II
El cajero estaba descompuesto. Así lo anunciaba la hoja
impresa y adherida con cinta transparente a la pantalla que permanecía
encendida. A pesar de no traer un peso, la necesidad del efectivo no era
imperiosa. Aun así, Ismael se convenció a sí mismo para ir a buscar otra
sucursal bancaria cruzando Reforma, pretexto ideal para forzar a la casualidad
de encontrar a Luisa en la sala de velación.
Se decepcionó de sí al tomar esta ocasión para encontrarse
con los oscuros ojos de Luisa, esos que conocía bien, que imaginaba con
frecuencia pero que cada vez recordaba menos. La tristeza tornaba los ojos de
Luisa un par de sombras profundas, silenciosas, con una expresión
diametralmente opuesta a sus momentos de brillante felicidad.
No era exagerado pensar que había sido la tristeza el nudo
que, al inicio de su relación, los había mantenido cercanos. Había sido un
época difícil para Luisa: la mudanza de su único hermano a trabajar a un estado
del norte, la larga y dolorosa hospitalización
de su padre, la sequía y la falta de ánimos para terminar la tesis para
dar, ahora sí, por terminada la carrera. Esa versión de Luisa encontró la
perfecta compañía en Ismael, un solitario antisocial que dormía temprano los viernes
y asistía solo al cine. Fue entonces que la convivencia surgió para acompañar
dos soledades.
Ismael se acostumbró a la presencia de Luisa en su vivienda
de altos uno. Cambió la dinámica de lo cotidiano: procuraba tener comida en el
refrigerador, mantener en orden los libreros, hacer más frecuentes los días de
lavandería. No obstante, la presencia de Luisa ahí era una intermitencia, una
aparición fantasmal que apenas dejaba registro de su paso.
-Eres afortunado- le dijo Luisa, una mañana que se había
despertado con amanecer- Oye: las aves de la fronda del árbol.
Por primera vez, afinó el oído. A pesar del paso de los
autos y los portazos de los vecinos al salir, Ismael escuchó un ruido dulce,
enmarañado. Las aves despertaban y Luisa con los brazos sobre el alfeizar de la
ventana escuchaba ese sonoro amanecer.
Pero pocos pueden mantener una tristeza crónica por tanto
tiempo. Las cosas para Luisa iban mejorando, su hermano cada día iba mejor en
el trabajo, su padre se había recuperado notablemente y había regresado a su
casa. Luisa había replanteado el tema de la tesis y llevaba avances
considerables. Luisa había dado una vuelta a la tuerca del ánimo. Volvía a
tener su brillo inocultable.
Al ajustar su camino, Luisa encontró nuevos acompañantes.
Las visitas a la casa de Ismael cada vez se iban espaciando. Supo que era el
momento de concluir su convivencia la tarde en que Ismael le telefoneó y ella prefirió
no tomar la llamada.
Luisa decidió que ya no era posible entrar en la vida de
Ismael y para ello tenía que devolver
las llaves. Llegó a la vivienda de altos uno a un horario con la certeza de no
encontrarlo en casa. Miró la habitación casi vacía. Fue recogiendo algunas
cosas que sugerían su ocasional presencia: un suéter, un paraguas y dos libros.
La casualidad hizo que Luisa abriera uno de ellos justo en la página donde
estaba impreso un poema de Piedad Bonnett. Buscó una pluma y transcribió algunas
líneas de un poema en un trozo de papel que, sin saberlo y para su sorpresa, ya
casi había memorizado:
No hay pues mujer más
sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.
Sobre la hoja donde dejó la huella de su caligrafía en fuga,
dejó las llaves y una bolsa de galletas de nuez.
Lo que siguió sólo fue el pretexto para no llamarse
extraños: correos electrónicos, alguna llamada ocasional o un mensaje de
felicitación en el cumpleaños o la noche de año nuevo. Algunas veces, noticias
que compartían los que habían sido amigos comunes.
No fue difícil encontrar la funeraria la cual ocupaba la
planta baja de un edificio recién remodelado. La fachada estaba recubierta con
largas losas blanquecinas imitación mármol. Los cristales ahumados de la puerta
cumplían la formalidad de un ambiente monocromático, sin embargo la sobriedad
era arruinada por un tablero digital de iluminación de focos de led que
anunciaba los nombres de los infortunados clientes que eran velados en ese
momento en alguna de las tres capillas. En el tablero se anunciaba al ocupante
de la capilla dos: Eduardo Arrieta N.
Ismael se encaminó a la capilla dos, una recepcionista le
indicó el camino que debía seguir a través de un pasillo, al fondo de la planta
baja. Cuando entró la sala estaba vacía, unos adolescentes compartían la
minúscula pantalla de un teléfono celular para ver una película de acción. Una
mujer con los ojos enrojecidos, quizá por llorar mucho o dormir poco, le salió
al paso. Le extendió la mano a modo de saludo y explicó que los concurrentes
habían salido a desayunar algo. El cortejo saldría al panteón a las once de la
mañana. Ismael dio un paseo con la vista tratando de encontrar a Luisa. No
estaba. Quizá ella también había salido a desayunar. Ismael se despidió de la
mujer y salió de la sala caminando a prisa.
A pesar de estar nublado, la claridad del día deslumbró a
Ismael. El aire cargado de emisiones de autos y los ecos de la lluvia reciente
fueron un alivio. Emprendió el regreso a paso rápido, pero antes de dar la
vuelta a la esquina escuchó que alguien le llamaba por su nombre.