miércoles, 17 de mayo de 2017

No vimos nada


Cuando salimos sólo habían quedado los ladridos de los perros. Estábamos ahí como sombras regadas entre la noche. Algunos más dejaban salir la mirada desde las ventanas, tras las cortinas, entre las persianas. A pesar de ello, no nos sentíamos acompañados, no vimos nada.
Los minutos tuvieron otra medida, nunca supe cuánto duraron. Lo que sí sé es que se rompió el silencio una vez más ahora con las estridencias de luces azules y rojas. Llegaron agitados vistiendo uniformes negros, igual que la noche. Unos gritaban, otros más agitaban las manos pidiendo que nos quitáramos del paso. Esos tenían la boca seca y todos los demás la mirada encendida.
No supe de dónde llegaron unas personas con bata blanca, hicieron un cerco con cintas de plástico amarillo y colocaban tarjetas de cartón con números impresos por el asfalto. Conté aquella numeración, llegaba al número tres.
Algo me ardía en el estómago y en la garganta. Todo me parecía imposible: justo ahora sonaban pasos, voces, se desbordaban miradas por todos lados, otro lugar al de hace cinco minutos.
La noche me sorprendió frotándome el antebrazo derecho, sólo entonces me di cuenta que había salido vistiendo sólo la camiseta vieja y agujereada que uso para dormir. Al pisar la punta de una piedrecilla recordé que debo comprar un par de tenis nuevos.
Escuché el ladrido de Chilo, mi perro, que reclamaba mi presencia de vuelta en casa. La silenciosa mirada de Julia desde la ventana completó la orden.
Un hombre uniformado, alto y con mirada de hielo me atajó el camino. Le miré las manos, iba armado con una libreta y un bolígrafo de escritura fina, los filos dorados reflejaban las luces desbordadas de la calle.
“¿Vio algo?”
Quizá me habría gustado explicar todo a detalle, hacer una reconstrucción a veinticuatro cuadros por segundo de ese instante antes de despertar. Antes que sonaran tres disparos y el rasposo correr de un motor.
“Nada. No vimos nada”, contesté.
Chilo ya no ladraba y Julia no estaba mirando desde la ventana. Decidí entrar a casa. No pude caminar rápido, sentía el suelo blando, como si mis pasos fueran sobre cáscaras de fruta podrida. Me sentí mareado. Creí caer al suelo antes de entrar a casa. Por fortuna no fue así.
La puerta estaba abierta, Julia me esperaba sentada en una silla del comedor, estaba absorta y acariciaba la cabeza de Chilo que, quieto, permanecía a sus pies moviendo la cola. Cuando nos empezaba a sobrar silencio, Julia ordenó “Cierra con doble chapa”. Tomé las llaves del cerrojo. Aseguré la puerta y eché una última mirada a la calle. Algunos vehículos comenzaban a retirarse. Dos hombres subían una camilla a una camioneta blanca, un cuerpo amortajado en una sábana. Lo último de aquella vida. Me dieron ganas de gritar, de llorar, de haber estado o desaparecer para siempre. Di un golpe al marco de la puerta. Un golpe silencioso, inútil.
Escuché ladrar a Chilo una vez más. Me retiré de la ventana. “Vente, Chilo” dije, y apagué la luz deseando que esta noche terminara pronto.


México, 17 de mayo de 2017.


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