miércoles, 13 de junio de 2012

Quizá la luz o La esquina inferior izquierda


“…dibuja su cuerpo sobre la retina de vidrio el tiempo de una breve exposición. Clic. Está atrapada. La trampa óptica se cierra sobre este segundo de tiempo, la captura en la caja hermética, la sujeta contra la placa de cristal, la graba en la sal de plata.”
Joani Hocquenghem
La mujer del techo.


Observa sin mirar ese filo de obsidiana distante. No es noche aunque es. Detrás de la pupila, la luz que dibuja su piel. Arriba el delicado atardecer emborronado que recuerda la suavidad del cielo, lo inalcanzable del horizonte, lo imposible de su lejanía y el olvido de su olvido de ser malva. Quizá presagia un amanecer nocturno que es casi personal, como personal es el delirio. El eclipse de luna en cielo de piel nevada. Inverso medio día. Cielo sin nubes llovido de otras tormentas calladas. Quizá el sol hilando, hilado, helado. Quizá un tornado desastroso para soledades acompañadas, cómo saberlo. Quizá la respuesta la dé ese relámpago que cruza este cielo atemporal, ese amanecer que se confunde con ocaso desde la ventana que se deja ver. Quizá la respuesta de preguntas que nadie formuló. Quizá la escritura que deletrea nombres. Quizá la luz que dibuja en otros lienzos y sigue soñando en sal de plata. Quizá el silencio de todos modos. Quizá otras letras que mejor hablen de esa mirada infinita. Que expliquen la brevísima eternidad de un instante.



miércoles, 30 de mayo de 2012

Celebraciones.


En la primera línea / pensé en vos / amiga” (Mario Benedetti)

1 Conocí a mi amiga Aurora en la ciudad de Montevideo, en Uruguay. Hace tres años, quizá cuatro,  una tarde cercana a la noche templada perdida en un mar de calendarios ya vencidos.
Días después nos encontramos hablando ya “con sospechosa objetividad de grandes temas en dos volúmenes…”
Así ha sido desde siempre. Mi amiga Aurora es el camino más cercano entre el Cerebro y el Corazón.
Por cierto, nunca estuvimos a conocernos en alguna calle Montevideana, sin embargo, de no haber sido por el paisito, tampoco estaría celebrando la vida y el encuentro.     

En esa época iba en tercero de primaria” (Iracunda Robles)
La Biblia, las mujeres y los modistos no tenemos edad” (Mauricio Garcés)

2 A mi amiga Aurora y a mí nos confunde el tiempo, sin embargo también nos coincide, nos deja en el mismo renglón o nos convierte en rimas asonantes. El tiempo es pretexto de complicidades, para andar en épocas en los que no éramos ni siquiera paternas promesas de amor sin final. Mi amiga Aurora proyecta su futuro con la autoridad de la memoria, de la imposibilidad del olvido, es el poema escrito en la bóveda celeste que me apresto a leer desde la firmeza de mi suelo.

Cuando es verdadera, cuando nace de la necesidad de decir, a la voz humana no hay quien la pare” (Eduardo Galeano)

3 Mi amiga Aurora cuando intenta (fallidamente) clausurar la puerta del corazón, entones abre de par en par la ventana de la palabra. Y no sólo habla con sus voz, más bien (“más mejor” diríamos en el pueblo) habla con la voz de las manos, con la huella de sus dedos pintadas en el papel. Cuando escribe, su palabra se desviste de voz y cubre su desnudez con el brillo de una inteligencia inagotable, terca, necia y entrañable.

“Le nuit chavire ton corps navigateur… /tu dors et le temps te désarme…”
(“La noche vuelca tu cuerpo navegante…/duermes y el tiempo te desarma…” Jean Royer)

4 MI amiga Aurora no duerme. Bueno sí, pero muy apenas. Lo suficiente para tener la excusa perfecta a sus divergencias con el reloj. Su noche de reposo empieza con el punto final de algún texto. Dicen que la noche tiene su encanto. Mi amiga Aurora ya sufre su contagio.



Andrés Guillén.
Ciudad de México, 31 de mayo 2012.

martes, 24 de abril de 2012

El cansancio compartido



Nos bordean al frente vallas metálicas, a nuestra espalda cientos de cuerpos alterados. No hace calor, al menos no se siente, la atención se encuentra en otros lados y no en las nimiedades climatológicas.
Se ha caminado, sin caminar, un camino cansado y divertido, sin embargo los presentes vemos llegar con definitivo gusto el asomo de la bahía sonora de la mejor banda de surf de México, Lost Acapulco.  
No reparamos en las dimensiones del lugar porque sería inútil hacerlo, sencillamente el espacio es lo que menos abunda. Los centímetros se reducen con cada golpe de batería y acorde de guitarra. El contexto, sin duda, se vuelve primordial. El contexto tamiza las acciones y les otorga su verdadera significación.
En otro contexto, los empellones y la invasión de la individualidad derivarían en enfrentamientos irremediables. Los roces involuntarios y la peligrosa cercanía de los cuerpos y de los rostros sudorosos provocarían un desborde de imaginación, quizá lindando los terrenos del deseo irrestricto, el derramamiento de cerveza sobre la ropa no concluye en reclamo, ni es considerado agresión. Es Lost Acapulco y los acordes de un surf trepidante y a ratos cargados con una fuerte connotación sexual que por otro lado no está fuera de lugar.
Conocemos el talento y las capacidades técnicas de los músicos, los hemos celebrado, ¿sus rostros? es lo de menos. No importa. Lo que importa es la increíble capacidad de la banda en transformar la pista de un auditorio en las indescifrables crestas de una mar crecida. O en un cuadrilátero de lucha libre donde las llaves asaltan también a los ojos. Los cuerpos en movimiento parecen perder su peculiar individualidad. Las caídas se suceden ahora sí, con límite de tiempo. Y el tiempo lleva nombres contundentes, sencillos pero no simples. Málaga Storm, Frenesick, A huevo, y demás minutos bautizados desde el fondo por la espesa y rasposa voz del Warpig.
Termina entonces la causa del cansancio compartido, el descanso aún es una lejanía incontestable, inconfesable quizá mientras, aún zumban los oídos. Y la noche sin su mar, afuera, confundida en el tiempo y el sudor de unos brazos delgados que solos se reposan.


miércoles, 4 de abril de 2012

Se nos terminó

Con afecto, hasta la ciudad de la traza angelical.



Ya se nos acabó el tiempo, dijo. El cielo perdía constantemente los colores y el sabor. Parecía irse el sonido de las voces que habían caminado de ida y vuelta los pasillos del mercado. En la iglesia habían terminado los rezos y habían apagado las velas y el incienso y por  algún lugar se había perdido el tañer de otras campanas.
Ella desvistió sus ojos de la luz y de las gafas. Procuraba no hablar, ya no iba a agregar nada. Se llevó el vaso a los labios, besó el borde (y qué envidia, carajo) y dio el trago que lo dejó vacío. Hubiera escrito un pretexto en el fondo, pensó, una idea que, quiso asegurarlo pero no pudo, sabía que no era de él.
Y se levantó de la mesa, salió de la habitación que parecía reducirse cada momento, lo miró, le tocó el hombro, compartió otra vez su aroma y volvió a pensar en el tiempo (quizá no en ese orden).
El reloj detenido era señal suficiente. ¿Cómo iba a discutirle?

 

miércoles, 7 de marzo de 2012

En la esquina de la ausencia.



Eran su silencio y su sombra el sello, la marca, el anuncio de su territorio. Decían que olía así, a perfume barato, huele a puta, también decían. ¿A qué huele una puta? pregunté y nadie me otorgó jamás una respuesta que justificara aquello.
Ella no fumaba, ni masticaba chicle, ni golpeaba los tacones contra la banqueta como si quisiera despertar a los años y a las conciencias dormidas. Ella esperaba tranquila, en la noche (cuando la noche llegaba) y con la noche se iba antes de los reclamos de la madrugada. Ya no hay serenos, tampoco calma.
Yo le llamaba por su nombre cuando nuestras soledades coincidían. Hasta en eso fue generosa, me dijo tantos para que eligiera el que mejor se acomodara en mi recuerdo. Fue flor (Rosa) , diosa (Victoria), sabores (Dulce), ave (Paloma), misterio (Mar), origen (Eva), incluso virgen (Lupe). Esos nombres sólo llenaban una parte de la exigencia del recuerdo, ya después quizá demasiado relevante.
No recuerdo su sonrisa, nunca la mostró, no tenía por qué, es cierto. Quizá eso haría falta para completar la memoria. La que su voz me deja a medias. Aun así recuerdo sus dientes blanquísimos y el colmillo que se encimaba un poco y que se asomaba (buena metáfora) al establecer el precio del intercambio. Nunca escatimé el precio, aunque a veces me dieron ganas de hacerlo.
Era demasiado precisa en todo, apenas unas palabras, siempre comandando, dando órdenes, volviendo espesuras esa oscuridad que entonces nos delataba.
En noches cálidas usaba ropa de esport, tenis y playera y dejaba al aire unos hombros tersos, como el resto de su piel anónima, Ahora que lo recuerdo, de su desnudez, fue la de los hombros la única que permitía. La paga apenas cubría lo necesario.
Una vez, de mañana, la vi caminando a prisa, con la cara fresca sin los estragos de la noche anterior. Revisé su cuerpo amigo caracterizado de otro personaje.  No había dudas, era el mismo, las dimensiones encajaban perfecto en mi desvelada visión. Antes de subir al camión atestado de gente, la cartera se desprendió desde sus dedos. Al punto llegué, la tomé y la extendí hacia ella quien me miraba desde arriba del transporte. Gracias dijo y tomó la cartera que seguro llevaba más de dos días de mi sueldo en billetes que ella había ganado pródigamente y terminó de abordar y se fue.
Ahora a esa esquina de la Ciudad le falta una sombra, un silencio. A mí me sobra una ausencia y el recuerdo de un olor indefinible, a prisa de mañana, a sol recién nacido, el aroma irrepetible que no es perfume barato, que es sencillamente su entrañable  olor a puta.


Ciudad de México Marzo  2012. 

domingo, 19 de febrero de 2012

Amaneceres




El sonido de metal de alguna campana que partió el cielo le hizo apenas abrir los ojos. De repente imaginó que así debía haber sido su primer día en el mundo. Un poco confuso y también doloroso. Pero en esta vez la claridad no manaba de la luz halógena de una sala de partos, esta vez, un sol aún adormecido se filtraba entre las ramas de un par de árboles heroicos que hundían sus raíces en cientos de años más abajo de la banqueta revestida por la cuadrícula grisácea de las baldosas que de a poco se iban humedeciendo por la agónica transmutación en agua de los bloques de hielo que desde bien temprano había dejado a las puertas del negocio de comida casera  y que ahora mismo le devolvían un poco la sensibilidad a sus piernas que le seguían hormigueando. Intentó ponerse en pie pero el dolor agudo de la espalda lo regresó a ese rincón que apenas era perturbado por el paso veloz de algunos empleados que a esta hora apenas llegaban a ser piezas de ornato.
Sentía la cara inmóvil, incapaz de gesticular y ser reflejo de los moretones que también sentía en, pues quien sabe en dónde, pero adentro, en el orgullo, en el alma, en eso que había dejado de escaparse junto con la sangre ahora ya seca y vuelta costra que bordeaba sus labios.
De pronto tuvo sed. Su mano derecha estaba totalmente mojada por el agua del hielo que seguía derritiéndose a tan solo unos pasos de donde se encontraba sin que pudiera hacer algo, lo que fuera para impedirlo. El hielo siempre se deshace, se vuelve tan ligero e inasible como agua. Es su destino, nadie es tan duro siempre ni tan inútilmente helado. Se llevó la mano empapada a los labios que de inmediato le devolvieron el sabor a sal y óxido de la sangre seca que en su rostro le daba una apariencia entre celestial y repugnante. Un Cristo barrido y tirado en la banqueta. Un teporocho con apariencia de redentor sin nadie a quién salvar del fuego eterno del infierno. Alguien a quien los pecados habían encontrado, todos y sin aviso la noche anterior en una mesa  de “La deriva”, aquél sitio entre restaurante y cafetería que siempre había querido visitar junto a Victoria.
Convencido de haberse habituado a la ausencia de Victoria, en estos últimos días había tomado por costumbre regresar caminando del trabajo. La noche llegaba fácil, siempre a medio camino. Las luces de las estaciones del bus y de los pocos negocios que aventuraban sus ventas después de las 8 de la noche le daban una ruta, al menos, ausente de sombras pronunciadas.
En el camino era irremediable encontrarse con restos de instantes que, invariablemente, habían tenido en Victoria una contraparte, mucho más que una compañía que atestiguaba que ese pasado, que ahora encontraba prendido en demasiadas esquinas, había sido real.
Así, trazaba un eterno mapa en el que las coordenadas no eran grados o cuadrantes, sino más bien momentos y lugares que completaban un todo, instantes diversos y extensos que tenían en común estar todos revestidos por el pasado.
Por aquí, Victoria detuvo  el camino. Se sentó en el escalón de la entrada de esa casa y dijo que no daría un paso más. Que estaba cansada. Que quería comer dulces, una alegría o una palanqueta de semillas de calabaza bañadas con miel. Eran casi las nueve de la noche, Traté de convencerla de que no encontraría dulces mexicanos ahí, a esa hora. Entonces no me muevo, respondió. Y cruzó los brazos y cerró los ojos. Me quedé en silencio tratando de buscar alguna buena razón que nos permitiera reiniciar el camino. Cinco minutos después, un hombre de sombrero de palma y chamarra y frascos de miel al hombro y caja de cartón en la mano izquierda  nos ofrecía una pléyade de dulces artesanales. Los suficientes para saciar el antojo de Victoria, los necesarios para retomar el camino a casa.
En el zaguán, Victoria me reclamó que no veía lo que ella, que había notado al artesano de dulces cuadras antes y que me había insinuado su repentino interés sin que me hubiera dado cuenta. Movía la cabeza como negando y al final, besando mi mejilla resolvió que me perdonaba pero que le pusiera más atención.
Allá, debajo del toldo de lona de la tienda de ropa, una lluvia repentina nos sorprendió mirando trajes completos y ropa de postín. Victoria me preguntó que cómo me vería de traje completo a lo que respondí que fatal. Ella me miró de pies a cabeza y concluyó con una sonrisa que tal vez sí, pero que debería intentarlo.
La lluvia comenzó de inmediato. Rodeé con mis brazos su cintura, cerrando los ojos, por que el viento iba contra nosotros y llegaba húmedo y frío. Ella me soltó y salió de la falsa seguridad del toldo, el suéter y el cabello se volvieron de pronto una extensión del cielo oscurísimo. Riendo, se descalzó y comenzó a caminar por la banqueta. Anda vamos, me dijo. Pero quítate los zapatos. Lo hice, convencido de las desgracias respiratorias que aquél arrebato tendría como consecuencia. Victoria tomó mi mano y tratando de desviar mí atención de los estragos que para entonces ya avizoraba me dijo: Somos seres de agua, ¿recuerdas?, ni siquiera se siente fría. Siempre estamos separándonos de todo y de todos lados, por eso nos sentimos ajenos. Pero ven, no pasa nada. Y Victoria y yo  cortamos el sueño marino del cielo con nuestras huellas.
Acá, Victoria me pidió que compráramos flores. Le pregunté para qué y ella me respondió con una mirada aguda y desafiante. Y compró trescientos pesos en nubes y astromelias y yo gasté otro tanto en claveles, pensamientos y alcatraces. Caminamos hasta la casa y subimos la escalera y pusimos las flores en botellas, botes de helado vacíos, en vasos de vidrio que después adornaron la repisa donde habíamos acomodado algunos libros.
Las que ya no alcanzaron recipiente, Victoria las unió con hilo y las colgó, por dentro y por fuera, en las ventanas que daban a la calle. Lucían extraño, parecía que esas flores habían crecido tanto que se les había olvidado el suelo tres pisos más abajo. Me agradó ver esas redes con sus presas de colores prendidas en las ventanas. Cansada, Victoria se recostó en la cama y me pidió que me acomodara junto a ella. Metió sus manos debajo de mi camisa y durmió enredada a mi abdomen abultado. Cuando rompió la mañana, Victoria ya se había ido. Me dejó una nota escrita con su caligrafía redonda y firme, como de estudiante aún: “Las flores del balcón se convirtieron en aves y me llevaron volando”
Victoria desapareció, como un antojo saciado. Como la lluvia de la tarde. Como las aves que tienen frente a sí una jaula abierta y un balcón sin ventanas.
Por eso las caminatas de vuelta del trabajo. Por eso, la decisión de entrar en “La deriva” ahora que la quincena y el tiempo lo permiten.
Se quedó en una mesa cerca del fondo, entre la barra y las escaleras que deban a las mesas de arriba, las que están en el balcón y que casi siempre están ocupadas, según le dijeron.
Una joven se acercó a la barra solicitando atención para las mesas de arriba, las del balcón. No había sido ni la figura ni la voz de esta mujer lo que le hizo desviar la atención sobre ella, había sido el perfume cercano que de pronto invadía toda aquella atmósfera. ¿Victoria?, preguntó afirmando  mientras se acercaba de frente, atajando los pasos que la joven ya dibujaba escalones arriba.
El golpe de los tacones marcó el paso de la huida. La joven con la mirada gacha se instaló en la mesa más cercana a la vista exterior. Con su dedo índice simuló poner un mechón inexistente de cabello tras el oído, como una señal suficiente a su acompañante que de inmediato terció en aquél interrogatorio escaso de palabras. ¿Se te perdió algo? Nada, sólo quiero hablar con ella. La mujer miró afuera, ignorando la imagen que ya no estaba frente a ella. En la calle, un muchacho flaco de cabello largo hacía malabares con aros encendidos y esperaba alguna moneda de los automovilistas que el semáforo en rojo había convertido más que en espectadores, en testigos de tal suerte. Victoria, casi grité una vez más.
¿Victoria?, estás equivocado chico. Victoria, dile, nada más quiero hablarte, por favor. Mira, no estés molestando ¿ya?, sabes qué, vámonos de aquí. El hombre tomo a la chica de la muñeca y la jaló hacia él, como si así completara el canon que su indignación le marcaba.
Los tres bajaron las escaleras. La mujer fue la primera en salir. Tras de ellos también dos meseros completaron las figuras del escape. Victoria, espera. Deja de llamarla Victoria, cállate ya. ¿Qué, vas a hacer? Yo nada, niño pendejo. La pareja subió a un auto negro, muy nuevo, no vimos bien, pero quizá ni siquiera traía placas. Detrás un coche mucho más viejo que parecía seguirlos pero que se quedó en medio de la banqueta. Dos hombres lo tomaron, un forcejeo sin hacer demasiado  ruido, era como una coreografía que completaba el acto de malabarismo que el chico flaco de cabello largo se negaba a interrumpir.
Muchacho, perdona, pero es nuestra chamba, tú entiendes, pareces listo ¿verdad? No hubo saña, se evitaron comentarios que no iban al caso. Ni siquiera se alejaron demasiado. A la vuelta, poca gente, quizá la hora, un poco el clima, hace frío. No mucho, pero ya ves como es la gente, siempre hace de las perturbaciones atmosféricas pretexto o maldición. Este es buen sitio.
Fueron ellos quienes lo recostaron contra la pared. Y se fueron sin decir nada más. No le quitaron la cartera, ni el reloj (casi vacía y demasiado barato, respectivamente). Sólo les falto despedirse para hacer de aquello un encuentro.
Sí durmió, después de todo. Al principio sólo se preguntaba si en verdad se había equivocado. Si había reconocido a Victoria en aquella mujer más por el recuerdo y las nostalgias que por la puntual memoria. ¿Fue un error? ¿Cuál había sido el error? ¿La cercanía, los días que no fueron más que un pretexto para acompañar algunas soledades sin etiqueta? ¿Hablarle otra vez, no asumir en esa nota el punto final que Victoria ya había decidido quién sabe desde cuándo?  ¿No haber permitido que el olvido se saciara con el sabor de aquella ausencia? ¿El error de vivir o de no morir o dejar morir a tiempo? ¿De dejar que fuera ella quien siempre marcara los derroteros del destino?
El sueño duró lo que le tardó amanecer a la noche. El agua helada del hielo en derretida hizo que sus piernas pasaran del hormigueo al dolor. Los dedos de su mano derecha apenas tuvieron la intención de moverse para buscar el punto de equilibrio que le permitiera intentar levantarse.
Un sentido automático lo llevó de vuelta a su casa. Subía las escaleras con la velocidad que una noche a la intemperie le permitía. Quería bañarse, como si con eso pudiera  quitar además de la sangre de su piel, el dolor que los golpes le habían dejado como recuerdo de la última noche. Tenía la intención de tomar algo caliente, Necesitaba ahogar el frío y eso que todavía estaba en su estómago y que, estaba seguro, tenía que ver con la aparición de la que pudo haber sido Victoria.
Abrió la puerta, el olor cálido del café recién hecho fue otro golpe más. Las ventanas estaban abiertas. También olía un poco a flores frescas.



martes, 7 de febrero de 2012

La cautela.

En realidad no estaba borracho, nunca le había gustado el eco amargo y seco del alcohol después de un trago. Sin embargo, fiel a la tradición que se había instalado en su mente desde que en el canal cuatro pasaban películas mexicanas a las cinco de la tarde, decidió que el adiós de ella tenía que ser digerido  entre humo de cigarros y botellas vacías, copas, voces, incoherencias inconexas.
La cantina estaba en la mera esquina de cualquier calle cerca de la colonia Obrera. Desde atrás alguien ponía música que  escapaba por un par de bocinas colgando de alcayatas en las esquinas del techo, una de ellas muy cercana a una virgen de Guadalupe flanqueada por un San Martín Caballero y un novel San Judas Tadeo que apenas asomaba la cabeza entre nudos de escapularios que más bien parecían querer asfixiarle.
 Al pasar, tomó al mesero del brazo y con una voz sepulcral pidió “lo mismo”. El mesero respondió con un cortés, “enseguida señor”.
En la barra, el cantinero le reclamó al joven de la filipina blanca “Ya dile a ese güey que no mame”. El mesero al mirar la vehemencia con que el despechado entonaba “La cautela” respondió, “nel, no me atrevo”. Llenó otro vaso con coca cola con hielo y emprendió el viaje de regreso a la mesa del solitario parroquiano que tal vez dejaría una buena propina. Al final, las bebidas le saldrían un poco más baratas, total, era puro refresco.



martes, 31 de enero de 2012

Odiar los días nublados.

Odio los días que evocan a otros días
esos en que la humedad se compartía
con pasos en terrenos amigos.
Odio el cielo gris y cercano
con filos de tonalidades
armonizando la sombra falsa
 de tus ojos.
Odio mi brazo sobre tus hombros
pretexto del clima
que a mí no me importaba.
A veces odio recordar tu llegada
que acaba con la espera y el misterio.
En los días que evocan a otros días
días fríos, de cielos grises cercanos
la herida de mi hoy
tan lejos de nuestro ayer
siente escalofríos
que le corren de la espalda
hasta este odio
que de serlo, no sería tanto.

lunes, 9 de enero de 2012

De palabras prestadas.

Mi corazón nació desnudo
y fue envuelto en canciones de cuna.
Más tarde, ya solo, llevó
poemas por ropa.
A modo de camisa
cubrían mi espalda
los poemas que había leído.
Así viví durante medo siglo
hasta que nos encontramos y no hubo necesidad de
  palabras.
Por la camisa colgada en el respaldo de la silla
sé esta noche
cuántos años
de aprender de memoria
te he esperado.

John Berger.  

viernes, 6 de enero de 2012

Líneas para no decirte nada.

A la pequeña NVZ.

De todos los recuerdos
El tuyo es el más joven,
Acaba de nacer
Entre el tono de tu risa
Y la sombra del silencio.
Un ayer sigue colgando
De tu mentiroso
Ceño fruncido,
El golpe de tus pasos
Rompe el suelo
Hasta mi oído
Va anunciando tu llegada
Como la inevitable catástrofe.
Como el humo en el incendio
Ya después
Desde la orilla de mis horas
Bajo el cielo
Adormilado y trémulo
Que dejaste aproximar
Mis manos escribieron despedidas
De lunas
Que nada,
Nada
Procuran decirte. 

jueves, 5 de enero de 2012

Respuesta a Liz.

Respuesta de Abin Al Sahairi (brazo armado, con pluma y tinta nada más, de su Majestad Baltazar).
Base tierra. Operación Semilla de sueño.
Buena noche Liz:

Permítame llamarle de esa manera ya que así firma al calce la misiva que tengo ahora en mis manos y que forma parte del torrente de cartas que el día de hoy hacen de nuestra jaqueca una interminable algarabía.
Quiero iniciar mencionando que fue motivo de gran alegría saber nuevamente de usted. Por alguna extraña razón, que usted apenas retoma de forma ligera y casual (y que no reclamamos, por supuesto) casi todos los pequeños peticionarios anuales, cancelan  ese flujo epistolar con la realeza a la que represento, apenas llegada la adolescencia. En los más de los casos se comprende, en otros quizá no tanto, a fin de cuentas es un ciclo que no puede trastocarse.
En lo que a mi respecta aún recuerdo las dosis peligrosamente altas de azúcar que solían complementar los regalos que integraron sus justas demandas en años pasados. Por eso celebro este encuentro de palabras.
Ya en confianza Liz, déjeme compartir información que la tenemos como exclusiva nuestra.
Uno. Es complicado mantener la fe en cualquier cosa que las pupilas y el tacto no confirmen.
Dos. Sabemos de la existencia de los lugares recónditos, de los parajes, de las esquinas sin faroles y excesos de sombras. Conocemos a tantos niños, a muchos y también a los que las estadísticas tan cruel y absurdamente han quitado nombres para convertirlos en un dato porcentual. Sabemos la importancia del pan y la pelota. De lo importante de la leche y el agua, pero también del caramelo y las galletas. Sabemos la importancia de las letras en los libros, la sopa y  las lunetas. ¿Y ustedes también lo saben? ¿Lo saben los padres de esas caritas sucias sin nombre (quienes hubieran sido), la gente del barrio, la gente que pasa, la gente que firma el presupuesto anual y los bonos y las partidas y calcula el tipo de cambio y el índice del mercado de valores? Tiene razón Liz, fue ingenuo preguntar, pero precisamente es importante preguntar para obtener la respuesta. Porque si la respuesta es “si”, entonces algo vamos haciendo mal y en caso de que sea “no”, entonces qué demonios estamos se esperando.
Tres. No hay pretexto Liz, sin embargo son muchos los brazos que se necesitan para abarcar ese enorme círculo. Y, ¿sabe algo?, tampoco pedimos gran cosa, nuestra logística es simple en extremo Liz y usted misma la ha explicado casi sin notarlo.  Cuando el tiempo o los brazos no alcanzan, todo aquél que ayer recibió un regalo, estará presto a resanar esa ausencia. Sí, tal vez un poco de “asegurar el futuro” si lo quiere plantear así, pero sepa que nos ha funcionado.
Cuatro. Hemos conformado complicidades importantes. Una unión indisoluble que hunde su raíz en el ayer, atada con cordel de zapato y serpentina. Esas gentes buenas por fuera y por dentro, nos ayudan y ayudarán a que los  presentes de esta noche sean, como ustedes dicen universales y que si hay algún niño con las manos vacías, sea con el estómago lleno y la boca todavía con ecos de dulzuras y confituras.
Por último querida Liz, le informo que la felicidad al amanecer de Camilita está asegurada (propínele un abrazo extra mientras retiran juntas la envoltura del regalo que junto al zapato se va a colocar)
Por último, ahora sí, me indica Baltazar, insomne irredento, que no es tan tonto para entrar mientras aún se mira la luz de su habitación encendida. Me ha pedido que incluya en estas líneas abrazos de él mismo y de alguien que firma una carta con esa misma petición con el nombre de Andrés Guillén.

Hasta pronto Liz, y por cierto. no olvide mirar también su zapato.
Atentamente
Abin Al Sahairi
Enero 06, 2012.