sábado, 8 de octubre de 2016

La promesa


El ruido de los empleados y la gente que de pronto comenzaba a transitar por los corredores lo regresó a este ahora irremediable que se le había perdido entre silencios prolongados apenas interrumpidos por el ulular de las sirenas de las ambulancias y los cinco vasos desechables de café superpuestos uno sobre otro. Se preguntó de repente dónde habían quedado los sobres vacíos de azúcar. No pudo recordarlo.
Tres somnolientos empleados de la cafetería llegaban a sustituir a su compañero del turno nocturno, que se retiraba tan somnoliento como ellos. Una joven más bien flaca, se despojó de una chamarra demasiado mullida para ceñirse el delantal verde característico de la franquicia que se había enraizado en la esquina sur del tercer piso del hospital.
Alonso parecía no perder detalle de los movimientos de la muchacha. Hasta pudo darse cuenta cuando, en una pausa, sacó de la bolsa del dental, una que le hizo pensar en marsupiales, un espejo con el que revisó el estado del maquillaje. Un delicado gesto de vanidad, exagerado para estas seis de la mañana de un día que apenas se estaba decidiendo a ser, sólo superado por la rápida acción de la muchacha de desabrochar los dos primeros botones de la parte superior de su camisa.
Los pasos de Rogelio golpeaban el suelo con una rítmica desesperación, también ajena a la parsimonia de la mañana. Los dedos de su mano derecha envolvían el dedo pulgar, su particular manera de empuñar la mano cuando estaba nervioso. Frenó en seco cuando reconoció la figura de Alonso en el pasillo, le dedicó una mirada seca. No reclamaba su prolongada permanencia en el hospital, (el mismo Rogelio le avisó del accidente y la gravedad del estado de Olga) lo que le molestaba es que no usara la sala de espera como todos los demás. Le desagradó que pusiera su preocupación fuera del resto de los familiares de Olga y la volviera exclusiva.
“No saben si llegue a la noche, su vida es un hilo que no tarda en reventar”, dijo Rogelio con la voz cortada. Alonso estuvo a punto de reclamar esa frase, propia de teleserie vespertina, pero Rogelio siguió su marcha a la sala de espera. “Voy a avisarle a su familia”.
Alonso sintió una especie de piquete en el estómago. De pronto, los vasos de café consumidos en el tránsito de la noche al amanecer reclamaban una ruta de salida, una fuga irrefrenable. Alonso decidió bajar por la escalera para no encontrarse con la familia de Olga. Si acaso había coincidencia, sería en el desenlace, así habían convenido.
Cuando salió a la calle, el cielo tenía una apariencia sucia, parecía estar envuelto en nubes revolcadas en una luz opaca, cansada, plomiza. Decidió caminar a la estación del metro más cercana.
Olga había sido el motivo, la promesa, la esperanza del futuro compartido, la reducción de calificativos y escenarios posibles a la permanencia recíproca. Olga era el pacto irrenunciable a la eternidad que pende de un calendario. Y así fue. Una mañana de martes, mientras desayunaban en un restaurante de franquicia, Olga anunciaba el final de su historia compartida. Los pactos que se habían sellado con saliva y fluidos corporales terminaban también sin oportunidad de nuevos plazos. Olga daba por terminado aquel siempre ilusorio.
No lo había dicho, pero le había enfadado la poca capacidad de Alonso para revertir una decisión que no cambiaría, pero que tampoco quería encontrar sin mucha resistencia. Había otra persona, se llamaba Rogelio, y la promesa de terminar la vida al lado de Alonso concluía al pronunciar  la última sílaba del nombre de aquel tercero en escena.
“Promete que si muero, te morirás también” le había dicho Olga la noche que Alonso perdió su empleo y decidieron consumir la mitad de la liquidación en el bar de un restaurante en el Centro. Alonso prometió que así sería, mientras ponía una mano en el corazón y la otra la suspendía en el aire a la altura de su frente. “Te lo prometo”.
Las palabras de esa noche le revoloteaban a Alonso como si la misma Olga le siguiera hablando al oído. “Te lo prometo”  había respondido Alonso mientras metía la mano por debajo del escote de Olga, esas palabras no habían sido una promesa alcoholizada sino un salvoconducto hacía un territorio explorado pero sobre todo desconocido.
Compró un boleto de cartón en la taquilla, sintió la helada piel del torniquete que se rendía al ligero empujón con el que entraba al metro. Los pasos de Alonso eran lentos, pero largos. Llegó a la escalera automática y se replegó a su derecha, no tenía prisa, no quería tenerla.
Caminó el pasillo bajo una mortecina luz fluorescente. Tropezó un par de veces con personas que parecían correr sin dirección. Sonámbulos frenéticos con aroma a loción de cítricos.
El andén del subterráneo estaba ocupado por viajeros impacientes que miraba el reloj y maldecían en voz baja. Alonso ocupó su espacio en la multitud. Recorrió el andén al final donde la concurrencia era menor.  Pudo avanzar hasta dejar sus zapatos justo frente a la línea amarilla que delimitaba el espacio entre la vía y la plataforma. Un lugar privilegiado, podría ver con facilidad las luces acercándose veloces, el tren no podría frenar de inmediato. “Te lo prometo” le había dicho a Olga esa noche etílica mientras estrujaba sus senos.
Alonso sintió en el rostro un tibio y delicado soplido con olor a hule quemado. Las luces rojas y blancas iban aumentando de tamaño a cada instante, el ruido de fierros en movimiento se iba convirtiendo en un grito alucinante..
Alonso cerró los ojos. Quiso dar el paso que lo convertía en el tipo formal que cumplía las promesas distantes, digno de confianza sin lugar a duda, pero no pudo. Se quedó inmóvil mientras abría los ojos y el convoy en movimiento pasaba frente a él, colores indefinidos, una imagen que no atrapaba la mirada sino la suposición.
Pero Olga se había ido primero, había sido ella la primera que faltó al rosario de promesas incumplidas. ¿Qué juramentos habría pactado con Rogelio? ¿Qué promesas ¿Los mismos quizá?
Las personas detrás de él lo empujaron, lo propinaron insultos y burlas ineludibles: “Órale pendejo”, “pinche estorbo”, “muévete cabrón”.
Le asombró la cantidad de personas que podía mover un solo tren. El andén había quedado casi vacío y seguro volvería a llenarse en unos instantes más. Buscó en el bolsillo de la chamarra un cigarro y lo llevó a su boca sin encenderlo. Sólo así se dio cuenta que tenía la boca seca y le temblaban los labios. Lo escupió hacia las vías. Su vista volvió a cruzar el andén, esta vez en sentido contrario. Sin mucho trabajo encontró un letrero promisorio: “Salida”.
fp

Ciudad de México, 8 de agosto 2016.





sábado, 2 de julio de 2016

El fantasma


1.
-¿Cómo ves, te animas? Ándale, no seas coyón. Te digo que no habrá problemas. Nadie entra ni sale ahí. Está solo. Una noche y vamos a resolver demasiadas cosas. Además, ¿no me dijiste que tu mamá anda enferma? Mira, no lo veas como algo malo. Necesitamos la feria y ahí en un ratito podremos conseguirla.
-¿Y si no hay nada, tú no sabes bien?
-Mira, si no hay efe, por lo menos podremos sacar dos tres cosillas que podremos mover fácil. ¿Te acuerdas del Rejas? Ya salió. Él nos puede ayudar a mover lo que nos toque.
-No sé, Güera.
-¿Tienes miedo?
-No, no es miedo.

2.

Debo aceptarlo. No hay algo que me pueda causar tanto miedo como soñar que despierto. Esa sensación de confrontante con circunstancias imposibles teniendo la extraña certeza que nada de eso es irreal por el simple hecho de haber “despertado” unos minutos antes.
Cuando desperté en serio, tuve que ir a la otra recámara, abrir la ventana y sentir el helado inédito de la madrugada. Sé que puede resultar algo absurdo, pero tenía que asegurarme que mi cuerpo no estuviera tirado, desangrándose en el suelo. Por fortuna lo único que encontré fueron dos hojas secas. Quizá las arrojó el viento cuando abrí la ventana y no me di cuenta. O quizá están allí desde hace tiempo. Ahora que me acuerdo, no barrí las habitaciones hoy, ni ayer tampoco.

3.

El sueño comienza cuando pienso que me despierto por algo que me ha sobresaltado en el sueño. Pienso que necesito aire y voy hacia la ventana de una de las recámaras vacías. Al abrir la ventana, un ángel, como los de las estampas que venden afuera de las iglesias, entra imperturbable y sin mediar palabra clava una espada en mi cuello. Caigo al suelo intentando taponear, con mis manos trémulas, la herida precisa que el ángel ha dejado. Me veo yo mismo tirado en uno de los rincones de la alcoba vacía. Soy un testigo del celestial crimen. De pronto, la casa ya no es la casa. Me siento hundido en las entrañas de una sombra densa, irremediable, impenetrable. No hay sonidos. Quiero hablar pero no puedo, de pronto he olvidado el lenguaje. Mi cuerpo, el que yace en el rincón, se ha desangrado y casi ha desaparecido. Tengo miedo que éste yo, que mira aterrado desde acá, desaparezca también.  

4.

Lo sé. Esta casa es demasiado para mí. A veces me siento como el último cerillo en la caja de los cerillos. Tres recámaras, dos de ellas vacías. Yo sólo ocupo una. Ahora en invierno, suelo ocupar la del fondo, cuya ventana da al pasillo de la cocina y el baño. Pienso que es la más cálida. La cosa cambia en verano cuando uso cualquiera de las recámaras que dan a la calle, regularmente la del piso de arriba. Pero este lugar no es mío, es, fue, de la madre de Mariana. Sería nuestra casa al casarnos. Ya habíamos determinado una fecha y sólo esperábamos (equivocadamente) que nuestros ahorros compartidos crecieran un poco para darnos la idea de seguridad que todo comienzo requiere.
Quince días antes de la boda civil, Mariana marchó a Europa con un alemán que vivía en Ámsterdam. Había llegado a México para cerrar un negocio. Importaba textiles artesanales y hongos alucinógenos.
La madre de Mariana me dejó, formalizado con contrato y todo, la custodia de esta casa, con la condición que cubriera los gastos de mi estadía. Si lo pienso, no me halaga ese hecho, para ella, hasta el día de su muerte, fui el recuerdo de una posibilidad insegura. El menos malo de los futuros de su hija. No por alguna posible cualidad escondida, sino porque no tuvimos el tiempo para defraudarla en pareja.
Mariana sigue viviendo en Europa, tiene dos hijas y su esposo ha diversificado su negocio a la mariguana terapéutica.
Algunas veces he pensado irme de este lugar. Pero el tiempo y, un poco la soledad, me han arraigado demasiado. Tengo el ánimo de un anciano enfermo y mi apariencia concuerda con esos sentires. Mi cabello es casi blanco. Los chicos de la cuadra me llaman “El fantasma de la casa gris”. Anoche dos de ellos se metieron a la casa. Los descubrí. Salieron corriendo despavoridos. Uno de ellos casi se desmalló cuando sintió mi mano en su hombro. Hoy vendrán sus familiares para hablar conmigo. No son exactamente invitados, pero será bueno ver gente en casa y tener con quién hablar o ya de perdida discutir un rato.

5.

-Pase, por favor.
-Gracias. Mi esposo.
-Mucho gusto.
-Iremos al grano, no queremos hacerle perder su tiempo.
-No es así.
-Mire, Julio se puso muy mal ayer, lo tuvimos que llevar al doctor.
-Lo imagino, pero debe entender que no fue culpa mía. Entró a mi casa atraído por las historias que los niños del barrio se han hecho de mí y de esta casa.
 -Oiga, viejo, ¿qué le mira tanto a mi esposa en el pecho? ¿Los escotes no son muy frecuentes por aquí?
-¿Cómo dijo?
-¡No se haga pendejo! La cara de mi esposa está treinta centímetros arriba.
-No sé qué quiere decir. Con todo respeto, su esposa es atractiva y me recuerda un poco a alguien, pero no he querido faltarles ni a ella ni a usted.
-¡Mira viejo, mejor te callas! Ni éste es mi marido, ni me importa si te me quedas viendo o no. Saca el dinero que tengas que tenemos prisa.
-Aquí no hay dinero, por favor, salga de mi casa antes que llame a la policía.
-¡Agárralo, Negro! Que nos lleve a dónde tiene el dinero.
-Ya les dije que no tengo nada aquí.
-¡Vente para acá!
-Mejor nos vamos Güera, este viejo no tiene nada.
-¡Cállate! Ya me vio las chichis, que al menos pague por ello. ¡Sube! Métete a la recámara, ya.
-No tengo dinero. Váyanse de aquí. No me voy a detener porque es mujer, se lo juro.
-¡Que te calles, cabrón! Negro, revisa esos clósets.
-Aquí no hay nada, sólo ropa y pendejada y media. ¿Qué hay en esa caja?
-Fotografías.
-¡Oye, Güera, no chingues, la de esta foto se parece mucho a ti!
-Degenerado, ¿cuándo me fotografió?
-Esa persona no eres tú, ¿no te das cuenta?
-No vinimos aquí de paseo, ¿dónde está el dinero?
-No tengo dinero aquí. No me va a amedrentar con esa navaja, mejor guárdela.
-¡Vámonos ya, Güera! Suéltalo, es un viejo.
-A la chingada, pinche viejo codo.
-No mames, no mames, le cortaste la garganta.
-¡Vámonos! Hay que revisar los otros cuartos. Algo debe de haber, una casa como esta no se mantiene sola.
-No manches, Güera, ya nos metimos en un pedote. Te lo dije.
-¡Ya cállate! A lo mejor le hicimos un favor al pinche viejo este. Imagina, él solo, sin nadie con quien hablar, amarrado a sus fotitos. Además, quién sabe, a lo mejor lo dimos una manita y ahora sí lo convertimos en un verdadero fantasma.
-¿Crees en fantasmas, Güera?
-Hoy no. Quién sabe mañana.




 Ciudad de México, 2 de julio, 2016