sábado, 23 de septiembre de 2017

Con sabor a pan


“… y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos se vacía
el santo olor de la panadería.”

Ramón López Velarde.
                             

Hace unos días la memoria de la tierra nos recordó nuestra propia memoria. La tarde del sol apenas se colgaba del punto más alto del cielo. Pasos, por supuesto, prisas, como siempre. En ese momento de reloj de brazo abierto, la tierra protestó, quizá, cualquiera de los daños que le debemos.

Un temblor de grados y cercanías apenas concebibles quebraron el medio día. Las prisas de siempre se pausaron para convertirse en caudal de pasos sólo unos momentos después. Cayó el ladrillo sobre el ladrillo. El gris del cemento fue por un instante la lluvia pesada que asfixió el aliento. No hubo aire denso, no hubo aire.

En las calles los rostros fueron otros, los mismos de siempre pero diferentes. Había miedo, desesperación, incertidumbre.

Las voces comenzaron a dejar sus testimonios en los oídos de los compañeros que seguían sin entender por qué justo ahora, por qué no ayer o mañana, por qué hoy un par de horas después de un simulacro que parecía haber sido el presagio de las heridas por venir:

Se cayó un edificio en la esquina. Hay fuga de gas allá a la vuelta. Tronó la barda de la casa de al lado. Ya no hay Metro. Los postes, el transformador, los cables, los vidrios. Ya no hay luz, falta el agua. Faltaría mucho más en el recuento.

Pero volvimos. ¿Cómo están? Ojos enrojecidos por el polvo y las lágrimas a medio camino. Palabras incompletas por el nudo en la garganta y la resequedad de las bocas. No importaba. Llegamos. Abrazamos a los demás, a los otros, a nosotros.

De pronto en la tibieza del abrazo y el consuelo alguien ordena: Come un pedazo de pan.

Nunca he sabido cuál es el origen de tal recomendación o si existe algún efecto positivo o adverso ante la ingesta de trozos de pan blanco después de una impresión que remueva las ciénagas del miedo. Un trozo de bolillo, no panes azucarados, no una pieza de repostería u hojaldre. No. Un bolillo, la más humilde e imprescindible de las delicadezas que salen del horno de la panadería.

Es una recomendación extraña, pero cierta. Quizá incurra en un error imperdonable, pero nadie, después de un evento traumático piensa en remitirse a las reservas calóricas de su alacena. El instinto de supervivencia, de conservación, de protección, quizá siga los pasos del refugio doméstico al deseo irrenunciable de la seguridad familiar y el ánimo de la comunidad.

La vida, la familia, el techo, el estado físico y patrimonial. Ahí debe estar el pensamiento inmediato de cualquiera que pueda atestiguar el antes y el después a una catástrofe. Cuando el pensamiento llega a la alacena, a buscar la pieza del pan de ayer es porque alguien más lo ha guiado. El otro, la otra. La mamá, la hermana, la sobrina o la vecina han hecho esa recomendación. El otro, la otra, el compañero que se preocupa por el miedo del otro antes que por el suyo, que desea que el otro o la otra no se vaya corriendo tras el pavor de la tragedia. Entonces el freno son el abrazo y un pedazo de pan, de un humilde bolillo que arropa los sentidos, nos centra en el estómago, nos remite a lo simple para seguir con la complejidad que nos aguarda en lo que sigue.

Después del sismo del 19 de septiembre de 2017, vi a un joven estudiante ir a buscar a su novia, otra joven estudiante, a la escuela. Ambos, como todos, se habían llevado tremendo susto. El chico llevaba en su mano su teléfono (un órgano más en la configuración morfológica de los jóvenes del segundo milenio) y un sencillo y heroico bolillo, también sobreviviente de la cena del día anterior. Ese era el equipo de búsqueda y supervivencia. La tecnología y la tradición, el dicho popular.

Come un pedazo de pan. Comparte un pedazo de pan. Abraza a quien vio el miedo de frente y coman con trozo de pan. Recuerden la tibieza de la cocina y que un bolillo cabe en un puño, como el corazón. Un bolillo en la boca sabe al calor del horno, al trabajo, al desvelo, a la sencilla complejidad de la vida. Por eso, la vida también sabe a pan.

A todos los hermanos y hermanas de aquí y todos lados que hicieron del dolor su dolor.


Ciudad de México, 23 de septiembre 2017. 

miércoles, 6 de septiembre de 2017

A un desempleado



No hay mérito en despertar antes del día
Si no te hartaste de la vida ayer.
Miras intruso la cara lavada del sol
Ávidos pulmones ya reclaman ante la ventana
Por aire nuevo y frescura y humo y humores
No deberías, no importa

Lo harías de todos modos.
Y las calles dan testimonio de tus pasos
Sin prisa y sin rumbo
Dejando al tiempo que rebase tus espaldas
Y no te des cuenta de nada.

Te has ausentado del progreso de tu patria
Eres anatema.

No vales lo que obligas a los otros
Con tu inútil presencia insistente.

Olvida la sonrisa del anciano al que tocaste el hombro
Cuando recibió en temblorosa mano
La moneda que pagaría tu ruta de regreso.

No sirve el abrazo con que arropaste a la joven
De piel de nieve y sabor de agua dulce
Esa mañana en que la vida le estaba pesando
Y le compartiste algo o mucho de tu irresponsable
Esperanza.

No sirve tu tiempo sin el metálico
Tañer de las águilas sin vuelo.

Dicen que endureciste tu oído
Que suavizaste la piel

Que la ceguera te conviene y tu voz
Va llena de palabras huecas.

Pero no dices nada
Y giras y te das la vuelta
Para irte.

Porque te sigues yendo desde entonces
Hasta ahora.
Como todos nos vamos
Sólo que tú hiciste la pausa inútil
Para saberlo.

Te sientes fuera de todo
estás errado, pero piensas que no,
Encerrado en el universo
Que cabe en el grano de tierra
O en la semilla de guayaba.


Ciudad de México, 06 de septiembre, 2017.