Definitivamente jueves
Quiero que el
veintiuno de agosto
del año dos mil
diez,
a las seis de la
tarde como es hoy,
pases desnuda
atravesando el cuarto
y preguntes por
mí.
Si estoy,
pregunta, y si no existo,
o si me he
extraviado en algún lugar de la casa,
de la ciudad, del
mundo,
pregunta igual,
alguien responderá.
El primero de
enero del año dos mil uno será lunes
pero el veintiuno
de agosto de la fecha indicada
tiene que ser
definitivamente jueves
y el calor, como
hoy, agotará las ganas de vivir.
Las calles serán
las mismas para entonces,
los flamboyanes
de efe y trece seguirán floreciendo,
muchos amigos no
estarán
y el tiempo habrá
pasado por la historia de la casa,
de la ciudad, de
mi país, del mundo.
Quiero que el
veintiuno de agosto, al despertar,
prepares la piel
el corazón
las ganas de vivir.
-Waldo Leyva-
Pasaron los días
y volvió a ser jueves. Cuando sonaron las campanas de la iglesia para
la misa de ocho, Martín ya llevaba buen rato sentado frente a una taza de café
soluble. El plato de cerámica verde, ya ahora, sostenía las migajas del pan de
dulce que no había comido anoche y que hoy fue mucho más que un alivio
azucarado.
El reloj en la pared
estaba detenido, se habían agotado las baterías desde dos días antes, pero no habían
sido reemplazadas porque no había sido necesario medir el tiempo en los últimos días.
Pinche Tintas,
¿cómo fue a partirse la pata en la coladera? Y no es que uno sea mala onda,
pero, ¡chale!, el canijo cilindro casi se destripa. Bueno que tiene arreglo y
la reparación la vamos a pagar de poquito, que si no… Pero esto de tener tanto
tiempo libre está cabrón. La soledad cae bien cuando a uno le dan chance de elegirla,
pero si no es así, ¡ah qué aburridero! Siquiera tuviera uno con quién cruzar
palabra, tomar el café, bueno, de perdida tocarle la puerta del baño pa’
decirle que ya se salga, que ya se colgó.
Ayer sí no tuvo
madre, creo que crucé una palabra con alguien hasta que salí a comprar las
tortillas. ¿Qué eran? Creo que las cuatro. No, más tarde, ya no estaban echando
tortillas, la máquina estaba apagada y esos cabrones estaban jugando baraja. Me
dio un poco de envidia, la verdad. Estaban escuchando canciones de Pedro Infante
y creo que hasta se estaban echando unas chelas. En fin.
¿Cómo seguirá el
Tintas? No es que sea mala onda y no quiera ir a verlo, me cae, pero no me late
ir a su casa. Su jefa dice que deberíamos ponernos a trabajar en serio y no
andar de vagos por a’í. Alguna vez le respondí que el nuestro, era un oficio
bien bonito. Hasta le pregunté algo así como: ¿Se imagina las calles del Centro
sin el sonido del cilindro? ¡Me echó unos ojotes! No, pues mejor me quedé
callado y ya no dije nada. Anoche le marqué por teléfono al Tintas pero no me
contestó. A ver si le marco más tarde.
Tomó una chamarra
y salió con la idea de no ir a ningún lado el particular. Bajó las escaleras,
seguro era más tarde que de costumbre. La calle estaba tranquila. Menos pasos
presurosos, la fila de coches ante el semáforo en rojo igual de larga, pero sin
bocinazos ni mentadas.
Para gastar
minutos y conservar monedas, Martín decidió hacer el camino a pie. Compró el
periódico y se detuvo en una fuente con agua verdosa. Más tarde, atendió el
reclamo del estómago con dos tacos de mole verde y uno de chicharrón.
Y el día se volvió
tarde. Sin quererlo demasiado, Martín llegó a la plaza cerca del café donde
solía tocar con el Tintas. Se apostó en el borde de una jardinera. Las
jacarandas ya habían alfombrado ese lado de la banqueta. Tomó un cigarro y dejó
que el humo dibujara formas al salir de su boca. Con la mirada buscaba a
Alejandra, quizá para tener algún pretexto de pensar en la buena suerte. Nada.
Una especie de
pesadez en el aire le hizo voltear por encima de su hombro. La muchacha de
sonrisa torcida, fleco largo y peinado de lado le miraba con atención. No le
costó trabajo a Martín encontrarse con aquella mirada franca y perfumada que
parecía tener un delicado olor a sombra.
Nunca la había
visto, pero sintió una extraña familiaridad con esa forma de mirar. Estaría
bien preguntar si la insistencia de su mirada obedecía a la coincidencia de una
ocasión pasada.
Contrario a lo que
pensaba, la muchacha permaneció quieta mientras Martín se acercaba dando trancos
y chocando el tacón de hule sobre las baldosas cubiertas de flores color
morado.
“Hola. Disculpa,
de repente me he querido acordar de dónde te conozco, si es que en verdad te
conozco. ¿Vives o trabajas por aquí?”
Con un movimiento
mecánico de la cabeza, la joven se arrojó el pelo hacia el frente y negó con
apenas cerrar los párpados.
“Mi negocio está
allá en la esquina”. Las flores parecían estar sembradas en el gris de la
banqueta y con sus colores, parecían predecir el atardecer que ya estaba sobre
ellos.
“Yo vengo seguido
por acá, trabajo de organillero con mi carnal El Tintas, nada más que… Perdona,
no te vayas a enojar conmigo, lo que pasa es que hace días que no hablo con
nadie y quería platicar. Deja me presento: Martín. ¿Cómo te llamas?, bueno si
se puede saber”.
“Me llamo Luisa”.
Tiene bonita
sonrisa, aunque le da pena la marca esa de su cachete. El mandil que trae
puesto deja ver más de lo que tapa. La voy a invitar, total, peor estoy
hablando conmigo y diciendo pura pendejada.
“¿Te gustaría
tomar un café? Aquí en la cafetería de enfrente”.
“Na’màs recojo el
puesto. Si me ayudas…”
“Va. Sí te ayudo”.
¿Qué le habrá
pasado en el cachete? No, mejor ahorita no le pregunto. A lo mejor al rato, o
mañana, uno nunca sabe. Sí, mejor me aguanto. Qué rico huele su pelo.
“¿Qué tanto
piensas, Martín?”.
“No, nada. ¿Qué
hora será?”.
Ciudad de México, 16 abril, 2017
Quizá así acabe (¿o comience?) la historia de Luisa y Martín, pensada a cuatro manos por mi amiga Isabel en su Ventana al Infinito y su inseguro servidor.
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