sábado, 2 de julio de 2016

El fantasma


1.
-¿Cómo ves, te animas? Ándale, no seas coyón. Te digo que no habrá problemas. Nadie entra ni sale ahí. Está solo. Una noche y vamos a resolver demasiadas cosas. Además, ¿no me dijiste que tu mamá anda enferma? Mira, no lo veas como algo malo. Necesitamos la feria y ahí en un ratito podremos conseguirla.
-¿Y si no hay nada, tú no sabes bien?
-Mira, si no hay efe, por lo menos podremos sacar dos tres cosillas que podremos mover fácil. ¿Te acuerdas del Rejas? Ya salió. Él nos puede ayudar a mover lo que nos toque.
-No sé, Güera.
-¿Tienes miedo?
-No, no es miedo.

2.

Debo aceptarlo. No hay algo que me pueda causar tanto miedo como soñar que despierto. Esa sensación de confrontante con circunstancias imposibles teniendo la extraña certeza que nada de eso es irreal por el simple hecho de haber “despertado” unos minutos antes.
Cuando desperté en serio, tuve que ir a la otra recámara, abrir la ventana y sentir el helado inédito de la madrugada. Sé que puede resultar algo absurdo, pero tenía que asegurarme que mi cuerpo no estuviera tirado, desangrándose en el suelo. Por fortuna lo único que encontré fueron dos hojas secas. Quizá las arrojó el viento cuando abrí la ventana y no me di cuenta. O quizá están allí desde hace tiempo. Ahora que me acuerdo, no barrí las habitaciones hoy, ni ayer tampoco.

3.

El sueño comienza cuando pienso que me despierto por algo que me ha sobresaltado en el sueño. Pienso que necesito aire y voy hacia la ventana de una de las recámaras vacías. Al abrir la ventana, un ángel, como los de las estampas que venden afuera de las iglesias, entra imperturbable y sin mediar palabra clava una espada en mi cuello. Caigo al suelo intentando taponear, con mis manos trémulas, la herida precisa que el ángel ha dejado. Me veo yo mismo tirado en uno de los rincones de la alcoba vacía. Soy un testigo del celestial crimen. De pronto, la casa ya no es la casa. Me siento hundido en las entrañas de una sombra densa, irremediable, impenetrable. No hay sonidos. Quiero hablar pero no puedo, de pronto he olvidado el lenguaje. Mi cuerpo, el que yace en el rincón, se ha desangrado y casi ha desaparecido. Tengo miedo que éste yo, que mira aterrado desde acá, desaparezca también.  

4.

Lo sé. Esta casa es demasiado para mí. A veces me siento como el último cerillo en la caja de los cerillos. Tres recámaras, dos de ellas vacías. Yo sólo ocupo una. Ahora en invierno, suelo ocupar la del fondo, cuya ventana da al pasillo de la cocina y el baño. Pienso que es la más cálida. La cosa cambia en verano cuando uso cualquiera de las recámaras que dan a la calle, regularmente la del piso de arriba. Pero este lugar no es mío, es, fue, de la madre de Mariana. Sería nuestra casa al casarnos. Ya habíamos determinado una fecha y sólo esperábamos (equivocadamente) que nuestros ahorros compartidos crecieran un poco para darnos la idea de seguridad que todo comienzo requiere.
Quince días antes de la boda civil, Mariana marchó a Europa con un alemán que vivía en Ámsterdam. Había llegado a México para cerrar un negocio. Importaba textiles artesanales y hongos alucinógenos.
La madre de Mariana me dejó, formalizado con contrato y todo, la custodia de esta casa, con la condición que cubriera los gastos de mi estadía. Si lo pienso, no me halaga ese hecho, para ella, hasta el día de su muerte, fui el recuerdo de una posibilidad insegura. El menos malo de los futuros de su hija. No por alguna posible cualidad escondida, sino porque no tuvimos el tiempo para defraudarla en pareja.
Mariana sigue viviendo en Europa, tiene dos hijas y su esposo ha diversificado su negocio a la mariguana terapéutica.
Algunas veces he pensado irme de este lugar. Pero el tiempo y, un poco la soledad, me han arraigado demasiado. Tengo el ánimo de un anciano enfermo y mi apariencia concuerda con esos sentires. Mi cabello es casi blanco. Los chicos de la cuadra me llaman “El fantasma de la casa gris”. Anoche dos de ellos se metieron a la casa. Los descubrí. Salieron corriendo despavoridos. Uno de ellos casi se desmalló cuando sintió mi mano en su hombro. Hoy vendrán sus familiares para hablar conmigo. No son exactamente invitados, pero será bueno ver gente en casa y tener con quién hablar o ya de perdida discutir un rato.

5.

-Pase, por favor.
-Gracias. Mi esposo.
-Mucho gusto.
-Iremos al grano, no queremos hacerle perder su tiempo.
-No es así.
-Mire, Julio se puso muy mal ayer, lo tuvimos que llevar al doctor.
-Lo imagino, pero debe entender que no fue culpa mía. Entró a mi casa atraído por las historias que los niños del barrio se han hecho de mí y de esta casa.
 -Oiga, viejo, ¿qué le mira tanto a mi esposa en el pecho? ¿Los escotes no son muy frecuentes por aquí?
-¿Cómo dijo?
-¡No se haga pendejo! La cara de mi esposa está treinta centímetros arriba.
-No sé qué quiere decir. Con todo respeto, su esposa es atractiva y me recuerda un poco a alguien, pero no he querido faltarles ni a ella ni a usted.
-¡Mira viejo, mejor te callas! Ni éste es mi marido, ni me importa si te me quedas viendo o no. Saca el dinero que tengas que tenemos prisa.
-Aquí no hay dinero, por favor, salga de mi casa antes que llame a la policía.
-¡Agárralo, Negro! Que nos lleve a dónde tiene el dinero.
-Ya les dije que no tengo nada aquí.
-¡Vente para acá!
-Mejor nos vamos Güera, este viejo no tiene nada.
-¡Cállate! Ya me vio las chichis, que al menos pague por ello. ¡Sube! Métete a la recámara, ya.
-No tengo dinero. Váyanse de aquí. No me voy a detener porque es mujer, se lo juro.
-¡Que te calles, cabrón! Negro, revisa esos clósets.
-Aquí no hay nada, sólo ropa y pendejada y media. ¿Qué hay en esa caja?
-Fotografías.
-¡Oye, Güera, no chingues, la de esta foto se parece mucho a ti!
-Degenerado, ¿cuándo me fotografió?
-Esa persona no eres tú, ¿no te das cuenta?
-No vinimos aquí de paseo, ¿dónde está el dinero?
-No tengo dinero aquí. No me va a amedrentar con esa navaja, mejor guárdela.
-¡Vámonos ya, Güera! Suéltalo, es un viejo.
-A la chingada, pinche viejo codo.
-No mames, no mames, le cortaste la garganta.
-¡Vámonos! Hay que revisar los otros cuartos. Algo debe de haber, una casa como esta no se mantiene sola.
-No manches, Güera, ya nos metimos en un pedote. Te lo dije.
-¡Ya cállate! A lo mejor le hicimos un favor al pinche viejo este. Imagina, él solo, sin nadie con quien hablar, amarrado a sus fotitos. Además, quién sabe, a lo mejor lo dimos una manita y ahora sí lo convertimos en un verdadero fantasma.
-¿Crees en fantasmas, Güera?
-Hoy no. Quién sabe mañana.




 Ciudad de México, 2 de julio, 2016