El ruido de los empleados y la
gente que de pronto comenzaba a transitar por los corredores lo regresó a este
ahora irremediable que se le había perdido entre silencios prolongados apenas
interrumpidos por el ulular de las sirenas de las ambulancias y los cinco vasos
desechables de café superpuestos uno sobre otro. Se preguntó de repente dónde
habían quedado los sobres vacíos de azúcar. No pudo recordarlo.
Tres somnolientos empleados de la
cafetería llegaban a sustituir a su compañero del turno nocturno, que se
retiraba tan somnoliento como ellos. Una joven más bien flaca, se despojó de
una chamarra demasiado mullida para ceñirse el delantal verde característico de
la franquicia que se había enraizado en la esquina sur del tercer piso del
hospital.
Alonso parecía no perder detalle de
los movimientos de la muchacha. Hasta pudo darse cuenta cuando, en una pausa,
sacó de la bolsa del dental, una que le hizo pensar en marsupiales, un espejo
con el que revisó el estado del maquillaje. Un delicado gesto de vanidad,
exagerado para estas seis de la mañana de un día que apenas se estaba
decidiendo a ser, sólo superado por la rápida acción de la muchacha de
desabrochar los dos primeros botones de la parte superior de su camisa.
Los pasos de Rogelio golpeaban el
suelo con una rítmica desesperación, también ajena a la parsimonia de la
mañana. Los dedos de su mano derecha envolvían el dedo pulgar, su particular
manera de empuñar la mano cuando estaba nervioso. Frenó en seco cuando
reconoció la figura de Alonso en el pasillo, le dedicó una mirada seca. No
reclamaba su prolongada permanencia en el hospital, (el mismo Rogelio le avisó del accidente y la gravedad del estado de Olga) lo que le molestaba es que no
usara la sala de espera como todos los demás. Le desagradó que pusiera su
preocupación fuera del resto de los familiares de Olga y la volviera exclusiva.
“No saben si llegue a la noche,
su vida es un hilo que no tarda en reventar”, dijo Rogelio con la voz cortada.
Alonso estuvo a punto de reclamar esa frase, propia de teleserie vespertina,
pero Rogelio siguió su marcha a la sala de espera. “Voy a avisarle a su familia”.
Alonso sintió una especie de
piquete en el estómago. De pronto, los vasos de café consumidos en el tránsito
de la noche al amanecer reclamaban una ruta de salida, una fuga irrefrenable.
Alonso decidió bajar por la escalera para no encontrarse con la familia de Olga.
Si acaso había coincidencia, sería en el desenlace, así habían convenido.
Cuando salió a la calle, el cielo
tenía una apariencia sucia, parecía estar envuelto en nubes revolcadas en una
luz opaca, cansada, plomiza. Decidió caminar a la estación del metro más
cercana.
Olga había sido el motivo, la
promesa, la esperanza del futuro compartido, la reducción de calificativos y
escenarios posibles a la permanencia recíproca. Olga era el pacto irrenunciable
a la eternidad que pende de un calendario. Y así fue. Una mañana de martes,
mientras desayunaban en un restaurante de franquicia, Olga anunciaba el final
de su historia compartida. Los pactos que se habían sellado con saliva y
fluidos corporales terminaban también sin oportunidad de nuevos plazos. Olga
daba por terminado aquel siempre ilusorio.
No lo había dicho, pero le había enfadado
la poca capacidad de Alonso para revertir una decisión que no cambiaría, pero
que tampoco quería encontrar sin mucha resistencia. Había otra persona, se
llamaba Rogelio, y la promesa de terminar la vida al lado de Alonso concluía al
pronunciar la última sílaba del nombre
de aquel tercero en escena.
“Promete que si muero, te morirás
también” le había dicho Olga la noche que Alonso perdió su empleo y decidieron
consumir la mitad de la liquidación en el bar de un restaurante en el Centro.
Alonso prometió que así sería, mientras ponía una mano en el corazón y la otra
la suspendía en el aire a la altura de su frente. “Te lo prometo”.
Las palabras de esa noche le
revoloteaban a Alonso como si la misma Olga le siguiera hablando al oído. “Te
lo prometo” había respondido Alonso
mientras metía la mano por debajo del escote de Olga, esas palabras no habían
sido una promesa alcoholizada sino un salvoconducto hacía un territorio
explorado pero sobre todo desconocido.
Compró un boleto de cartón en la
taquilla, sintió la helada piel del torniquete que se rendía al ligero empujón
con el que entraba al metro. Los pasos de Alonso eran lentos, pero largos.
Llegó a la escalera automática y se replegó a su derecha, no tenía prisa, no
quería tenerla.
Caminó el pasillo bajo una
mortecina luz fluorescente. Tropezó un par de veces con personas que parecían
correr sin dirección. Sonámbulos frenéticos con aroma a loción de cítricos.
El andén del subterráneo estaba
ocupado por viajeros impacientes que miraba el reloj y maldecían en voz baja.
Alonso ocupó su espacio en la multitud. Recorrió el andén al final donde la
concurrencia era menor. Pudo avanzar
hasta dejar sus zapatos justo frente a la línea amarilla que delimitaba el
espacio entre la vía y la plataforma. Un lugar privilegiado, podría ver con
facilidad las luces acercándose veloces, el tren no podría frenar de inmediato.
“Te lo prometo” le había dicho a Olga esa noche etílica mientras estrujaba sus
senos.
Alonso sintió en el rostro un
tibio y delicado soplido con olor a hule quemado. Las luces rojas y blancas
iban aumentando de tamaño a cada instante, el ruido de fierros en movimiento se
iba convirtiendo en un grito alucinante..
Alonso cerró los ojos. Quiso dar
el paso que lo convertía en el tipo formal que cumplía las promesas distantes, digno de
confianza sin lugar a duda, pero no pudo. Se quedó inmóvil mientras abría los
ojos y el convoy en movimiento pasaba frente a él, colores indefinidos, una imagen
que no atrapaba la mirada sino la suposición.
Pero Olga se había ido primero, había
sido ella la primera que faltó al rosario de promesas incumplidas. ¿Qué
juramentos habría pactado con Rogelio? ¿Qué promesas ¿Los mismos quizá?
Las personas detrás de él lo
empujaron, lo propinaron insultos y burlas ineludibles: “Órale pendejo”, “pinche
estorbo”, “muévete cabrón”.
Le asombró la cantidad de
personas que podía mover un solo tren. El andén había quedado casi vacío y
seguro volvería a llenarse en unos instantes más. Buscó en el bolsillo de la
chamarra un cigarro y lo llevó a su boca sin encenderlo. Sólo así se dio cuenta
que tenía la boca seca y le temblaban los labios. Lo escupió hacia las vías. Su
vista volvió a cruzar el andén, esta vez en sentido contrario. Sin mucho trabajo
encontró un letrero promisorio: “Salida”.
fp
Ciudad de México, 8 de
agosto 2016.
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