Cuando salimos sólo habían
quedado los ladridos de los perros. Estábamos ahí como sombras regadas entre la
noche. Algunos más dejaban salir la mirada desde las ventanas, tras las
cortinas, entre las persianas. A pesar de ello, no nos sentíamos acompañados,
no vimos nada.
Los minutos tuvieron otra medida,
nunca supe cuánto duraron. Lo que sí sé es que se rompió el silencio una vez
más ahora con las estridencias de luces azules y rojas. Llegaron agitados
vistiendo uniformes negros, igual que la noche. Unos gritaban, otros más
agitaban las manos pidiendo que nos quitáramos del paso. Esos tenían la boca
seca y todos los demás la mirada encendida.
No supe de dónde llegaron unas
personas con bata blanca, hicieron un cerco con cintas de plástico amarillo y
colocaban tarjetas de cartón con números impresos por el asfalto. Conté aquella
numeración, llegaba al número tres.
Algo me ardía en el estómago y en
la garganta. Todo me parecía imposible: justo ahora sonaban pasos, voces, se
desbordaban miradas por todos lados, otro lugar al de hace cinco minutos.
La noche me sorprendió frotándome
el antebrazo derecho, sólo entonces me di cuenta que había salido vistiendo sólo
la camiseta vieja y agujereada que uso para dormir. Al pisar la punta de una
piedrecilla recordé que debo comprar un par de tenis nuevos.
Escuché el ladrido de Chilo, mi
perro, que reclamaba mi presencia de vuelta en casa. La silenciosa mirada de Julia
desde la ventana completó la orden.
Un hombre uniformado, alto y con mirada
de hielo me atajó el camino. Le miré las manos, iba armado con una libreta y un
bolígrafo de escritura fina, los filos dorados reflejaban las luces desbordadas
de la calle.
“¿Vio algo?”
Quizá me habría gustado explicar
todo a detalle, hacer una reconstrucción a veinticuatro cuadros por segundo de
ese instante antes de despertar. Antes que sonaran tres disparos y el rasposo
correr de un motor.
“Nada. No vimos nada”, contesté.
Chilo ya no ladraba y Julia no
estaba mirando desde la ventana. Decidí entrar a casa. No pude caminar rápido,
sentía el suelo blando, como si mis pasos fueran sobre cáscaras de fruta
podrida. Me sentí mareado. Creí caer al suelo antes de entrar a casa. Por
fortuna no fue así.
La puerta estaba abierta, Julia
me esperaba sentada en una silla del comedor, estaba absorta y acariciaba la
cabeza de Chilo que, quieto, permanecía a sus pies moviendo la cola. Cuando nos
empezaba a sobrar silencio, Julia ordenó “Cierra con doble chapa”. Tomé las
llaves del cerrojo. Aseguré la puerta y eché una última mirada a la calle. Algunos
vehículos comenzaban a retirarse. Dos hombres subían una camilla a una
camioneta blanca, un cuerpo amortajado en una sábana. Lo último de aquella
vida. Me dieron ganas de gritar, de llorar, de haber estado o desaparecer para siempre. Di un golpe al marco de la puerta. Un golpe silencioso, inútil.
Escuché ladrar a Chilo una vez
más. Me retiré de la ventana. “Vente, Chilo” dije, y apagué la luz deseando que
esta noche terminara pronto.
México, 17 de mayo de 2017.
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