domingo, 9 de septiembre de 2018

Sin remedio


II

El cajero estaba descompuesto. Así lo anunciaba la hoja impresa y adherida con cinta transparente a la pantalla que permanecía encendida. A pesar de no traer un peso, la necesidad del efectivo no era imperiosa. Aun así, Ismael se convenció a sí mismo para ir a buscar otra sucursal bancaria cruzando Reforma, pretexto ideal para forzar a la casualidad de encontrar a Luisa en la sala de velación.
Se decepcionó de sí al tomar esta ocasión para encontrarse con los oscuros ojos de Luisa, esos que conocía bien, que imaginaba con frecuencia pero que cada vez recordaba menos. La tristeza tornaba los ojos de Luisa un par de sombras profundas, silenciosas, con una expresión diametralmente opuesta a sus momentos de brillante felicidad.
No era exagerado pensar que había sido la tristeza el nudo que, al inicio de su relación, los había mantenido cercanos. Había sido un época difícil para Luisa: la mudanza de su único hermano a trabajar a un estado del norte, la larga y dolorosa hospitalización  de su padre, la sequía y la falta de ánimos para terminar la tesis para dar, ahora sí, por terminada la carrera. Esa versión de Luisa encontró la perfecta compañía en Ismael, un solitario antisocial que dormía temprano los viernes y asistía solo al cine. Fue entonces que la convivencia surgió para acompañar dos soledades.
Ismael se acostumbró a la presencia de Luisa en su vivienda de altos uno. Cambió la dinámica de lo cotidiano: procuraba tener comida en el refrigerador, mantener en orden los libreros, hacer más frecuentes los días de lavandería. No obstante, la presencia de Luisa ahí era una intermitencia, una aparición fantasmal que apenas dejaba registro de su paso.
-Eres afortunado- le dijo Luisa, una mañana que se había despertado con amanecer- Oye: las aves de la fronda del árbol.
Por primera vez, afinó el oído. A pesar del paso de los autos y los portazos de los vecinos al salir, Ismael escuchó un ruido dulce, enmarañado. Las aves despertaban y Luisa con los brazos sobre el alfeizar de la ventana escuchaba ese sonoro amanecer.
Pero pocos pueden mantener una tristeza crónica por tanto tiempo. Las cosas para Luisa iban mejorando, su hermano cada día iba mejor en el trabajo, su padre se había recuperado notablemente y había regresado a su casa. Luisa había replanteado el tema de la tesis y llevaba avances considerables. Luisa había dado una vuelta a la tuerca del ánimo. Volvía a tener su brillo inocultable.
Al ajustar su camino, Luisa encontró nuevos acompañantes. Las visitas a la casa de Ismael cada vez se iban espaciando. Supo que era el momento de concluir su convivencia la tarde en que Ismael le telefoneó y ella prefirió no tomar la llamada.
Luisa decidió que ya no era posible entrar en la vida de Ismael y para ello tenía que  devolver las llaves. Llegó a la vivienda de altos uno a un horario con la certeza de no encontrarlo en casa. Miró la habitación casi vacía. Fue recogiendo algunas cosas que sugerían su ocasional presencia: un suéter, un paraguas y dos libros. La casualidad hizo que Luisa abriera uno de ellos justo en la página donde estaba impreso un poema de Piedad Bonnett. Buscó una pluma y transcribió algunas líneas de un poema en un trozo de papel que, sin saberlo y para su sorpresa, ya casi había memorizado:

No hay pues mujer más sola,
más tristemente sola,
que la que quiere amar a un hombre triste.


Sobre la hoja donde dejó la huella de su caligrafía en fuga, dejó las llaves y una bolsa de galletas de nuez.
Lo que siguió sólo fue el pretexto para no llamarse extraños: correos electrónicos, alguna llamada ocasional o un mensaje de felicitación en el cumpleaños o la noche de año nuevo. Algunas veces, noticias que compartían los que habían sido amigos comunes.
No fue difícil encontrar la funeraria la cual ocupaba la planta baja de un edificio recién remodelado. La fachada estaba recubierta con largas losas blanquecinas imitación mármol. Los cristales ahumados de la puerta cumplían la formalidad de un ambiente monocromático, sin embargo la sobriedad era arruinada por un tablero digital de iluminación de focos de led que anunciaba los nombres de los infortunados clientes que eran velados en ese momento en alguna de las tres capillas. En el tablero se anunciaba al ocupante de la capilla dos: Eduardo Arrieta N.
Ismael se encaminó a la capilla dos, una recepcionista le indicó el camino que debía seguir a través de un pasillo, al fondo de la planta baja. Cuando entró la sala estaba vacía, unos adolescentes compartían la minúscula pantalla de un teléfono celular para ver una película de acción. Una mujer con los ojos enrojecidos, quizá por llorar mucho o dormir poco, le salió al paso. Le extendió la mano a modo de saludo y explicó que los concurrentes habían salido a desayunar algo. El cortejo saldría al panteón a las once de la mañana. Ismael dio un paseo con la vista tratando de encontrar a Luisa. No estaba. Quizá ella también había salido a desayunar. Ismael se despidió de la mujer y salió de la sala caminando a prisa.
A pesar de estar nublado, la claridad del día deslumbró a Ismael. El aire cargado de emisiones de autos y los ecos de la lluvia reciente fueron un alivio. Emprendió el regreso a paso rápido, pero antes de dar la vuelta a la esquina escuchó que alguien le llamaba por su nombre.

domingo, 22 de julio de 2018

Sin remedio


I

Lo despertó el silencio, justo cuando la música dejó de sonar y nada más se escuchaba en la habitación. Antes de dormir había elegido una lista de reproducción de videos de la Sonora Matancera en internet. Lo último que había escuchado antes de caer en esa especie de sopor, había sido la melodiosa voz de Celio González cantando un viejo bolero: Vendaval sin rumbo… dile que no vivo desde el día en que de mí, apartó sus ojos.
Dejó la cama, sintió el piso fresco. Caminó descalzo hasta la ventana y corrió la cortina, todavía estaba lloviznando, hacía frío, las luces del alumbrado público permanecían encendidas. Nadie pasaba por la calle, imaginó que aún era temprano pero lo desengañó el reloj que había acomodado en el espacio central del librero justo donde, hasta hace un año, había conservado la fotografía de Luisa. Contaba unos minutos pasadas las siete.
Caminó a la computadora de escritorio y volvió a reproducir Vendaval sin rumbo. Luisa siempre le había reclamado esa filia de anacronismos musicales, otra raya más al tigre de las diferencias irremontables que derivaron en una separación definitiva, sin mayores fricciones de las que pudieron haber surgido frente a la taquilla del cine para elegir una película.
Desprendió las hojas que el olvido había acumulado en el calendario. Supo cuándo detenerse al recordar que un día antes había recibido el depósito de la liquidación a su empleo temporal. Seis meses que habían tratado de aliviar, en vano, otros seis meses de desempleo; iniciaba un nuevo ciclo de desocupación que deseaba no fuera tan prolongado esta vez.
“Otra vez agosto”, pensó Ismael no sin cierto desánimo. En unos días sería otro aniversario luctuoso de su padre y se cumpliría un año más su separación de Luisa. Cuatro años sin verse, pero no de perderse la pista del todo, algunos amigos en común daban las agónicas señales de una historia sin segunda parte.
En la alacena ya no había café soluble ni azúcar, las galletas  se habían humedecido. En el refrigerador un tazón con salsa verde y una botella de ron blanco. En la época de lluvia el cuarto que habitaba Ismael se convertía en una mazmorra oscura y húmeda, aparecían manchas de salitre en el techo y en los muros Sin embargo apreciaba la vista a la calle principal y la cercanía de la ventana con la fronda de un árbol con hojas de verdor insistente.
Decidió salir a la calle cuando Celio González terminó de cantar. Tomó la chamarra que había colgado en el respaldo de la silla de madera. Repasó de memoria los trebejos que se amontonaban en el hueco inferior del ropero, ahí no había paraguas, en realidad en ningún sitio de aquella vivienda marcada con el número uno altos, de la calle de Toledo. Aún estaba lloviendo pero decidió salir en ese momento hacia el cajero automático. Necesitaba tomar algo caliente pero no tenía dinero en efectivo.
Camino al cajero automático se encontró con una sucursal de cafetería de cadena trasnacional, que buscaba tener identidad local sirviendo el café americano con molletes. Vio las terminales bancarias y decidió entrar, la llovizna había apretado.
Encontró una terrible variedad de bebidas cuyas mezclas se alejaban dramáticamente de sus tazas de café soluble. Eligió alguna, no por su preparación sino por el precio. Le dijeron que aún no podían servirle molletes (la empleada argumentó un retraso en el pan debido a la lluvia). Para acompañar eligió una simple dona de canela.
Buscó una mesa alejada al mostrado, alguna pegada al muro de cristal con vista a la calle. Dio el primer sorbo, el café era amargo, no le agradó el sabor, pero estaba caliente, el paso del cálido líquido por la garganta era una agradable sensación. Rodeó con ambas manos el vaso de plástico blanco para calentarse las manos.
Bebía y comía despacio. Por un instante se sintió fuera de todo: la gente caminaba apurada y frente al semáforo comenzaban a aglomerarse automóviles ávidos de una luz verde sólo para  colisionar metros más adelante.
Antes de terminar de beber aquél ruinoso brebaje, escuchó que alguien lo llamaba por su nombre desde el otro lado del local.
-¡Ismael Ramírez!- la voz era lejanamente familiar.
Cruzando el salón a grandes pasos y con un vaso similar al suyo entre las manos, más largo y con impresos de otros colores, vio llegar apurado al Che Castillo, un antiguo compañero de escuela. El Che no provenía de las pampas, vivía en la colonia Argentina del D.F., se dejaba las patillas largas y escuchaba a Carlos Gardel y Aníbal Troilo mientras cortejaba a Lucía, la instructora de tango (ella sí argentina) que había llegado a la escuela aquel semestre a dar un taller de baile de salón.
El Che Castillo vestía un impecable traje negro, sus zapatos lustrados no tenían restos de agua o lodo, lo que le hizo pensar que había llegado conduciendo hasta el estacionamiento subterráneo de la plaza que albergaba a la cafetería de franquicia.
-No creí encontrarte en un lugar así, a ti, mi querido Ismael. ¿Ya te dobló el sistema? Deberías estar desayunando con la señora de los tamales de la esquina.
-Intenté, pero no acepta tarjetas bancarias. Quería tomarme un café y no traigo un peso encima. El cajero está lejos-Ismael se sorprendió dando una explicación tan detallada al Che, quizá él tampoco se sentía cómodo desayunando en ese lugar y había querido justificar su presencia como una conspiración de la mala suerte.
El Che estaba en un lugar indefinido entre los afectos de Ismael. Demasiado cercano para llamarlo conocido, le tenía la suficiente antipatía para llamarlo su amigo. Sabía que trabajaba en la asamblea legislativa, que su sueldo, su esposa y su secretaria eran sujetos dignos de envidia.
-Como sea, Ismael. Me da gusto verte después de tantos años, aunque lamento que haya sido en estas circunstancias.
Ismael hizo un gesto de extrañeza que fue percibido de inmediato por el Che.
-Creí que ya sabías.
-¿Saber qué?
-Entonces no sabes. Chingá, ya la regué- sonrió y dio un sorbo a su bebida.
-Puedes dejar de hablar en clave, Alejandro- llamar al Che por su nombre revelaba que Ismael ya estaba molesto. En Ismael, la formalidad era sinónimo de disgusto.
-Están velando a Eduardo Arrieta en una capilla que está acá nomás, cruzando Reforma.
-Mal pedo, Che, pero ¿quién chingados es ese Eduardo Arrieta?
-No me vengas con chingaderas. ¿En serio no sabes?
Ismael lo miró echándose a la boca el último trozo de dona. Negó con la cabeza mientras masticaba y bebía el resto del café sin terminar de pasar el bocado.
-¿No me vas a decir que le perdiste la pista a Luisa?
-No, no del todo. ¿Pero eso qué tiene que ver, Alejandro?
-¿En serio no sabes?
-¡Vete a la verga!
Una muchacha de gafas, falda entallada y saco largo volteó a ver a los hombres con el suficiente desprecio que le permitía esta temprana hora de la mañana.
-Cálmate, Ismael, nos van a sacar. Eduardo Arrieta fue, hasta el año pasado el esposo de Luisa.
La sorpresa de Ismael fue inocultable, de pronto sintió que el calor que le había transmitido el café se le subía a la cabeza.
-¿Neta, güey?
-Bueno, no sé si era su esposo, vivieron juntos un rato, desde que nació su hija. Se separaron no sé por qué hace un año y ayer se dio en la madre.
-¿Qué le paso?
-Lo chocó una ambulancia, ¿irónico no? Todos pensamos que ese cabrón se iba a morir de una congestión alcohólica o algo así. Era un pinche briago.
-¿Por qué lo conocías tan bien? ¿Eran amigos?
-No. Una vez llegó a La naval, una cantina que frecuentamos los cuates de la oficina y yo. Iba con Luisa y otros familiares, andaban de compras y se metieron a comer ahí. Luisa me reconoció y me presentó como su amigo. Me dijeron que se casarían un mes después. Hasta me invitaron a la boda. De hecho esperaba verte ahí.
Ismael no pudo ocultar la tristeza que le llegaba de pronto. Quizá no era tristeza, pero no pudo pensar que fuera otra cosa. El Che había estado más cerca de lo que él mismo hubiera deseado. La vida no se había detenido para nadie, a pesar que Ismael seguía anclado, de alguna forma, al distante recuerdo de Luisa y el catálogo de posibilidades canceladas.
-Luego de eso, le caía seguido a La naval, generalmente los viernes por la noche. Siempre salía en calidad de bulto. No era un tipo amigable. Lo curioso es que el día que chocó iba en sus cinco, sin una pinche gota de alcohol encima. Tenía una reunión de trabajo, creo que le iban a dar un contrato para una obra del gobierno o algo así.
-¿Y Luisa?
-Le cayó bien a mi chava; se ganó el ramo en la boda. Intercambiaron teléfonos y de repente se hablan o se mensajean. No dudo que seas, a veces, tema de conversación- el Che hizo una pausa para dar un largo trago a su bebida, que seguramente ya se había enfriado- Vamos, Isma.
-No creo que sea buena idea.
-Si te animas allá voy a estar. La sala de velación está en la cuadra que sigue, cruzando Reforma, a la derecha, no hay pierde.
-¿Por qué vas solo, y tu chava?
-Anda en Monterrey, llega la otra semana.
-No sé.
Te veo allá, Isma. Madura, güey, ¿no me vas a decir que todavía te mueve el tapete Luisa?
Ismael no respondió, se llevó el vaso desechable a la boca a pesar que éste ya estaba vacío. El Che le dio una palmada en el hombro a manera de despedida y se alejó con la misma prisa con la que había entrado.
Afuera había clareado un poco. La llovizna había cesado, quizá seguiría nublado el resto del día, las nubes eran bajas y grises, parecían un extraño telón de metal.
Ismael salió de la cafetería y se encaminó a la sucursal bancaria. Para entonces ya había mucha gente caminando por la calle. Una ambulancia con la sirena abierta y la torreta encendida anunciaba una emergencia en algún lugar. La ambulancia ignoró la luz roja del semáforo al llegar al crucero. La vida vale la muerte, pensó Ismael mientras la veía alejarse.