I
Lo despertó el silencio, justo cuando la música dejó de
sonar y nada más se escuchaba en la habitación. Antes de dormir había elegido
una lista de reproducción de videos de la Sonora Matancera en internet. Lo
último que había escuchado antes de caer en esa especie de sopor, había sido la
melodiosa voz de Celio González cantando un viejo bolero: Vendaval sin rumbo…
dile que no vivo desde el día en que de mí, apartó sus ojos.
Dejó la cama, sintió el piso fresco. Caminó descalzo hasta
la ventana y corrió la cortina, todavía estaba lloviznando, hacía frío, las
luces del alumbrado público permanecían encendidas. Nadie pasaba por la calle,
imaginó que aún era temprano pero lo desengañó el reloj que había acomodado en
el espacio central del librero justo donde, hasta hace un año, había conservado
la fotografía de Luisa. Contaba unos minutos pasadas las siete.
Caminó a la computadora de escritorio y volvió a reproducir
Vendaval sin rumbo. Luisa siempre le había reclamado esa filia de anacronismos
musicales, otra raya más al tigre de las diferencias irremontables que
derivaron en una separación definitiva, sin mayores fricciones de las que
pudieron haber surgido frente a la taquilla del cine para elegir una película.
Desprendió las hojas que el olvido había acumulado en el
calendario. Supo cuándo detenerse al recordar que un día antes había recibido
el depósito de la liquidación a su empleo temporal. Seis meses que habían
tratado de aliviar, en vano, otros seis meses de desempleo; iniciaba un nuevo
ciclo de desocupación que deseaba no fuera tan prolongado esta vez.
“Otra vez agosto”, pensó Ismael no sin cierto desánimo. En
unos días sería otro aniversario luctuoso de su padre y se cumpliría un año más
su separación de Luisa. Cuatro años sin verse, pero no de perderse la pista del
todo, algunos amigos en común daban las agónicas señales de una historia sin
segunda parte.
En la alacena ya no había café soluble ni azúcar, las
galletas se habían humedecido. En el
refrigerador un tazón con salsa verde y una botella de ron blanco. En la época
de lluvia el cuarto que habitaba Ismael se convertía en una mazmorra oscura y
húmeda, aparecían manchas de salitre en el techo y en los muros Sin embargo
apreciaba la vista a la calle principal y la cercanía de la ventana con la
fronda de un árbol con hojas de verdor insistente.
Decidió salir a la calle cuando Celio González terminó de
cantar. Tomó la chamarra que había colgado en el respaldo de la silla de
madera. Repasó de memoria los trebejos que se amontonaban en el hueco inferior
del ropero, ahí no había paraguas, en realidad en ningún sitio de aquella
vivienda marcada con el número uno altos, de la calle de Toledo. Aún estaba
lloviendo pero decidió salir en ese momento hacia el cajero automático.
Necesitaba tomar algo caliente pero no tenía dinero en efectivo.
Camino al cajero automático se encontró con una sucursal de
cafetería de cadena trasnacional, que buscaba tener identidad local sirviendo
el café americano con molletes. Vio las terminales bancarias y decidió entrar,
la llovizna había apretado.
Encontró una terrible variedad de bebidas cuyas mezclas se
alejaban dramáticamente de sus tazas de café soluble. Eligió alguna, no por su
preparación sino por el precio. Le dijeron que aún no podían servirle molletes
(la empleada argumentó un retraso en el pan debido a la lluvia). Para acompañar
eligió una simple dona de canela.
Buscó una mesa alejada al mostrado, alguna pegada al muro de
cristal con vista a la calle. Dio el primer sorbo, el café era amargo, no le
agradó el sabor, pero estaba caliente, el paso del cálido líquido por la
garganta era una agradable sensación. Rodeó con ambas manos el vaso de plástico
blanco para calentarse las manos.
Bebía y comía despacio. Por un instante se sintió fuera de
todo: la gente caminaba apurada y frente al semáforo comenzaban a aglomerarse
automóviles ávidos de una luz verde sólo para colisionar metros más adelante.
Antes de terminar de beber aquél ruinoso brebaje, escuchó
que alguien lo llamaba por su nombre desde el otro lado del local.
-¡Ismael Ramírez!- la voz era lejanamente familiar.
Cruzando el salón a grandes pasos y con un vaso similar al
suyo entre las manos, más largo y con impresos de otros colores, vio llegar
apurado al Che Castillo, un antiguo compañero de escuela. El Che no provenía de
las pampas, vivía en la colonia Argentina del D.F., se dejaba las patillas
largas y escuchaba a Carlos Gardel y Aníbal Troilo mientras cortejaba a Lucía,
la instructora de tango (ella sí argentina) que había llegado a la escuela
aquel semestre a dar un taller de baile de salón.
El Che Castillo vestía un impecable traje negro, sus zapatos
lustrados no tenían restos de agua o lodo, lo que le hizo pensar que había
llegado conduciendo hasta el estacionamiento subterráneo de la plaza que
albergaba a la cafetería de franquicia.
-No creí encontrarte en un lugar así, a ti, mi querido
Ismael. ¿Ya te dobló el sistema? Deberías estar desayunando con la señora de
los tamales de la esquina.
-Intenté, pero no acepta tarjetas bancarias. Quería tomarme
un café y no traigo un peso encima. El cajero está lejos-Ismael se sorprendió
dando una explicación tan detallada al Che, quizá él tampoco se sentía cómodo
desayunando en ese lugar y había querido justificar su presencia como una
conspiración de la mala suerte.
El Che estaba en un lugar indefinido entre los afectos de
Ismael. Demasiado cercano para llamarlo conocido, le tenía la suficiente
antipatía para llamarlo su amigo. Sabía que trabajaba en la asamblea
legislativa, que su sueldo, su esposa y su secretaria eran sujetos dignos de
envidia.
-Como sea, Ismael. Me da gusto verte después de tantos años,
aunque lamento que haya sido en estas circunstancias.
Ismael hizo un gesto de extrañeza que fue percibido de
inmediato por el Che.
-Creí que ya sabías.
-¿Saber qué?
-Entonces no sabes. Chingá, ya la regué- sonrió y dio un
sorbo a su bebida.
-Puedes dejar de hablar en clave, Alejandro- llamar al Che
por su nombre revelaba que Ismael ya estaba molesto. En Ismael, la formalidad
era sinónimo de disgusto.
-Están velando a Eduardo Arrieta en una capilla que está acá
nomás, cruzando Reforma.
-Mal pedo, Che, pero ¿quién chingados es ese Eduardo
Arrieta?
-No me vengas con chingaderas. ¿En serio no sabes?
Ismael lo miró echándose a la boca el último trozo de dona.
Negó con la cabeza mientras masticaba y bebía el resto del café sin terminar de
pasar el bocado.
-¿No me vas a decir que le perdiste la pista a Luisa?
-No, no del todo. ¿Pero eso qué tiene que ver, Alejandro?
-¿En serio no sabes?
-¡Vete a la verga!
Una muchacha de gafas, falda entallada y saco largo volteó a
ver a los hombres con el suficiente desprecio que le permitía esta temprana
hora de la mañana.
-Cálmate, Ismael, nos van a sacar. Eduardo Arrieta fue,
hasta el año pasado el esposo de Luisa.
La sorpresa de Ismael fue inocultable, de pronto sintió que
el calor que le había transmitido el café se le subía a la cabeza.
-¿Neta, güey?
-Bueno, no sé si era su esposo, vivieron juntos un rato,
desde que nació su hija. Se separaron no sé por qué hace un año y ayer se dio
en la madre.
-¿Qué le paso?
-Lo chocó una ambulancia, ¿irónico no? Todos pensamos que
ese cabrón se iba a morir de una congestión alcohólica o algo así. Era un
pinche briago.
-¿Por qué lo conocías tan bien? ¿Eran amigos?
-No. Una vez llegó a La naval, una cantina que frecuentamos
los cuates de la oficina y yo. Iba con Luisa y otros familiares, andaban de
compras y se metieron a comer ahí. Luisa me reconoció y me presentó como su
amigo. Me dijeron que se casarían un mes después. Hasta me invitaron a la boda.
De hecho esperaba verte ahí.
Ismael no pudo ocultar la tristeza que le llegaba de pronto.
Quizá no era tristeza, pero no pudo pensar que fuera otra cosa. El Che había
estado más cerca de lo que él mismo hubiera deseado. La vida no se había
detenido para nadie, a pesar que Ismael seguía anclado, de alguna forma, al distante
recuerdo de Luisa y el catálogo de posibilidades canceladas.
-Luego de eso, le caía seguido a La naval, generalmente los
viernes por la noche. Siempre salía en calidad de bulto. No era un tipo amigable.
Lo curioso es que el día que chocó iba en sus cinco, sin una pinche gota de
alcohol encima. Tenía una reunión de trabajo, creo que le iban a dar un
contrato para una obra del gobierno o algo así.
-¿Y Luisa?
-Le cayó bien a mi chava; se ganó el ramo en la boda.
Intercambiaron teléfonos y de repente se hablan o se mensajean. No dudo que
seas, a veces, tema de conversación- el Che hizo una pausa para dar un largo trago
a su bebida, que seguramente ya se había enfriado- Vamos, Isma.
-No creo que sea buena idea.
-Si te animas allá voy a estar. La sala de velación está en
la cuadra que sigue, cruzando Reforma, a la derecha, no hay pierde.
-¿Por qué vas solo, y tu chava?
-Anda en Monterrey, llega la otra semana.
-No sé.
Te veo allá, Isma. Madura, güey, ¿no me vas a decir que
todavía te mueve el tapete Luisa?
Ismael no respondió, se llevó el vaso desechable a la boca a
pesar que éste ya estaba vacío. El Che le dio una palmada en el hombro a manera
de despedida y se alejó con la misma prisa con la que había entrado.
Afuera había clareado un poco. La llovizna había cesado,
quizá seguiría nublado el resto del día, las nubes eran bajas y grises, parecían
un extraño telón de metal.
Ismael salió de la cafetería y se encaminó a la sucursal
bancaria. Para entonces ya había mucha gente caminando por la calle. Una
ambulancia con la sirena abierta y la torreta encendida anunciaba una
emergencia en algún lugar. La ambulancia ignoró la luz roja del semáforo al
llegar al crucero. La vida vale la muerte, pensó Ismael mientras la veía
alejarse.