mí? La Alameda de Santa María, el kiosco". Convencido de la inutilidad de convocar al recuerdo, respondió, "Soy Ángel, Alma".
"La estrella..." terminó de escribir la dedicatoria, estampó un beso en el papel y uno más en la mejilla enrojecida de Ángel.
Un sujeto atlético apareció por la puerta acompañado de dos mujeres. Una de ellas parecía ser "La cobra...", la otra se aproximó y simplemente besó con entusiasmo envidiable a Alma y salieron los cuatro en silencio.
"Ya váyase, amigo" le dijo el mismo guardia que lo había conducido a la oficina. Hasta entonces se le ocurrió leer la dedicatoria que había quedado plasmada en la foto:
"Con todo cariño para el ángel de mi guarda. Sí me acuerdo. Alma".

Afuera la noche era ya una realidad. Ángel había decidido no quedarse a ver las luchas que restaban a la función. En la A.M. Los Panchos cantaban "Sin un amor, la vida no se llama vida..." Dobló la fotografía y la guardó en la bolsa interior de la chamarra. Comenzaría a buscar trabajo mañana, ¿cómo qué? Pues quién sabe, pero algo interesante, que le permitiera conocer gente para nunca dejar de sorprenderse, estaría bueno, "¿Por qué no?", se preguntó.

Ciudad de México.
Marzo 2015.