domingo, 19 de junio de 2011

Hasta antes de las doce.


Espero curarme de ti
Jaime Sabines

Espero curarme de ti en unos días.
Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte.
Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno.
Me receto tiempo, abstinencia, soledad.

¿Te parece bien que te quiera nada más una semana?
No es mucho, ni es poco, es bastante.
En una semana se pueden reunir todas las palabras de amor
que se han pronunciado sobre la tierra y se les puede prender fuego.
Te voy a calentar con esa hoguera del Amor quemado.
Y también el silencio.
Porque las mejores palabras del amor están entre dos gentes que no se dicen nada.

Hay que quemar también
ese otro lenguaje lateral y subversivo del que ama.
Tú sabes cómo te digo que te quiero cuando digo:
“qué calor hace”,
“dame agua”,
“¿sabes manejar?,
“se hizo de noche”…
Entre las gentes, a un lado de tus gentes
y las mías, te he dicho “ya es tarde”,
y tú sabías que decía “te quiero”.

Una semana más para reunir todo el amor del tiempo.
Para dártelo.
Para que hagas con él lo que tú quieras:
guardarlo,
acariciarlo,
tirarlo a la basura.
No sirve, es cierto.
Sólo quiero una semana para entender las cosas.
Porque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón.


¿Quién sabe? Yo no lo sé
No lo supiste tú.
Nadie le puso un tono, un nombre común
De una canción de Fernando Delgadillo


La mesera se acercó con la mejor de las sonrisas que el inicio de su turno a las seis y media de la mañana le permitió.
Él ya tenía varios minutos, muchos, entreteniendo al tiempo sólo con tazas de café. La situación se había vuelto molesta. Era claro que las visitas sistemáticas y la tajante pregunta, “¿se le ofrece algo más?” era parte de un procedimiento que la joven del delantal púrpura debía seguir cuidadosamente. A la tercera consulta la respuesta, “un momento señorita, estoy esperando a alguien”, ya había perdido su poder disuasivo. Consideró mucho más cómodo para ambos, pedir lo primero que sus ojos reconocieron en la carta.
Traiga café, bueno, otra taza y un plato de fruta, sin miel ni granola, por favor. La joven del delantal púrpura tomó la orden que al menos daba tregua y llevaba las consultas hacia otros caminos. Retiró de la mesa una pequeña cesta de pan cuyo contenido había permanecido invariable y movió  con un cuidado inusual la carpeta de cartón con papeles adentro que él había procurado a su lado, cerca de la mano derecha.
Antes de que la joven se retirara, pidió que le dijera la hora, lamentó en ese momento, otra vez, su falta de costumbre para vestir reloj de pulsera. La joven señaló detrás de la barra, donde un enorme reloj redondo daba cuenta de minutos en huida. Realmente no importaba la hora, ella llegaría tarde.
Ya habían quedado muy lejos las llamadas que habían servido de ensayo general al encuentro. Ya habían limado, para entonces, al menos así creían, muchas de las astillas que había afilado el pasado y sólo fallaba un abrazo, un “buena suerte y hasta luego” para terminar, ahora sí, esa historia que no merecía, por ningún lado seguir postergándose.
Él hizo de un encuentro planeado, la más grotesca de las coincidencias. Pero ella no desdijo al supuesto destino.
Se encontraron en la boda de una amiga en común el sábado de hace tres semanas. La maraña mostraba una hebra antes de romperse sin posibilidad de un nuevo nudo.
Se abrazaron. Supo él que ella había cambiado de perfume, que los aretes ahora sí eran de oro y que estaba más delgada. Su cintura siempre había sido breve, pero esta vez sintió la forma de las costillas debajo de la blusa azul y descubierta en la espalda. Aun así la delgadez no le desentonaba y hacía sospechar de los comentarios, ciertos o no, acerca de su prematura (¿hay fechas establecidas?) maternidad.
¿Y tu esposo?, preguntó de una forma tan directa que a ella le pareció más extraña que molesta. Ya viene, respondió mientras se ajustaba un reloj con carátula nacarada. Sigues hermosa, dijo sin saber los motivos que lo habían orillado a hacer tan estúpida afirmación que, por lo demás era más que obvia. Ella vistió a su boca de una sonrisa traviesa, como si hubiera esperado escuchar semejante cursilería desde mucho tiempo antes. Gracias, agregó. Tú no te ves muy bien, me preocupas, ¿estás enfermo? No sé, respondió al instante. Como bien, duermo poco, pero así fue siempre, ¿te acuerdas? Dijo, esperando haber regresado un poco las palabras con el mismo tono que le parecía dulce e insolente al mismo tiempo. Ya me voy, agregó, antes de cruzar la puerta que daba directo a la plaza, eso de la fiesta me sigue costando trabajo. Me dio mucho gusto verte de nuevo, ojalá te vuelva a ver alguna vez. No hables como si te estuvieras despidiendo, dijo ella acomodándose las gafas oscuras. Es mi número personal, dijo y le extendió una tarjetita escrita a  letra autógrafa, llámame pronto, tenemos muchas cosas de qué hablar, ¿no te parece? Sí, creo que así es, respondió.
Violeta quedó esperando que él le devolviera la cortesía convertida en una secuencia numérica y al ver que no llegaba preguntó ¿acaso no tienes teléfono? El de mi casa, respondió, pero está fuera de servicio, olvidé pagarlo y móvil, no, no uso. No me extraña, agregó ella. Ojalá puedas llamarme pronto. Lo haré. Se despidió una vez más, el abrazo fue ahora más estrecho.
Durante el trayecto de regreso a casa, el aroma del perfume le iba sonando en los sentidos. Al pasar por un almacén entró a preguntar el nombre de esa fragancia pero pronto se arrepintió de haberlo hecho. La empleada del mostrador le dijo: si no sabe cuál es el nombre, descríbamelo. Me van a faltar palabras, contestó antes de salir de allí presuroso y un poco avergonzado.
Después de ese día, volvió a presentarse un lejano sueño recurrente que creía olvidado. En el sueño, él siempre permanecía en la estancia de un departamento con paredes interiores pintadas de blanco, no había muebles, excepto una silla de madera que de repente se convertía en un sillón o en una cama.
El sol entraba pleno por los ventanales que, sin cortinas, asomaban a una glorieta con una fuente y prados con césped podado escrupulosamente. 
La sala tenía puertas pero ninguna de ellas permanecía abierta o cerrada en absoluto. De pronto el clima se tornaba cálido, sofocante, azufroso, un pequeño infierno personal. Intentaba abrir las ventanas pero éstas permanecían selladas. Presa de la desesperación intentaba romper los vidrios a golpes, pero nunca cedían por fuertes que fueran los embates. Afuera, el clima parecía  hermoso, un delicado viento hacia que los árboles se sacudieran armoniosamente. Había gente caminando por la calle y los niños jugueteaban en la fuente y algunos comían helados. Mientras, él seguía consumiéndose, sofocándose entre las paredes de ese espacio. Cuando estaba al borde de lo insoportable, el sueño terminaba y daba paso al silencio de la madrugada y a su invariable bondad atmosférica, a su frío silencioso.
La noche del noveno día después de aquél encuentro en la boda, el sueño aquél volvió a presentarse puntual pero esa vez no fue el calor infernal ni la asfixia lo que le devolvía a la realidad de la madrugada.
El timbre del teléfono era lo que rompía el silencio que la noche había madurado y que de cualquier forma estaba sentenciado a terminar con la plenitud del amanecer. Le sorprendía no sólo la hora, iban a dar las cinco, también le sorprendió la llamada en sí misma. Eran pocos los telefonemas que recibía. Fuera de su padre,  quien hacía una llamada quincenal, los sábados, y algunas invitaciones a eventos que no le interesaban y a los que nunca asistía, el teléfono era un objeto notable por su inutilidad.
Hola mentiroso, saludó Violeta con un distante tono de reclamo. ¿Por qué mentiroso? ¿Ya viste la hora, acaso no duermes? ¿Estás bien?
¿Por qué no has llamado? ¿Me dijiste que tu teléfono estaba desconectado? Apenas lo pagué ayer (mintió una vez). Además sí te llamé, pero me diste un teléfono erróneo (mintió otra vez), inexistente. Lo hice, confesó Violeta, sólo invertí el orden del último par de dígitos, pensé que se te ocurriría la manera de hablar conmigo, si en verdad hubieras querido hacerlo, eres tan poco ingenioso. No digas locuras,  es sencillamente que llamas muy temprano. ¿Dónde estás? Aquí afuera, abre la cortina, dijo Violeta. Él permaneció en silencio, dudando en hacerle caso a tan  descabellado instrucción. Por fortuna, la risa de Violeta atajó sus pasos. ¿Te volviste rastreable mi estimado?, dijo Violeta con un tono que, al parecer le causaba un gusto demasiado personal. No te enojes, pero conseguí tu teléfono y también tu dirección. ¿Qué tal eh? Soy buen detective. Me asustas, ¿te volviste espía? Sigues siendo tan corto de mente que no te das cuenta de nada. ¿Te acuerdas de Susana Lázaro?, preguntó Violeta. Imposible olvidarla respondió él, nunca me perdonó la vez que estornudé y le dejé la cara salpicada con queso de puerco de la torta que me desayunaba.
Bueno, pues te apuesto que ni sabes, presumió Violeta, que el departamento en el que vives es de la tía de Susana. No te imaginas la cantidad de personas que tienen todos tus datos personales ni para qué demonios los usan. Desde para clavarte un seguro de cobertura amplia o para dárselos a una curiosa malintencionada como yo. ¿A poco no sabías que la tía de Susana era tu casera? No, no sabía (mintió una vez más y para entonces ya había perdido la cuenta). Alguna vez me pareció verla llegar en un taxi y entrar al edificio usando llaves pero no me imaginé nada. ¡Ay, de verdad contigo!, ¿cuándo usarás la mente para otra cosa que no sea leer de política o ver revistas porno? En este país la política y la pornografía se parecen demasiado. Además contigo llamando a las cinco de la mañana, seguro me vuelvo más “despierto” y con un poco de suerte hasta insomne.
¿Quisiera verte hoy, crees que se pueda?, preguntó Violeta ¿Tengo algunas cosas que hacer (como si la revisión de películas mexicanas de los cincuentas en DVD fuera una tarea impostergable), pero puedo hacerme un tiempito en la tarde, dijo él ¿te parece?, preguntó. Vale, yo te aviso, te marco en dos horas. Violeta colgó y él se volvió a dormir, aún era demasiado temprano. Por fortuna los símbolos  e imágenes que tanto le asustaban en sus sueños, ya no se hicieron presentes. Se despertó, por segunda vez bien entrada la mañana  Tenía sed.
Llegó el medio día sin que la llamada de Violeta se hubiera presentado. Cuando el tedio se le volvió incuantificable, se descubrió sentado en el sillón, junto al teléfono leyendo el periódico del día anterior.
Al cuarto para las seis, supo que, al menos ese día, la llamada de Violeta no se iba a presentar.
Decidió revisar algunos documentos que le habían enviado de la oficina por correo electrónico. El  mensaje estaba remitido por su jefe y en el asunto llevaba clara la instrucción “Para su pronta “rebisión”.
Invirtió las últimas horas del día corroborando los datos que contenían los documentos y poco antes de la media noche regresó el correo sin corregir el error ortográfico de su jefe. En el cuerpo del mensaje, con leras mayúsculas agregó: “DOCUMENTOS REVISADOS, SALUDOS”
 La semana hubiera concluido sin sobresaltos de no haber sido por una  nueva llamada de Violeta, el domingo en  la noche, más bien a la madrugada del otro día, el reloj ya contaba la una de la mañana del lunes. En  el identificador se registraba un número telefónico diferente al de la llamada anterior.
Espero que no me guardes rencor por el plantón que te di, mi estimado. Tuve que salir de urgencia de la Ciudad, vengo llegando apenas y lo primero que hice fue ponerme en contacto contigo, ¿estás enojado?  El sonido de la llamada era muy malo, pensó que quizá se estuviera realizando desde un teléfono celular.
No te preocupes, siempre encuentro qué hacer cuando estoy solo,  contestó con la intención de no entrar en mayores detalles. ¿Y tu esposo? Preguntó otra vez, quizá para saber hasta dónde se extendían los terrenos de su confianza. Llega más tarde, respondió Violeta. Pero, ¿por qué me preguntas por él y no preguntas por mí? ¿Por qué nunca me dices, Violeta dónde estás, estás bien, estás contenta? Tu amiga soy yo, no mi esposo. Tienes razón, Violeta, pero quizá pregunto primero por él para saber hasta dónde puedo aproximar mis pasos. ¿Perdona?, creo que no entendí esa última parte. Tus pasos no pueden llegar a otro lado que no sea a nuestro actual contexto. ¿O en verdad crees que puedes ir a otro lado, a un pasado que apenas estaríamos dispuestos a reconocer?
Lo siento Violeta, no quise molestarte. Pero lo hiciste. ¿Qué crees que es lo que pretendo al haberte buscado? No lo sé Violeta. Perdona, no tomes mis palabras como una ofensa. Anda,  discúlpame. No te voy a disculpar ahora y tampoco voy a lamentar estos días, en verdad me agradó reconocerte en el patio del registro civil. Bueno, te hablo luego, nos vemos.
Violeta  colgó la llamada antes de que él pudiera hilar cualquier tipo de argumento. Sintió que una pequeña culpa en ese momento  ya se había instalado en la sala, en el sofá individual, en la regadera y hasta en el marco de la ventana.
Encontró la tarde del día siguiente particularmente tranquila, apenas se escuchaban algunas voces, perdidas. Una copia demasiado fiel a esa otra que trató de revestirse como el punto final a su historia común. Eran ya nueve, quizá diez años los que había transcurrido desde esa vez en que Violeta le había llamado a la casa de sus padres (el teléfono desde entonces no era sólo el canal, quizá era también el tercero en la charla, como ahora) para anunciarle que se iba a ir y que necesitaban despedirse, completar el ritual obligado por algunas de sus novelas o películas favoritas.
Acordaron una cita en uno de los bares favoritos de Violeta al sur de la Ciudad. Esa vez, Violeta esquivó astutamente todas las preguntas que él le deflagraba sin restricciones. Era poco, muy poco lo que Violeta anunciaba de los planes de su vida futura.
El silencio de Violeta estuvo auspiciado por grandes cantidades de cerveza, primero y ron y vino tinto después. La salida del bar todavía fue presenciada por un somnoliento sol de atardecer. 
No quiero llegar a mi casa así, dijo Violeta ya inmersa en una notable borrachera.
Se dirigían a un hotel que, seguro, terminaría de sangrar la billetera y cobijaría la memoria del cuerpo de Violeta en un adiós irreparable.
Obtener la habitación apenas tomó unos minutos. Le sorprendió que el trato no fuera absolutamente igual a las películas. Mostrador y libro de registros. El pago en efectivo, dejaba casi exangüe las posibilidades de desahogo para el resto de la semana.
Detrás del mostrador, los vidrios ahumados llegaban a ser, con el juego de luces interior, una larga sucesión de espejos monocromáticos, quizá demasiado reveladores y aún más crueles por la misma razón.
Mientras llevaba a Violeta del brazo, el reflejo de los cristales le dejó ver, más que una revelación, una especie de reclamo. La belleza de Violeta era contrastante con la desproporcionada fealdad que él se había procurado a base de desatenciones personales, históricas. De repente le pareció que ante sus ojos tomaba forma la imagen de una frase que había escuchado alguna vez en una película, “fue como ver una horrible oruga caminando por los pétalos de una flor”. Cursi quizá, pero de una verdad irrefutable.
Llegar a la habitación trescientos cuatro marcaba el inicio del futuro recuerdo. La habitación tenía en su interior un orden demasiado artificial y olía a aromatizante de lavanda, no todo, quizá los vidrios que servían de superficie a una mesa central, entre la estancia y la cama que se adivinaba al fondo. Las ventanas de la habitación de hotel daban a la calle que no parecía armonizar con el caos generalizado de las vialidades de la ciudad. La ausencia de ruidos de motor y claxonazos lo inquietó un poco, quizá por eso decidió andar hasta el muro de enfrente, el de las ventanas, y certificar que seguían en la misma Ciudad, en la misma hora y en el mismo año. Corrió las ventanas con una suavidad sorprendente. Entonces se dio cuenta que las ventanas daban a la calle, pero no a la principal. La imagen que obtuvo fue de la calle lateral, donde los comercios ya estaban cerrando sus cortinas metálicas y las copas de los árboles sustituían a los inexistentes balcones.
El vuelo de un pájaro con plumaje gris y rojo le devolvió la atención que ya se estaba fugando a través de las ventanas. Aun así, pensó, no sería buena idea cerrarlas otra vez.
Cuando tornó su vista adentro, Violeta  ya estaba recostada en la cama. Se había descalzado y luchaba a brazo partido por desabotonarse los vaqueros azules que tanto le gustaban a él, quizá porque dibujaban una  forma que infinitamente había imaginado, corregido y recorrido sin cansancio, demasiado, tanto en las últimas fechas, que le significaba entonces un terreno amigo.
Él se aproximó temblando hasta donde Violeta se despojaba torpemente de la ropa. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Violeta extendió sus brazos hasta rodearlo por el cuello y lo aproximó a su boca para besarle. El eco del alcohol era demasiado sonoro para su gusto.
Violeta se alejó un poco para zafarse la blusa por encima de la cabeza. Él retiró el sostén con una habilidad sospechosa de ilusionista y la estrechó lo más que pudo entre sus brazos y el pecho. Quería sentir la tibieza, el palpitar, el pulso, alguna señal de vida que supliera a las palabras que no llegaban.
Encontró tres lunares en el hombro izquierdo de Violeta que formaban un pequeño triángulo y una pequeña herida tras el lóbulo del mismo lado, una caricia dolorosa.
Cuando viajaba la mano por la espalda para atacar la resistencia infranqueable de los vaqueros, se dio cuenta que Violeta estaba dormida, casi inconsciente sobre su pecho. La retiró un poco y encontró aquella belleza con los ojos cerrados y la boca entreabierta. Parecía una muerta, una hermosa muerta soñando su sueño de eternidad.
El deseo cedió su lugar a una especie de ternura que le pareció demasiado desagradable. No había nada que discutir, no habría disyuntiva ideológica ni prueba a las convicciones. Sencillamente no pudo seguir adelante, a pasar la frontera que el hermoso calzón color durazno (¿o sería rosa pálido?)  de Violeta imponía. Algo le impidió abordar ese bello y delicado cuerpo que, semidesnudo y ausente, apenas tenía consciencia de su lugar en el universo. 
La tomó en sus manos y la acomodó en la cama. La cubrió con las sábanas blanquísimas y recién planchadas. Se acercó a su boca, que seguía entreabierta para escuchar su aliento y asegurarse que seguía con vida. Aprovechó el viaje para besarla en los labios y desearle buenas noches.
Comenzaba a hacer frío. El viento hacía flamear las cortinas dando paso a los fantasmas de la noche. Él tomó el teléfono, pidió de comer algún corte de carne con nombre impronunciable y Sangría Señorial para beber. Salió a esperar el servicio al pasillo para evitar que tocaran la puerta.
Comió en silencio.
Se quedó dormido en el sofá, no había prisa, había pagado esa habitación de hotel por la noche completa.
El golpe de los tacones en el piso de madera lo regresó de la noche anterior hasta el comienzo de este día. Violeta estaba apurada, frente al espejo, terminaba de poner en su lugar los vaqueros y un poco el cabello.
Me molestan los baños de hotel, no te había dicho, ¿verdad? Pero más me molesta estar toda sudada. Me tuve que bañar ahí. Pero tu pelo está seco, afirmó él.  Me lo cubrí, también me molesta salir con el cabello mojado.    
Buena noche anoche, ¿no?, preguntó Violeta. Mucho, respondió él. Hablas mucho cuando estás ebria y te ríes más. Fuiste la mejor compañía para atravesar la noche. ¿Cuándo te vas? Salgo al norte hoy. A las ocho.
Vámonos ya. No, me voy sola, dijo Violeta. Hasta aquí nuestra historia juntos. Cuídate mucho. ¿No te despidas, no seas dramática? Cierto, nos vemos pronto. ¿Cuándo?, preguntó él. Eso no lo sé decir.
Violeta salió caminando muy deprisa. Él caminó hasta las ventanas de la pared de enfrente, corrió las cortinas y se quedó mirando hasta que la figura de ella apareció de nuevo, lejos, como siempre había estado. Pensó que le iba a propinar alguna mirada, una recapitulación, pero no fue así. Al llegar a la esquina, le pareció verla abordar un auto que esperaba estacionado. O un taxi. Nunca lo supo en verdad.
El timbre del teléfono, proveniente de un nuevo número, lo regresó a las horas de la madrugada que apenas tomaba ese nombre.
Hola, dijo Violeta. ¿Te desperté? Sí, siempre lo haces, ¿por qué llamas siempre a deshoras? No sabía que las llamadas tuvieran que seguir un protocolo. Deberían tenerlo, dijo él. ¿Dónde estuviste todos estos días?, esperaba una nueva llamada para disculparme, ¿sigues molesta?
Lo estuve, respondió Violeta. Pero ya no, oye, ¿aún lees poesía? La pregunta le sorprendía demasiado. Se refería a la afición de la lectura de poesía como algo extraño, una enfermedad o una tarea inútil.
Te confieso que ha sido muy poca la poesía que he leído después de que nos dejamos de ver. Mi esposo es un lector voraz, casi tanto como yo. Nunca le he visto leer un poema. Le pregunté una vez y me respondió que no leía ese “género”. ¿Lo puedes creer? No, no puedo, dijo él con una extrañeza total. ¿Por qué de repente Violeta se ponía a platicar de los gustos literarios de su esposo en plena madrugada?
Oye, dijo Violeta. ¿Recuerdas el poema que me leíste  la tarde del jueves catorce de agosto en la cafetería cerca del jardín? La puntualidad de la memoria de Violeta, más que intrigarlo, le sorprendió, sin duda. No quiso contestar afirmativamente, no quería que Violeta pensara que su vida seguía girando en torno a la que, por mucho, había sido la mejor de sus tardes. Pero algo lo traicionó y entonces no hizo otra cosa que dar las últimas pinceladas a ese pasado común.
Sí me acuerdo. Estaba lloviendo y nos mal cubrimos con las hojas del diario que llevaba en mi mochila. Tú habías ido a secarte un poco al baño, hiciste fila, me dijiste. Tardaste varios minutos en regresar. Te acomodaste en el sillón, no frente a mí, más bien a mi lado y mientras esperábamos a que nos trajeran café, descubrimos un poema de Sabines que comencé a leer.
Sí, ese poema, ese día, dijo Violeta. Le volví a escuchar algunas veces después, en muchos lados. Es imposible no regresar a esta tarde con las palabras de ese poema.
Intenté memorizarlo pero no pude. Es una obra demasiado, ¿masculina? ¿Y por eso menos meritoria? Preguntó él un poco molesto. No, no seas tonto, repuso Violeta. Fueron quizá los años, esos años, la tarde, no lo sé. Pero me gustó escucharlo, sentir que lo leyeran para mí y no repasarlo en un especie de reflejo, de monólogo frente al espejo. No me sabe igual.
¿Y si me leyeras el poema de Sabines otra vez?, preguntó Violeta con la voz un poco menos brillante. ¿Ahora?, preguntó él demasiado confundido. No, ahora no, me gustaría que lo leyeras otra vez en alguna de las mesas del café cerca del jardín, aún existe, lo visite hace algunos días, pero está muy cambiado, hay focos halógenos y plantas que cuelgan en macetas desde las paredes. Hasta las mesas son diferentes y ya incluyeron sillones demasiado horizontales que parecen poltronas. ¿Qué dices, nos vemos ahí?
Un silencio demasiado largo hizo que Violeta preguntara si aún estaba del otro lado de la línea. Sí, sigo, ¿a dónde quieres que vaya? Lo que pasa es que… Justo ahí Violeta interrumpió con otra puntual pregunta mientras a él se le fugaba una excusa que ya no fue necesario aderezar, ¿claro, si no te molesta volver a verme? No digas eso, contestó de la forma más contundente que en ese momento la extrañeza le permitió.
Te espero mañana a las nueve en el café, cerca del jardín. Violeta colgó sin esperar la confirmación a esa extrañísima cita.  De todos los escenarios que él habría pensado posibles, aquél le resultaba el más inverosímil. Las posibilidades estaban cubiertas por la, de inicio, absoluta inutilidad de esa reunión.
El tiempo había sido implacable quizá en todo cuanto podría concederse y sólo les había procurado lo necesario en el pasado. ¿Había realmente algo más que hacer ante esa irremediable coincidencia? ¿O era quizá que era el mismo destino o la fortuna quien buscaba restituirles algunos trozos de vida y tiempo en un intento muy demorado de justicia?   ¿Era  justo ese encuentro clandestino y velado? ¿Realmente era secreto o era el encuentro con el más inofensivo de sus fantasmas? ¿Llegaría acompañada de su esposo? ¿Serviría ese encuentro para, de una vez, cerrar puertas entreabiertas o abrir ventanas clausuradas?
Llegó temprano. Antes de entrar al café cerca del jardín, consultó con un oficioso barrendero la hora. Entró y preguntó a la mesera cuál podría ser la mesa más visible, “es que espero a alguien” explicó para evitar que lo creyeran una especie de exhibicionista insomne.
Pidió café y dejó que avanzara el reloj y que alguna campanada del Templo en el predio de atrás, trajeran a Violeta junto con un instante que había tardado demasiado.
Las horas se hicieron con el pasar de los minutos y la joven mesera de delantal purpúreo comenzaba a lamentar el poco apetito de su parroquiano que aparentaba no tener ni los medios ni la intención de retribuir su paciencia con una generosa propina.
Aun así cuando dejó la orden de fruta sin miel y sin granola y otra taza de café, vistió otra sonrisa que más bien era una mueca poco amigable. Al retirarse olvidó decir: provecho, algo que él agradeció bastante. A ella, ya no importaba simpatizar.
El reloj no disimuló el tiempo perdido y las campanas del Templo en el predio de atrás llegaron tañendo fuerte, pero nada más.
Algunos empleados empezaban a correr las persianas y a entreabrir las ventanas para inducir una ventilación que ya era necesaria.
Cuando miró a su lado se encontró con la filosa mirada de la mesera en indudable actitud hostil. La dejó acercarse a la mesa y con la resignación que le había dejado la nueva e irremediable ausencia de  Violeta atajó con el dedo señalando en la carta del menú: Traiga por favor…  la mesera habló con la certeza de quien hace y regula leyes al mismo tiempo. Esos son desayunos y se sirven sólo hasta antes de las doce, ya es tarde señor, lo siento.
Él agachó los ojos, propinó una mirada compasiva a los objetos de su mesa, un libro, el periódico del día anterior, la carpeta de cartón con el poema de Sabines y las tazas vacías de café.
Afuera el tiempo era incierto, era medio día pero el sol no se veía por ningún lado, estaba nublado pero las nubes blanquísimas no prometían lluvia, no hacía frío, pero pudo ver a varias jóvenes caminando en la calle con chamarra y abrigo, una de ellas incluso llevaba gorro, bufanda, gafas oscuras y pantalones cortos.
¿Acaso buscarla? ¿Dónde? Siempre llamando a horas extrañas. A deshoras, Siempre desde números distintos, según el identificador electrónico.  ¿Acaso Violeta estuvo aquí? ¿Seguía en la Ciudad, era la más incómoda  lejanía? ¿Era el tiempo que le hacía falta, que le hizo falta? ¿Era un tiempo ausente? 
Miró a la joven mesera aceptando una nueva derrota de la que quizá ella se iba a sentir artífice y que no era necesario explicar, el efecto de todas formas iba a tener el mismo resultado, la misma conclusión.
Con la mejor de sus peores sonrisas y juntando parsimoniosamente los objetos que acompañaron una mañana inútil respondió: Entonces, tráigame la cuenta.

    
Ciudad de México, Junio 2011.