martes, 21 de febrero de 2017

Organillero


El sol ya había tomado un semblante cansado, como esas velas que han consumido la parafina y les falta poco para apagarse. El viento hacía a las frondas de los árboles barrer el cielo a distancia y despertaba a los viejos adormilados de las bancas herrumbrosas del jardín. Era un viento inesperado. Un viento abuelo que parecía agitarse al intentar meterse entre las faldas de las muchachas que caminaban por la calle.
A pesar de la tarde se habían juntado pocas monedas. Era jueves. Martín y “El tintas” se habían apostado en la esquina desde bien entrado el medio día. Por turnos se habían repartido la manivela del cilindro y lo habían hecho sonar sin tregua por varias horas.
Ambos disfrutaban el melódico sonido que parecía llegar desde las hojas agitadas de calendarios viejos. Mientras uno daba vuelta a la manivela para hacer sonar el cilindro, su compañero pasaba, gorra en mano, entre los paseantes o los carros que se atoraban frente a la luz del semáforo en rojo. Había poco para repartirse. ¿Por qué habrá escogido esta esquina Martín si ni hay tanta gente?
De repente, Martín deja a medias el pleonasmo de un viejo vals y se aproxima hacia la cafetería donde les han dicho antes que no toquen, que molestan a la clientela, que luego por eso no se vende, que qué pinche escándalo.  Se detiene junto a una mesa exterior donde una joven de pelo largo y anteojos, bebe despacio el contenido humeante de una taza verde, tan pequeña que parece un juguete.
Casi de inmediato comienza a girar la manivela para crear en ese instante una serenata vespertina de sonidos acompasados. Sin voltear le ordena a “El tintas” que se ponga la gorra marrón y permanezca junto a él.
Un hombre de delantal, más bien flaco y de patillas largas, se aproxima a Martín y reitera sus reclamos anteriores.
-Ya les dije que no pueden pedir dinero aquí.
-No estamos pidiendo. Nos encargaron tocarle esta pieza a la señorita, si no se molesta. Ya está pagada.
-Claro que no me molesta, pero ya me voy –dirigiéndose al hombre de las patillas- ¿me puedes traer la cuenta por favor?
Al recibir el cambio, la muchacha escoge las monedas y las dirige a Martín con una sonrisa.
-Gracias, señorita, pero como dije, ya está pagada.
-Pues gracias otra vez. Adiós.
Ella se alejó caminando, dejando tras de sí el rastro de una sombra dulce. Al llegar a la esquina, la silueta de la muchacha desapareció junto con las últimas luces de la tarde.
-¡Cómo eres largo, Martín!, dizque pagado, ¿pos quién?
-Oh, espérate. No está pagado pero… Gracias por el paro y por no decir nada.
-Ya sabes que conmigo no hay fijón, además está re suave la chava. Pero eso sí, te cargas el cilindro de regreso. Oye y qué, ¿la conoces o qué?
Martín cargó el cilindro y se lo echó al hombro con un movimiento preciso. Apretó los labios pero no pudo disimular la sonrisa, se limpió el sudor de la frente con la manga de la camisola y movió la cabeza indicando avanzar.
Habían caminado unas cuadras, ambos en silencio, cuando Martín se decidió hablar.
-No, no la conozco. La he visto algunas veces ahí. Casi siempre está sola. Se queda observando la calle mientras se toma su café y luego se va.
“El tintas” lo seguía mirando extrañado, como tratando de encontrar en el silencio todo aquello que Martín no le decía.
-¿Y qué más?
-No, pues, nada más.
Después de un rato agregó.
-El otro día se estaba peleando con un güey. Estuvo grueso. Él le llamó a gritos por su nombre. Se llama Alejandra.