lll y último.
Miró varias veces pero no pudo ubicar a nadie. La voz no le
había parecido conocida. Ya había demasiadas personas caminando por la acera en
aquel instante. El tránsito de autos era intenso y la luz roja del semáforo
convertía en pasmosa espera lo que había sido una tortuosa movilidad.
Ismael dio vuelta en la esquina más cercana para caminar por
la calle paralela a Reforma, buscaba menos ruido para escuchar la revoltura de
sus pensamientos. Volvió a lamentar su presencia en la sala de velación, a
tener tan inmediato el recuerdo de Luisa y que un sujeto como el Che tuviera la
certeza de ello.
Luisa, la mujer que había poblado los desiertos de sus
ausencias ya no existía más que en su memoria. Estar enamorado de un recuerdo
era lo más absurdo que insistía en hacer. ¿Enamorado? Se sorprendió por haber
puesto aquella palabra dentro de la cadena de pensamientos que casi le
salpicaban las orejas. Sorprendido pero resignado, no pudo encontrar otra
explicación para esa especie de tristeza que ya se había prolongado por tanto
tiempo. Aquella conclusión de imposibles había cerrado una puerta con el marco
apolillado y la cerradura oxidada. No se abriría, pero algunas veces daba la
impresión que sí.
Casi llegaba a casa cuando escuchó que le llamaban por su
nombre una vez más. Esta vez la soledad de su calle a aquella hora de la mañana
dejaba pocas opciones para no determinar la procedencia del grito.
Una camioneta de color oscuro se detuvo casi a su lado. El
conductor bajo el vidrio y volvió a pronunciar su nombre esta vez a modo de
pregunta.
-Sí, ¿dígame?
-Aquí lo buscan.
Se abrió el vidrio ahumado de la puerta lateral trasera.
Luisa lo recibió con su sonrisa brillante, su voz de juguete y unas arracadas
tan grandes que podían ser el columpio de un periquito australiano.
-Sube- ordenó ella y señaló la puerta contraria a su
asiento.
El “clic” accionado desde el interior le dio paso a aquella
atmosfera tibia con olor a aromatizante cítrico que, sin embargo, era superado
con el aroma del perfume de Luisa. No era aquel perfume dulzón que le había
conocido en sus años juntos. Esta esencia parecía ser más compleja, casi
indefinible y de un precio mucho mayor al que entonces podrían acceder. Eran
otros tiempos, habían pasado muchas cosas. A pesar de la milagrosa coincidencia
aquellas personas ya eran sorprendentemente distintas y el perfume era el
primer elemento que lo determinaba.
Luisa le buscó la cara para besarle el rostro, un beso
lento, silente, casi en el pómulo helado de Ismael el cual respondió con un
abrazo y un beso en la cabeza el cual dejó en sus labios un regusto fresco.
-Necesito hablar contigo. ¿Tienes tiempo?-preguntó Luisa mientras
arreglaba el cuello de su abrigo.
-Todo el tiempo del mundo.
-¿Todavía existe la churrería Velasco?
-No. La absorbió una franquicia. Venden churros de harina
integral, fritos en aceite de canola. Es horrible, ambientan la espera con
música Chill Out.
Luisa le pidió ir de todas maneras. Quería hablar con él en
un territorio neutral. En el camino, iba haciendo un recuento de los lugares
que habían sido escenario de su convivencia: una paletería, una fonda que usaba
manteles con flores estampadas, una pequeña glorieta con una fuente de agua
verdosa. Parecía sorprenderse de todos aquellos lugares que permanecían o se
habían ido con el incansable curso de los días.
Eligieron una mesa cercana a una vidriera del fondo. Las
persianas estaban plegadas totalmente para dejar pasar un sol tímido que
asomaba a veces, cuando encontraba algún hueco entre las nubes que ya no
parecían tan bajas pero que difícilmente dejarían el cielo hoy.
Ordenaron pronto: una orden de churros tradicionales y té de
canela. Ismael preguntó si aceptaban tarjetas bancarias. La mesera afirmó con
una sonrisa contagiosa.
-¿Ya no usas efectivo?- preguntó Luisa sorprendida mientras
sacaba su teléfono móvil y lo acomodaba sobre la mesa.
-No traigo efectivo, todos los cajeros de la ciudad están
descompuestos.
Un silencio incómodo comenzaba a prolongarse demasiado hasta
que Luisa lo interrumpió de repente.
-Quería hablar contigo, me urgía verte. Además quería
despedirme.
-¿Por qué? ¿Pasa algo?
Luisa cambió la cara y agachó la vista a la manteleta.
Comenzó a juguetear con la cuchara, golpeándola con la uña del dedo medio.
-A ti sí te puedo decir. No me dolió la muerte de Lalo. Al
contrario. Ya teníamos demasiados problemas. Te puedo decir que para mí ha sido
una fortuna.
Ismael tornó su cara con un gesto de extrañeza. No se
atrevía a preguntar el cúmulo de problemas que hacía pensar a Luisa que la
muerte de su ex pareja como un verdadero símbolo de la buena fortuna.
-No me veas así- continuó Luisa- no soy una bruja, pero ya
habíamos llegado al grado de odiarnos. Lo peor de todo es que ya me había
amenazado con quitarme a mi hija. Te voy a decir algo, Lalo y Alejandro andaban
metidos quién sabe en qué cosas. Cuando me avisaron del accidente quedé impactada
pero no me dolió. Pasaron pocas horas para que trasladaran el cuerpo a la
funeraria. Lo que llamó mi atención fue la insistencia con la que El Che se
comunicó conmigo. Me anunció la muerte de Lalo y me dio la dirección de la sala
de velación. Le dije que no estaba segura en acudir, ¡carajo!, no le hubiera
dicho. Insistió una y otra vez a mi teléfono, quería convencerme de estar
presente ahí. Después de la cuarta llamada decidí no contestarle, tampoco los
mensajes. No sé cuál era la urgencia. Me dejó un mensaje de voz en el que me
decía que había otros medios de llegar a mí aunque no quisiera. Supuse entonces
que se refería a ti. Por eso te esperaba a las afueras de la funeraria. Te vi
llegar y aquí estamos.
-No entiendo, Luisa, ¿no te parece que exageras?
-No, Isma. En este país todo está de cabeza y nos estamos
habituando a la muerte. Te voy a decir algo: hace unos meses leí de un artículo
en Internet. Una investigación decía que se habían identificado bandas de
sicarios que usaban ambulancias para provocar accidentes mortales y concluir
sus “encargos”. Suena desquiciado, pero hay por lo menos tres casos que se
tienen por ciertos, en Brasil, Colombia y España. ¿Te parece posible que en un
país donde los crímenes no se investigan, un accidente, aunque sea mortal, pase
casi desapercibido? Una joya. Es una pinche locura.
-¿Qué vas a hacer Luisa?
-No me gusta la insistencia del Che. Sé que andaban
tranzando a mucha gente y no quiero que me relacionen de ninguna forma con
Eduardo, él ya había salido de mi vida. Me voy del país un tiempo. Mi hermano
está trabajando en el extranjero, tiene una estancia de seis meses, creo que
será útil. Me voy mañana.
-¿A dónde vas?
-Mejor no te digo.
El silencio volvió a instalarse en la mesa. La mesera llegó
sonando la loza sobre su charola de fibra de vidrio. Dejó lo ordenado en la
mesa con la habilidad de prestidigitador y se despidió deseando buen provecho.
Luisa volvió a romper el silencio de ese ángel necio y porfiado que no tenía
qué hacer aquella absurda mañana.
-¿Sigues escuchando esa horrible música prehistórica?
-Deberías darle una oportunidad, no es tan mala.
-Te quiero pedir algo, Isma, termina con esa tristeza
crónica, no es necesaria, no te hace mejor persona, no te vuelve mártir ni te
salva de nada. ¿Conservas fotografías nuestras?
Ismael dudó en contestar. Sólo conservaba una fotografía:
una instantánea que tomó sin que se diera cuenta. En ella, Luisa tiene una
mirada profunda hacia abajo, el rostro apoyado sobre la palma de la mano
izquierda y su pelo lacio despeinado a contra luz, conformaban una imagen
silenciosa, el remedio al olvido que a veces intentaba ganarle terreno a la
memoria.
-No, ninguna-mintió.
Luisa le dedicó una sonrisa extraña, casi un gesto. Extendió
su mano para tomar la de Ismael y apretarla con la suficiencia de una
despedida.
-Vámonos, Isma.
Caminaron unos metros hasta una camioneta estacionada bajo
una jacaranda esperando florecer. Luisa accionó el mecanismo de apertura con un
control electrónico haciendo que el auto respondiera con un destello de las
luces delanteras.
-¿Te llevo?- preguntó Luisa mientras abordaba y acomodaba en
el asiento un bolso que, hasta entonces Ismael notó que llevaba.
-No, mejor no. Sabías que vendríamos aquí, por eso dejaste
tu coche cerca.
-El rumbo se me hacía conocido, pero no estaba segura- Luisa
se acomodó en el asiento, ajustó sobre su pecho el cinturón de seguridad y
encendió el estéreo. Ismael empujó la puerta para cerrarla y permaneció de pie
junto al coche. Del estéreo comenzaron a sonar las notas de un bolero en voz de
Celio González: “Si tú supieras las ganas que tengo de estar contigo…”
-A veces escucho esa horrible música prehistórica, me
recuerda un poco a ti. Cuídate, Isma.
Ismael sonrió como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. Un
poco por ver a Luisa claudicar a sus gustos musicales, un poco para dejar en
Luisa otro recuerdo que no fuera el de una tristeza invariable, eterna.
-Adiós, Luisa. Cuídense mucho también.
El auto comenzó a moverse sin hacer ruido. El asfalto casi
se había secado por completo y el día iba ganado una tibieza agradable,
placentera. Antes que el coche arrancara, Ismael se acercó un poco a la
ventanilla para preguntar en voz baja:
-Oye, ¿cómo se llama tu hija?
-Flor.
Luisa agitó la mano a manera de despedida y aceleró para
alcanzar el verde de la luz del semáforo. Ismael dio la vuelta y regresó caminando
con las manos dentro de la chamarra, llevaba la mirada clavada en el suelo
buscando en las grietas del cemento alguna explicación a la revoltura que había
dejado en su mente aquella mañana. En la esquina, un incansable organillero giraba
la manivela del cilindro. Sonaba un vals que Ismael no pudo reconocer.
-¿Coopera para la música, joven?
Ismael recordó que no llevaba un peso encima y que todos los
cajeros de la ciudad estaban descompuestos.
-No traigo, jefe, a’í será la próxima- respondió.
Ciudad de México, enero 2019.
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