Ya no me acordaba lo bien que se mira la ventana de la casa
de Gisela desde aquí. Antes, subía a la azotea de la casa para descolgar las
sábanas de los tendederos. Estos fantasmas efímeros olorosos a suavizante de
telas y jabón de barra. La azotea fue ese lugar donde, quizá, se
albergó la chingada cada vez que las discusiones domésticas, al menos una parte
de ellas, surgían de repente. Ese destino de los deseos mutuos cuando mi mamá
le reclamaba a mi padre por no renovar los electrodomésticos e incluir una
secadora entre ellos. El silencio de mi papá era tan pesado que seguramente
llevaba implícitos los deseos que todo, incluida su otra familia, los
electrodomésticos, la nueva secadora y quizá nosotros, se lo llevara la chingada.
Quizá por eso le agarré gusto estar aquí. Mi madre me
enviaba por la ropa y yo dejaba que la hervidera de mentadas silenciosas se
calmara un poco. Al poco tiempo descubrí que la ventana de Gisela era el más
inmediato de los paisajes posibles.
Varias ocasiones la vi asomada, mirando la calle. También la
miré andar de un lado a otro, dentro de su cuarto como un espíritu desteñido; aquello
más bien sucedía cuando el reflejo de los últimos rayos de sol iluminaban esa
parte de su casa y entraban como revelando todos los misterios que para
entonces ya cabían en mi mente.
Cuando me quedaba más noche, varias veces miré a Gisela extender
su clarísimo brazo desnudo para cerrar la ventana tomándola de una esquina
inferior y halando con fuerzas. Era una ventana larga y angosta, de vidrios
rectangulares, polvosos. Uno de ellos estaba estrellado.
Una vez miré a un muchacho de cabello relamido lanzar una
piedrita hacia la ventana de Gisela. Era diciembre, un jueves veintitrés. Lo
recuerdo bien porque al día siguiente, veinticuatro, Gisela vino a mi casa. La
invitó mi hermana Rosa a cenar con nosotros.
Esa tarde tuve que soportar las burlas de Rosa: “Va a venir
tu novia. Métete a bañar, te cambias y te peinas”. Y mi mamá: “Rosa, deja en
paz a tu hermano, por favor”. Pero Rosa reviraba: “Véalo por el lado bueno,
mamá, por fin haremos que éste coma como la gente y no como pelón de hospicio”.
Entonces Rosa y Gisela estudiaban el tercer año de la secundaria.
No eran precisamente amigas. Gisela había llegado un año antes al barrio y a la
escuela en consecuencia. No iban en el mismo salón, pero llevaban el mismo
taller de Conservación y preparación de alimentos (cocina, como le llamaban
todos en la escuela excepto las boletas de evaluación). Rosa le facilitaba los
apuntes de su cuaderno para poner al día las recetas que otorgarían la evaluación
del resto del año.
Cuando Gisela llegaba, yo solía quedarme por ahí, en algún rincón de la sala
fingiendo leer o hacer cualquier cosa; en realidad procuraba armar, sin saberlo del todo, todas las imágenes
mentales que el disimulo me permitía. Gisela tenía el pelo largo. Para la
escuela lo peinaba con la casi obligada cola de caballo, pero afuera lo dejaba
libre de cualquier posible atadura. Algunas veces lo adornaba con una flor
sintética o le dejaba la desafiante caída que le otorgaba el fijador en aerosol
(entonces importaba más la rígida libertad capilar que la capa de ozono de la
atmósfera).
Desde su lugar, Rosa me dirigía alguna mirada oblicua o un
torrente de sonrisitas de “ya te caché, ya te caché”. Mi hermana, tan perspicaz
como siempre, no necesitó más.
Una ocasión, Rosa tuvo la magnífica idea de
ausentarse, acompañó a mi mamá a una de sus tediosas clases de decoración de
porcelana. Reuniones de mujeres casadas, todas mayores de cuarenta años,
peligrosamente asiduas al té manzanilla en bolsitas de red.
A pesar de la pena que me causaba estar frente a ella, sin nadie más en casa, rogué a Gisela que esperara a Rosa, que no debía tardar. Que
había salido con mamá pero que pronto regresaría para que pudiera tomar los
apuntes para el recetario. Accedió con desgano pero ocupó el asiento junto a
mí en la sala de la casa. Por eso, pude ver su rostro de cerca. Sus mejillas estaban sembradas con una ligera
capa de granitos y marcas producto del acné que, a la distancia y cubiertas por
el maquillaje, resultaban casi imperceptibles. Supe que su ropa estaba impregnada por un
olor a fresas y sudor, una deliciosa mezcla aromática que no he vuelto a encontrar
hasta ahora.
Estaba impaciente, miraba el reloj de la pared y se echaba
para atrás de la oreja un inexistente mechón de pelo. De pronto tomó el
cuaderno que estaba a nuestro lado, me pidió un lápiz y comenzó a dibujar con
líneas firmes, una flor estilizada. Cuando terminó, desprendió la hoja y se la
llevó a los labios. Dejó la huella de un beso de color rosa pálido. Dobló la
hoja y me la entregó. Se levantó de su lugar y me pidió que le dijera a Rosa
que pediría sus apuntes en otra ocasión.
Me odié como pocas veces lo he hecho. Gisela era el universo posible metido en la sala de mi casa, pero no pude decirle nada, ni siquiera cuando me entregó el dibujo con la flor y la marca de sus labios. Quizá, lo pienso así, haber dicho algo en ese instante era imposible. Decir incluso "gracias", tras la entrega del dibujo habría sido ominoso y ridículo.
Me odié como pocas veces lo he hecho. Gisela era el universo posible metido en la sala de mi casa, pero no pude decirle nada, ni siquiera cuando me entregó el dibujo con la flor y la marca de sus labios. Quizá, lo pienso así, haber dicho algo en ese instante era imposible. Decir incluso "gracias", tras la entrega del dibujo habría sido ominoso y ridículo.
Después de ese día, la presencia de Gisela en nuestra casa
se redujo drásticamente. Rosa y ella seguían siendo cercanas, sin ser amigas, pero mi papá había
contratado, después de mucha insistencia de mi madre, una línea telefónica.
Rosa se apoderaba de la línea por las tardes, después de
comer. A pesar de la ausencia, las tareas y las pláticas, necesarias por lo
triviales, entre Rosa y Gisela se volvieron mucho más prolongadas y
confidenciales.
En la cena de navidad, Gisela apenas habló con alguien más
de la familia que no fuera Rosa. Se hablaban casi en secreto, quizá para tener la voz
de cada una en el oído a falta de la distancia que la línea telefónica sabía
remontar sin ninguna complicación.
Después de año nuevo, la familia de Gisela y Gisela se
cambiaron de casa. El otoño siguiente, un temblor casi dejaba a la ciudad
ausente de sí misma. Rosa terminó la secundaria y yo perdí el dibujo de la flor
con la huella de sus labios.
Todavía hoy, no estoy seguro si Rosa pudo sugerir a Gisela algo relacionado a la admiración silenciosa que ella me había descubierto. Tampoco sé si aquel beso impreso en el dibujo de la flor fue el salvoconducto que le regalaba a la memoria o la cruel confirmación de la eterna fuga del tiempo y su imposibilidades de recreación o retorno. Los labios delgados de Gisela impresos en el papel, fueron, desde entonces, el recuerdo de lo irrepetible.
Ayer tembló en la ciudad, no pasó a mayores, sólo el susto y
una peregrinación espontánea de caras pálidamente asombradas y bocas resecas.
Quizá es la luz del poste que instalaron el año pasado o simplemente un efecto
del temblor de ayer, pero uno de los vidrios de la ventana de la casa de Gisela
se mira estrellado; parece que la ventana está entreabierta.
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