sábado, 12 de diciembre de 2015

Por fortuna



Muy poco tiempo
dura el pesar de amor, que sólo
tiene que durar toda la vida.

Rubén Bonifaz Nuño.

Cuando llegó a la esquina volteó para mirar, ya de lejos, la fachada despellejándose bajo la última insistencia de la tarde. Extendió su mano y encontró, por fortuna, un poste de piel herrumbrosa, fría y ausente como aquella esquina que no tenía más que gente.
Su cartera se había vaciado luego de algunas horas en esa cantina oculta en cualquiera de las calles truncadas cercanas al mercado de San Juan. Por fortuna, las copas que cubrieron los billetes, ahora evaporados, habían sido suficientes para convocar el recuerdo gracias a una improbable consola que sonaba tras la barra y que hacía girar discos de treinta y tres.
Entonces comprobó que cualquier “ella” o cualquier “tú” incluidos en las letras rimadas evidenciaban una ausencia particular y eran susceptibles a la adjudicación inmediata. Equivalían a la inabarcable ausencia que soportaban sus brazos, al silencio que parecía perfeccionarse en su voz. Para entonces ya había claudicado, había decidido dejarse revolcar por los timbales, las estridencias doradas de las trompetas y los pulsos tachuelados del piano.
Por la inminente sequía económica, tuvo que devolver al meserito de moño y peinado de astas cuando éste ya se aproximaba desafiando las leyes de la gravedad con un nuevo vaso alargado sobre una charola metálica. Sobre ella, un nombre que se reproducía además en la cubierta de un par de mesas del fondo y en los calendarios de las paredes: Victoria.
En aquel momento despojado de tiempo, apoyado del poste, confundido por la suficiente ingesta etílica y con la poca lucidez que le dejaba el embotamiento, en verdad, se sintió victorioso, absoluto vencedor de aquella despedida inexistente pero tácita que, todavía, seguía recomponiendo para no abismarse en la profundidad de las imposibilidades. Victoria, una contradicción incuestionable. Sin vencer ni aventajar, se sentía el sobreviviente de una campaña inexistente ante una presencia que solía comparar con el misterio de lo inexplorado.
Adelantó la vista antes que comenzar a caminar, como pretendiendo memorizar las irregularidades de la banqueta para poder combinarlas con las dificultades de dirigir sus pasos en línea recta.
Mientras se alejaba, le pareció escuchar una frase que consideró adecuada para redactar su rendición absoluta. La clausura del camino de regreso a menos que fuera por causa de la nostalgia. “Y me quedé sin ti”, la confesión que lo terminaba de evidenciar, no en los demás sino ante sí mismo.
La aguja raspó el disco al no encontrar más los surcos que permitían convertir el silencio en notas tropicales que sólo podían suceder en el centro de ciudad. Pudo remontar la brevedad de la calle con algunos pasos. Pensó en voltear una vez más, un último recuento visual. Por fortuna, decidió no hacerlo.

Ciudad de México.
Diciembre 2015.