sábado, 15 de abril de 2017

Jueves


Definitivamente jueves

Quiero que el veintiuno de agosto
del año dos mil diez,
a las seis de la tarde como es hoy,
pases desnuda atravesando el cuarto
y preguntes por mí.
Si estoy, pregunta, y si no existo,
o si me he extraviado en algún lugar de la casa,
de la ciudad, del mundo,
pregunta igual, alguien responderá.
El primero de enero del año dos mil uno será lunes
pero el veintiuno de agosto de la fecha indicada
tiene que ser definitivamente jueves
y el calor, como hoy, agotará las ganas de vivir.
Las calles serán las mismas para entonces,
los flamboyanes de efe y trece seguirán floreciendo,
muchos amigos no estarán
y el tiempo habrá pasado por la historia de la casa,
de la ciudad, de mi país, del mundo.
Quiero que el veintiuno de agosto, al despertar,
prepares la piel
                            el corazón
                                                las ganas de vivir.


-Waldo Leyva-

Pasaron los días y volvió a ser jueves. Cuando sonaron las campanas de la iglesia para la misa de ocho, Martín ya llevaba buen rato sentado frente a una taza de café soluble. El plato de cerámica verde, ya ahora, sostenía las migajas del pan de dulce que no había comido anoche y que hoy fue mucho más que un alivio azucarado.
El reloj en la pared estaba detenido, se habían agotado las baterías desde dos días antes, pero no habían sido reemplazadas porque no había sido necesario medir el tiempo en los últimos días.

Pinche Tintas, ¿cómo fue a partirse la pata en la coladera? Y no es que uno sea mala onda, pero, ¡chale!, el canijo cilindro casi se destripa. Bueno que tiene arreglo y la reparación la vamos a pagar de poquito, que si no… Pero esto de tener tanto tiempo libre está cabrón. La soledad cae bien cuando a uno le dan chance de elegirla, pero si no es así, ¡ah qué aburridero! Siquiera tuviera uno con quién cruzar palabra, tomar el café, bueno, de perdida tocarle la puerta del baño pa’ decirle que ya se salga, que ya se colgó.

Ayer sí no tuvo madre, creo que crucé una palabra con alguien hasta que salí a comprar las tortillas. ¿Qué eran? Creo que las cuatro. No, más tarde, ya no estaban echando tortillas, la máquina estaba apagada y esos cabrones estaban jugando baraja. Me dio un poco de envidia, la verdad. Estaban escuchando canciones de Pedro Infante y creo que hasta se estaban echando unas chelas. En fin.

¿Cómo seguirá el Tintas? No es que sea mala onda y no quiera ir a verlo, me cae, pero no me late ir a su casa. Su jefa dice que deberíamos ponernos a trabajar en serio y no andar de vagos por a’í. Alguna vez le respondí que el nuestro, era un oficio bien bonito. Hasta le pregunté algo así como: ¿Se imagina las calles del Centro sin el sonido del cilindro? ¡Me echó unos ojotes! No, pues mejor me quedé callado y ya no dije nada. Anoche le marqué por teléfono al Tintas pero no me contestó. A ver si le marco más tarde.

Tomó una chamarra y salió con la idea de no ir a ningún lado el particular. Bajó las escaleras, seguro era más tarde que de costumbre. La calle estaba tranquila. Menos pasos presurosos, la fila de coches ante el semáforo en rojo igual de larga, pero sin bocinazos ni mentadas.
Para gastar minutos y conservar monedas, Martín decidió hacer el camino a pie. Compró el periódico y se detuvo en una fuente con agua verdosa. Más tarde, atendió el reclamo del estómago con dos tacos de mole verde y uno de chicharrón.

Y el día se volvió tarde. Sin quererlo demasiado, Martín llegó a la plaza cerca del café donde solía tocar con el Tintas. Se apostó en el borde de una jardinera. Las jacarandas ya habían alfombrado ese lado de la banqueta. Tomó un cigarro y dejó que el humo dibujara formas al salir de su boca. Con la mirada buscaba a Alejandra, quizá para tener algún pretexto de pensar en la buena suerte. Nada.

Una especie de pesadez en el aire le hizo voltear por encima de su hombro. La muchacha de sonrisa torcida, fleco largo y peinado de lado le miraba con atención. No le costó trabajo a Martín encontrarse con aquella mirada franca y perfumada que parecía tener un delicado olor a sombra.

Nunca la había visto, pero sintió una extraña familiaridad con esa forma de mirar. Estaría bien preguntar si la insistencia de su mirada obedecía a la coincidencia de una ocasión pasada.

Contrario a lo que pensaba, la muchacha permaneció quieta mientras Martín se acercaba dando trancos y chocando el tacón de hule sobre las baldosas cubiertas de flores color morado.

“Hola. Disculpa, de repente me he querido acordar de dónde te conozco, si es que en verdad te conozco. ¿Vives o trabajas por aquí?”  

Con un movimiento mecánico de la cabeza, la joven se arrojó el pelo hacia el frente y negó con apenas cerrar los párpados.

“Mi negocio está allá en la esquina”. Las flores parecían estar sembradas en el gris de la banqueta y con sus colores, parecían predecir el atardecer que ya estaba sobre ellos.

“Yo vengo seguido por acá, trabajo de organillero con mi carnal El Tintas, nada más que… Perdona, no te vayas a enojar conmigo, lo que pasa es que hace días que no hablo con nadie y quería platicar. Deja me presento: Martín. ¿Cómo te llamas?, bueno si se puede saber”.

“Me llamo Luisa”.

Tiene bonita sonrisa, aunque le da pena la marca esa de su cachete. El mandil que trae puesto deja ver más de lo que tapa. La voy a invitar, total, peor estoy hablando conmigo y diciendo pura pendejada.

“¿Te gustaría tomar un café? Aquí en la cafetería de enfrente”.

“Na’màs recojo el puesto. Si me ayudas…”

“Va. Sí te ayudo”.

¿Qué le habrá pasado en el cachete? No, mejor ahorita no le pregunto. A lo mejor al rato, o mañana, uno nunca sabe. Sí, mejor me aguanto. Qué rico huele su pelo.

“¿Qué tanto piensas, Martín?”.

“No, nada. ¿Qué hora será?”.
  

Ciudad de México, 16 abril, 2017

Quizá así acabe (¿o comience?) la historia de Luisa y Martín, pensada a cuatro manos por mi amiga Isabel en su Ventana al Infinito  y su inseguro servidor.