1.
-¿Cómo ves, te animas? Ándale, no seas coyón. Te digo que no
habrá problemas. Nadie entra ni sale ahí. Está solo. Una noche y vamos a
resolver demasiadas cosas. Además, ¿no me dijiste que tu mamá anda enferma?
Mira, no lo veas como algo malo. Necesitamos la feria y ahí en un ratito
podremos conseguirla.
-¿Y si no hay nada, tú no sabes bien?
-Mira, si no hay efe, por lo menos podremos sacar dos tres
cosillas que podremos mover fácil. ¿Te acuerdas del Rejas? Ya salió. Él nos
puede ayudar a mover lo que nos toque.
-No sé, Güera.
-¿Tienes miedo?
-No, no es miedo.
2.
Debo aceptarlo. No hay algo que me pueda causar tanto miedo
como soñar que despierto. Esa sensación de confrontante con circunstancias
imposibles teniendo la extraña certeza que nada de eso es irreal por el simple
hecho de haber “despertado” unos minutos antes.
Cuando desperté en serio, tuve que ir a la otra recámara,
abrir la ventana y sentir el helado inédito de la madrugada. Sé que puede
resultar algo absurdo, pero tenía que asegurarme que mi cuerpo no estuviera
tirado, desangrándose en el suelo. Por fortuna lo único que encontré fueron dos
hojas secas. Quizá las arrojó el viento cuando abrí la ventana y no me di
cuenta. O quizá están allí desde hace tiempo. Ahora que me acuerdo, no barrí
las habitaciones hoy, ni ayer tampoco.
3.
El sueño comienza cuando pienso que me despierto por algo
que me ha sobresaltado en el sueño. Pienso que necesito aire y voy hacia la
ventana de una de las recámaras vacías. Al abrir la ventana, un ángel, como los
de las estampas que venden afuera de las iglesias, entra imperturbable y sin
mediar palabra clava una espada en mi cuello. Caigo al suelo intentando
taponear, con mis manos trémulas, la herida precisa que el ángel ha dejado. Me
veo yo mismo tirado en uno de los rincones de la alcoba vacía. Soy un testigo
del celestial crimen. De pronto, la casa ya no es la casa. Me siento hundido en
las entrañas de una sombra densa, irremediable, impenetrable. No hay sonidos.
Quiero hablar pero no puedo, de pronto he olvidado el lenguaje. Mi cuerpo, el
que yace en el rincón, se ha desangrado y casi ha desaparecido. Tengo miedo que
éste yo, que mira aterrado desde acá, desaparezca también.
4.
Lo sé. Esta casa es demasiado para mí. A veces me siento
como el último cerillo en la caja de los cerillos. Tres recámaras, dos de ellas
vacías. Yo sólo ocupo una. Ahora en invierno, suelo ocupar la del fondo, cuya
ventana da al pasillo de la cocina y el baño. Pienso que es la más cálida. La
cosa cambia en verano cuando uso cualquiera de las recámaras que dan a la
calle, regularmente la del piso de arriba. Pero este lugar no es mío, es, fue,
de la madre de Mariana. Sería nuestra casa al casarnos. Ya habíamos determinado
una fecha y sólo esperábamos (equivocadamente) que nuestros ahorros compartidos
crecieran un poco para darnos la idea de seguridad que todo comienzo requiere.
Quince días antes de la boda civil, Mariana marchó a Europa
con un alemán que vivía en Ámsterdam. Había llegado a México para cerrar un
negocio. Importaba textiles artesanales y hongos alucinógenos.
La madre de Mariana me dejó, formalizado con contrato y
todo, la custodia de esta casa, con la condición que cubriera los gastos de mi
estadía. Si lo pienso, no me halaga ese hecho, para ella, hasta el día de su
muerte, fui el recuerdo de una posibilidad insegura. El menos malo de los
futuros de su hija. No por alguna posible cualidad escondida, sino porque no
tuvimos el tiempo para defraudarla en pareja.
Mariana sigue viviendo en Europa, tiene dos hijas y su
esposo ha diversificado su negocio a la mariguana terapéutica.
Algunas veces he pensado irme de este lugar. Pero el tiempo
y, un poco la soledad, me han arraigado demasiado. Tengo el ánimo de un anciano
enfermo y mi apariencia concuerda con esos sentires. Mi cabello es casi blanco.
Los chicos de la cuadra me llaman “El fantasma de la casa gris”. Anoche dos de
ellos se metieron a la casa. Los descubrí. Salieron corriendo despavoridos. Uno
de ellos casi se desmalló cuando sintió mi mano en su hombro. Hoy vendrán sus
familiares para hablar conmigo. No son exactamente invitados, pero será bueno ver
gente en casa y tener con quién hablar o ya de perdida discutir un rato.
5.
-Pase, por favor.
-Gracias. Mi esposo.
-Mucho gusto.
-Iremos al grano, no queremos hacerle perder su tiempo.
-No es así.
-Mire, Julio se puso muy mal ayer, lo tuvimos que llevar al
doctor.
-Lo imagino, pero debe entender que no fue culpa mía. Entró
a mi casa atraído por las historias que los niños del barrio se han hecho de mí
y de esta casa.
-Oiga, viejo, ¿qué le
mira tanto a mi esposa en el pecho? ¿Los escotes no son muy frecuentes por
aquí?
-¿Cómo dijo?
-¡No se haga pendejo! La cara de mi esposa está treinta
centímetros arriba.
-No sé qué quiere decir. Con todo respeto, su esposa es
atractiva y me recuerda un poco a alguien, pero no he querido faltarles ni a
ella ni a usted.
-¡Mira viejo, mejor te callas! Ni éste es mi marido, ni me
importa si te me quedas viendo o no. Saca el dinero que tengas que tenemos
prisa.
-Aquí no hay dinero, por favor, salga de mi casa antes que
llame a la policía.
-¡Agárralo, Negro! Que nos lleve a dónde tiene el dinero.
-Ya les dije que no tengo nada aquí.
-¡Vente para acá!
-Mejor nos vamos Güera, este viejo no tiene nada.
-¡Cállate! Ya me vio las chichis, que al menos pague por
ello. ¡Sube! Métete a la recámara, ya.
-No tengo dinero. Váyanse de aquí. No me voy a detener
porque es mujer, se lo juro.
-¡Que te calles, cabrón! Negro, revisa esos clósets.
-Aquí no hay nada, sólo ropa y pendejada y media. ¿Qué hay
en esa caja?
-Fotografías.
-¡Oye, Güera, no chingues, la de esta foto se parece mucho a
ti!
-Degenerado, ¿cuándo me fotografió?
-Esa persona no eres tú, ¿no te das cuenta?
-No vinimos aquí de paseo, ¿dónde está el dinero?
-No tengo dinero aquí. No me va a amedrentar con esa navaja,
mejor guárdela.
-¡Vámonos ya, Güera! Suéltalo, es un viejo.
-A la chingada, pinche viejo codo.
-No mames, no mames, le cortaste la garganta.
-¡Vámonos! Hay que revisar los otros cuartos. Algo debe de
haber, una casa como esta no se mantiene sola.
-No manches, Güera, ya nos metimos en un pedote. Te lo dije.
-¡Ya cállate! A lo mejor le hicimos un favor al pinche viejo
este. Imagina, él solo, sin nadie con quien hablar, amarrado a sus fotitos.
Además, quién sabe, a lo mejor lo dimos una manita y ahora sí lo convertimos en
un verdadero fantasma.
-¿Crees en fantasmas, Güera?
-Hoy no. Quién sabe mañana.