sábado, 12 de diciembre de 2015

Por fortuna



Muy poco tiempo
dura el pesar de amor, que sólo
tiene que durar toda la vida.

Rubén Bonifaz Nuño.

Cuando llegó a la esquina volteó para mirar, ya de lejos, la fachada despellejándose bajo la última insistencia de la tarde. Extendió su mano y encontró, por fortuna, un poste de piel herrumbrosa, fría y ausente como aquella esquina que no tenía más que gente.
Su cartera se había vaciado luego de algunas horas en esa cantina oculta en cualquiera de las calles truncadas cercanas al mercado de San Juan. Por fortuna, las copas que cubrieron los billetes, ahora evaporados, habían sido suficientes para convocar el recuerdo gracias a una improbable consola que sonaba tras la barra y que hacía girar discos de treinta y tres.
Entonces comprobó que cualquier “ella” o cualquier “tú” incluidos en las letras rimadas evidenciaban una ausencia particular y eran susceptibles a la adjudicación inmediata. Equivalían a la inabarcable ausencia que soportaban sus brazos, al silencio que parecía perfeccionarse en su voz. Para entonces ya había claudicado, había decidido dejarse revolcar por los timbales, las estridencias doradas de las trompetas y los pulsos tachuelados del piano.
Por la inminente sequía económica, tuvo que devolver al meserito de moño y peinado de astas cuando éste ya se aproximaba desafiando las leyes de la gravedad con un nuevo vaso alargado sobre una charola metálica. Sobre ella, un nombre que se reproducía además en la cubierta de un par de mesas del fondo y en los calendarios de las paredes: Victoria.
En aquel momento despojado de tiempo, apoyado del poste, confundido por la suficiente ingesta etílica y con la poca lucidez que le dejaba el embotamiento, en verdad, se sintió victorioso, absoluto vencedor de aquella despedida inexistente pero tácita que, todavía, seguía recomponiendo para no abismarse en la profundidad de las imposibilidades. Victoria, una contradicción incuestionable. Sin vencer ni aventajar, se sentía el sobreviviente de una campaña inexistente ante una presencia que solía comparar con el misterio de lo inexplorado.
Adelantó la vista antes que comenzar a caminar, como pretendiendo memorizar las irregularidades de la banqueta para poder combinarlas con las dificultades de dirigir sus pasos en línea recta.
Mientras se alejaba, le pareció escuchar una frase que consideró adecuada para redactar su rendición absoluta. La clausura del camino de regreso a menos que fuera por causa de la nostalgia. “Y me quedé sin ti”, la confesión que lo terminaba de evidenciar, no en los demás sino ante sí mismo.
La aguja raspó el disco al no encontrar más los surcos que permitían convertir el silencio en notas tropicales que sólo podían suceder en el centro de ciudad. Pudo remontar la brevedad de la calle con algunos pasos. Pensó en voltear una vez más, un último recuento visual. Por fortuna, decidió no hacerlo.

Ciudad de México.
Diciembre 2015.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Poema de Hugo Gutiérrez Vega


Ya sabrás que te escribo
a vuela pluma,
desde esta Roma abierta
y entregada
a los embates turbios
del verano.

Sabrás que no estoy triste,
que los pájaros
han bajado a la fuente
y que la vida
se me va remansando
sin motivo aparente.

Sabrás que no te extraño
que en mis pasos
ya no se escucha
la cadencia doble,
que mi sombra
ya sólo es una sombra
y que en mis labios
se ha secado
la herida de tu nombre.

Pero sabrás que, a veces,
me haces falta
y que a veces
escucho tu sonrisa
y entonces, esta vida
que remansa
vuelve a ser lo que fue,
se atorbellina
y busca la tormenta
de tu boca.

Hugo Gutiérrez Vega.

martes, 24 de noviembre de 2015

La huella

Ya no me acordaba lo bien que se mira la ventana de la casa de Gisela desde aquí. Antes, subía a la azotea de la casa para descolgar las sábanas de los tendederos. Estos fantasmas efímeros olorosos a suavizante de telas y jabón de barra. La azotea fue ese lugar donde, quizá, se albergó la chingada cada vez que las discusiones domésticas, al menos una parte de ellas, surgían de repente. Ese destino de los deseos mutuos cuando mi mamá le reclamaba a mi padre por no renovar los electrodomésticos e incluir una secadora entre ellos. El silencio de mi papá era tan pesado que seguramente llevaba implícitos los deseos que todo, incluida su otra familia, los electrodomésticos, la nueva secadora y quizá nosotros, se lo llevara la chingada.
Quizá por eso le agarré gusto estar aquí. Mi madre me enviaba por la ropa y yo dejaba que la hervidera de mentadas silenciosas se calmara un poco. Al poco tiempo descubrí que la ventana de Gisela era el más inmediato de los paisajes posibles.
Varias ocasiones la vi asomada, mirando la calle. También la miré andar de un lado a otro, dentro de su cuarto como un espíritu desteñido; aquello más bien sucedía cuando el reflejo de los últimos rayos de sol iluminaban esa parte de su casa y entraban como revelando todos los misterios que para entonces ya cabían en mi mente.
Cuando me quedaba más noche, varias veces miré a Gisela extender su clarísimo brazo desnudo para cerrar la ventana tomándola de una esquina inferior y halando con fuerzas. Era una ventana larga y angosta, de vidrios rectangulares, polvosos. Uno de ellos estaba estrellado.
Una vez miré a un muchacho de cabello relamido lanzar una piedrita hacia la ventana de Gisela. Era diciembre, un jueves veintitrés. Lo recuerdo bien porque al día siguiente, veinticuatro, Gisela vino a mi casa. La invitó mi hermana Rosa a cenar con nosotros.
Esa tarde tuve que soportar las burlas de Rosa: “Va a venir tu novia. Métete a bañar, te cambias y te peinas”. Y mi mamá: “Rosa, deja en paz a tu hermano, por favor”. Pero Rosa reviraba: “Véalo por el lado bueno, mamá, por fin haremos que éste coma como la gente y no como pelón de hospicio”.
Entonces Rosa y Gisela estudiaban el tercer año de la secundaria. No eran precisamente amigas. Gisela había llegado un año antes al barrio y a la escuela en consecuencia. No iban en el mismo salón, pero llevaban el mismo taller de Conservación y preparación de alimentos (cocina, como le llamaban todos en la escuela excepto las boletas de evaluación). Rosa le facilitaba los apuntes de su cuaderno para poner al día las recetas que otorgarían la evaluación del resto del año.
Cuando Gisela llegaba, yo solía quedarme por ahí, en algún rincón de la sala fingiendo leer o hacer cualquier cosa; en realidad procuraba armar, sin saberlo del todo, todas las imágenes mentales que el disimulo me permitía. Gisela tenía el pelo largo. Para la escuela lo peinaba con la casi obligada cola de caballo, pero afuera lo dejaba libre de cualquier posible atadura. Algunas veces lo adornaba con una flor sintética o le dejaba la desafiante caída que le otorgaba el fijador en aerosol (entonces importaba más la rígida libertad capilar que la capa de ozono de la atmósfera).
Desde su lugar, Rosa me dirigía alguna mirada oblicua o un torrente de sonrisitas de “ya te caché, ya te caché”. Mi hermana, tan perspicaz como siempre, no necesitó más.
Una ocasión, Rosa tuvo la magnífica idea de ausentarse, acompañó a mi mamá a una de sus tediosas clases de decoración de porcelana. Reuniones de mujeres casadas, todas mayores de cuarenta años, peligrosamente asiduas al té manzanilla en bolsitas de red.
A pesar de la pena que me causaba estar frente a ella, sin nadie más en casa, rogué a Gisela que esperara a Rosa, que no debía tardar. Que había salido con mamá pero que pronto regresaría para que pudiera tomar los apuntes para el recetario. Accedió con desgano pero ocupó el asiento junto a mí en la sala de la casa. Por eso, pude ver su rostro de cerca. Sus mejillas estaban sembradas con una ligera capa de granitos y marcas producto del acné que, a la distancia y cubiertas por el maquillaje, resultaban casi imperceptibles. Supe que su ropa estaba impregnada por un olor a fresas y sudor, una deliciosa mezcla aromática que no he vuelto a encontrar hasta ahora.
Estaba impaciente, miraba el reloj de la pared y se echaba para atrás de la oreja un inexistente mechón de pelo. De pronto tomó el cuaderno que estaba a nuestro lado, me pidió un lápiz y comenzó a dibujar con líneas firmes, una flor estilizada. Cuando terminó, desprendió la hoja y se la llevó a los labios. Dejó la huella de un beso de color rosa pálido. Dobló la hoja y me la entregó. Se levantó de su lugar y me pidió que le dijera a Rosa que pediría sus apuntes en otra ocasión.
Me odié como pocas veces lo he hecho. Gisela era el universo posible metido en la sala de mi casa, pero no pude decirle nada, ni siquiera cuando me entregó el dibujo con la flor y la marca de sus labios. Quizá, lo pienso así, haber dicho algo en ese instante era imposible. Decir incluso "gracias", tras la entrega del dibujo habría sido ominoso y ridículo.
Después de ese día, la presencia de Gisela en nuestra casa se redujo drásticamente. Rosa y ella seguían siendo cercanas, sin ser amigas, pero mi papá había contratado, después de mucha insistencia de mi madre, una línea telefónica.
Rosa se apoderaba de la línea por las tardes, después de comer. A pesar de la ausencia, las tareas y las pláticas, necesarias por lo triviales, entre Rosa y Gisela se volvieron mucho más prolongadas y confidenciales.
En la cena de navidad, Gisela apenas habló con alguien más de la familia que no fuera Rosa. Se hablaban casi en secreto, quizá para tener la voz de cada una en el oído a falta de la distancia que la línea telefónica sabía remontar sin ninguna complicación.
Después de año nuevo, la familia de Gisela y Gisela se cambiaron de casa. El otoño siguiente, un temblor casi dejaba a la ciudad ausente de sí misma. Rosa terminó la secundaria y yo perdí el dibujo de la flor con la huella de sus labios.


Todavía hoy, no estoy seguro si Rosa pudo sugerir a Gisela algo relacionado a la admiración silenciosa que ella me había descubierto. Tampoco sé si aquel beso impreso en el dibujo de la flor fue el salvoconducto que le regalaba a la memoria o la cruel confirmación de la eterna fuga del tiempo y su imposibilidades de recreación o retorno. Los labios delgados de Gisela impresos en el papel, fueron, desde entonces, el recuerdo de lo irrepetible.
La casa de Gisela se convirtió en la bodega de unos laboratorios alemanes que decidieron conservar la fachada y las ventanas largas aunque las mantienen cerradas en todo momento.
Ayer tembló en la ciudad, no pasó a mayores, sólo el susto y una peregrinación espontánea de caras pálidamente asombradas y bocas resecas. Quizá es la luz del poste que instalaron el año pasado o simplemente un efecto del temblor de ayer, pero uno de los vidrios de la ventana de la casa de Gisela se mira estrellado; parece que la ventana está entreabierta.


Ciudad de México.
Noviembre, 2015.


miércoles, 7 de octubre de 2015

Viva el Rey


La rueda de los tiempos sigue girando imparable, se encuentra con otros tiempos que parecían distantes y entonces nos damos cuenta de su lejana proximidad. Las celebraciones de centenarios siguen otorgándonos motivos para el ejercicio de la memoria y el recuerdo (“re cordis; volver a pasar por el corazón”, leí en un libro de Eduardo Galeano).
Hace apenas unos días, el 19 de septiembre (fecha todavía muy dolorosa para muchos mexicanos y más aún para mis compitas chilangos) alcanzamos un centenario muy entrañable por estar del lado del gusto, la alegría y los rituales del desmadre (si es que ellos existen). Hace un siglo nació, como le llamó Carlos Monsiváis, el primer mexicano del siglo XXl en el siglo XX, a tal personaje emblemático de la cultura popular, arquetipo de circunstancias y modelo de características lo conocimos simplemente como Tin Tan.

Debo informar a los buenos y generosos amigos que visiten este rincón de la red que evitaré abordar la historia de este actor, cantante, bailarín y el mejor cómico de este país, para tales fines les puedo sugerir, si me permiten, los estupendos documentales de Manuel Márquez o de Francesco Taboada o las líneas que le han dedicado Carlos Monsiváis o Rafael Aviña, puntuales testimonios de la llegada de la familia Valdés al norte del país, sus inicios en la XEJ, la posterior adjudicación del personaje que, a pesar de las variaciones, lo identificaría durante todos los años por venir, el Pachuco, ni su brillante paso por las carpas, los centros nocturnos y el cine. No será así, estas líneas intentan celebrar mi encuentro, en tele, ¿cómo si no?, con la figura central de una comicidad sin parangón en la cinematografía nacional.
No puedo señalar con certeza la primera de las películas de Tin Tan que vi de inicio a fin, sin embargo y sin temor a equivocarme, puedo identificar la primera secuencia que sorprendió mi atención y me convirtió en un absoluto entusiasta de aquel estilo de comedia, desconocido para mí hasta ese momento. Fue a través del canal cuatro, metropolitano y sin cobertura nacional donde fui testigo de una secuencia que, en otro contexto habría sido anatema, despreciable y escandalosa en sí misma.
En un billar de barrio, un grupo de ladrones comenta sus atracos de la noche anterior. Uno de ellos presumía haber robado dos tapones (de llantas) de Cadillac y uno de Ford. Otro más, indicaba haber robado un radio de bulbos y onda corta, capaz de “agarrar” transmisiones de diversas partes del mundo, incluso de agarrar ratones. El último de aquellos transgresores, indicaba haber robado una cartera de un profesor normalista (desde entonces nuestro heroico magisterio ya acusaba una situación económica plagada de penurias) pero haberse repuesto tras “volarle” la bolsa a una mujer a la brava, es decir, con lujo de violencia, como diríamos ahora.
Se preguntará usted, amable lector, qué tiene esa secuencia de divertido o de risible. Le comento (si es que su mente no ha complementado ya el recuerdo) que lo divertido llega junto con un hombre más bien flaco, vestido de traje claro y bigotito a la Clark Gable. Tal personaje llega saludando a la distancia y se aproxima a la mesa donde está el grupo que hemos descrito. A su pregunta de “¿cómo les fue anoche?” los hombres enuncian una jornada ausente de las posibilidades al delito, pero el flaco, levantando la voz, les reseña casi de forma textual, uno a uno los robos que han comentado en su ausencia y con una autoridad que no se sabe cómo le ha sido conferida, pero no se requiere saber, les exige un porcentaje en participación del fruto de los crímenes cometidos. La omnisciencia de ese personaje, acompañado de un lenguaje corporal y un catálogo de expresiones faciales inesperadas, le dan a las secuencias de “El rey del barrio” la hechura de una de las mejores cintas de Tin Tan y, creo, de la cinematografía nacional.

Nunca me han faltado motivos para revisitar sus películas y encontrar en ellas elementos a los que poco se recurría entonces en la cinematografía contemporánea y que, todavía ahora, no se recurre por la proclividad al abaratamiento descarnado. Baste seguir con “El rey del barrio” para encontrar que el informante delator de los “rateros ignorantes y lagunilleros” (así los llama), es un español dueño de un bazar de antigüedades (un cliché que no lastima). Que Tin Tan, mientras se transmuta de maquinista a líder delincuencial, observa moverse el disfraz de gorila y el cisne de utilería, devolviendo el saludo a su paso, motivo suficiente para tirar al suelo y pisar con desconfianza la bacha que estaba fumando. Que un personaje de barrio, puede suplir magistralmente la identidad de un cantaor andaluz, un pintor francés o un maestro de canto italiano. Que es capaz de mencionar (al calor de las copas) junto a su Carnal Marcelo Chávez, que hay por a’í mucho ratero millonario (verdad dolorosa hasta la fecha).

Sólo la genialidad de un Tin Tan puede conformar un universo extraño, ajeno a la realidad pero inserto en ella. El resto de los pobladores de ese microcosmos no están dispuestos para el realce de la figura central, sencillamente sin ellos sería imposible que se concretara ese delirio hilarante. Vitola, Tun Tun, El sapo, El peralvillo, Borolas, Ramón, Wolf Ruvinskis, Tito Novaro, Pedro Aguillón, y por supuesto el inseparable Marcelo Chávez, otorgan a ese universo la oportunidad de ser posible.  
Es un personaje urbano, acorde a la modernidad de su entorno y al mismo tiempo tiene la cualidad de ser atemporal. No pontifica, ni trata de redimir a nadie, acaso, tiene un desbordado interés de salvación personal que no deja de estar ligado también a la de su entorno, ni rechaza a priori quebrantar la legalidad en su irrenunciable búsqueda de justicia.

Tin Tan no es un nacionalista obcecado, sin embargo puede llevar su mexicanidad a otras latitudes, sea Cuba o una isla desconocida poblada por mujeres. Es un personaje que se entiende como resultado de un pasado que influye su presente y define el porvenir, trastoca la historia para adecuarla a su discurso  (en “Lo que le pasó a Sansón” se dice chichimeca, de la tribu de olmecas, junto a los Fernández de Peralvillo).

Si ahora hablamos con naturalidad del soundtrack de nuestra vida, en las películas de Tin Tan es posible adjudicarnos un soundtrack de historias que sin ser nuestras nos remiten al pasado que nos pertenece y no. Lo festivo y lo íntimo suceden entre las notas del swing, del boogie, de la rumba, del mambo, del cha cha chá, de las rancheras y del bolero (dicen que la mejor interpretación del bolero “Lo dudo” de Chucho Navarro, se logra con el dueto que Tin Tan realizara con Los Panchos en “El hombre inquieto”, sin olvidar la “Bonita” de Luis Arcaraz en "Músico poeta y loco, ni "Contigo" de Claudio Estrada en "El rey del barrio").

Elemento notable dentro de la filmografía Tintanesca es la gran cantidad de actrices que acompañan cada historia, no como elemento decorativo sino como sustancia primordial y en las más de las ocasiones, determinantes para su existencia y concreción: Amanda del Llano, Silvia Pinal, Perla Aguilar, Rebeca Iturbide, Martha Valdés, Tongolele, Rosita Quintana, Yolanda Varela, Nelly Montiel, Amalia Aguilar, Alicia Caro, Ana Bertha Lepe, Lilia del Valle, Liliana Durán, Carmelita González, Evangelina Elizondo, Rosa de Castilla, Emilia Guiú, Aurora Segura; muchas de las actrices más hermosas y talentosas de la (mal o bien)llamada época de oro del cine nacional se eternizaron en la memoria persistente a 24 cuadros por segundo.

No dejo de mencionar que la genialidad (en serio creo que lo es) de Tin Tan hizo de muchas de sus películas, una verdadera celebración a la risa inmediata, irreverente a ratos, pícara e irrenunciable. Hago notar que el cine, en su papel de industria, trató en diversos momentos de reciclar, a veces con las mismas líneas argumentales, historias que Tin Tan ya había vuelto irrepetibles, obteniendo resultados verdaderamente lamentables. En efecto, los guiones escritos para las películas de Tin Tan son muy buenos, pero encarnados en él, simplemente se convirtieron en el referente del humor y el desparpajo de toda una época que nos fue heredada.

Estoy seguro, amable e improbable lector de este intento de palabras, que nada de lo que aquí se ha escrito es desconocido para usted, que de Tin Tan se ha dicho mucho y de mejor manera, sin embargo, las celebraciones centenarias siempre son cautivadoras y si el celebrado es un rey que tiene su trono en un salón de billar de arrabal, entonces destapamos las cerbatanas bien helodias, nos aprestamos a trompear la batea y a gritar sin reparo alguno, ¡Viva el Rey (del barrio)!

Ciudad de México.
Octubre 2015.

  


   


Fotos y video: Internet.

sábado, 21 de marzo de 2015

La estrella fugaz



1.
"¿Por qué no?" Fue lo último que pensó Ángel cuando sacó los billetes de la cartera para pagar el boleto de entrada. Estaba convencido que aquel arrebatado gusto le costaría mucho más que cuadras de caminata para ahorrar en transporte los pesos que podrían usarse en otras cosas. Aunque usar únicamente el metro significaba varios minutos a pie para llegar al pequeño restaurante de su tía Carmen donde trabajaba de ayudante, mensajero, lavatrastes y lo que se pudiera, evitaba el uso del camión o la "pesera" para hacer rendir lo que la tía Carmen le pagaba, eso sí, bien puntual, cada sábado antes de cerrar.
No había conseguido trabajo en varios meses, pero de alguna manera esta temporada le estaba sirviendo para encontrar una parte de su vida que creyó perder entre computadoras, números, archivos electrónicos y horas extra, en la  empresa donde había estado empleado por unos cuantos años y que, de a poco, se había convertido en una plana y pesada rutina que devoraba las hojas del calendario.
Recordar el edificio gris y su luz mortecina, el olor a desinfectante de pino y trapo sucio que imperaba en los baños, la alfombra verde y los vidrios biselados, las ventanas cerradas y la lujosa oficina del gerente con su escritorio inmaculado, sus cortinas de gruesa tela roja, sus diplomas que colgaban del muro y sobre todo su insoportable prepotencia, le daban la certeza de no haberse equivocado ese viernes en que decidió no regresar el lunes siguiente.
 2.
Antes de entrar a la Arena dio una caminata por los puestos callejeros. No había mucha gente, al menos no la que esperaba ver congregada en una función de campeonato. El olor lo guió hasta uno donde se reventaban sin pena, entre sal y aceite, granos de maíz en una cacerola suspendida sobre un mechero para hacer palomitas. Compró una bolsa "mediana y sin chile por favor". Vio luego a una rubia de peróxido atender un improvisado tenderete en la cortina cerrada de un taller mecánico; allí vendía máscaras de luchadores cuyos nombres y glorias parecían más bien consecuencia de memorias ajenas. Recordó que, en su lejanísima infancia, creía que ponerse la mal cosida máscara del Santo que le había regalado su padre en un cumpleaños, le otorgaba toda la fuerza, habilidad y valentía que el encapuchado de plata demostraba en sus películas ante extraterrestres de látex, momias y murciélagos de utilería y "vampiras" casi sensuales en escenas que lindaban en el soft porno. Las escandalosas bocinas de un puesto de discos pirata lo trajo de vuelta a las afueras de la Arena. Miró el reloj, todavía era temprano. En un local cercano vio aparecer el paraíso en forma de tacos y barricas de tepache. Sin darse cuenta, la bolsa que contenía las palomitas de maíz se había convertido en una bola de papel estraza donde limpiaba sus dedos de los rastros de los granos de sal.
3.
Fue el sábado siguiente a su deserción laboral. Había decidido pasear un rato por la alameda de Santa María, quizá para levantar los recuerdos de los paseos familiares. Ella estaba recargada en el barandal del Kiosco Morisco. Tenía la mirada perdida, como si quisiera traspasar el tiempo, un tiempo denso, silencioso, exclusivo. Era muy joven, de difíciles veinte, pelo largo y, ni modo de no mencionarlo, unas piernas estupendas formadas quizá por su afición al baile, el gimnasio o los ejercicios aeróbicos y que asomaban por debajo de una falda de colores chillantes.
Quiso la suerte que una hoja de papel, doblada con excesivo cuidado, cayera del bolso de ella mientras caminaba para cruzar la plazoleta. Las jacarandas habían alfombrado el suelo, impidiendo que ella se percatara del sonido de la hoja al caer. No había dado dos pasos cuando Ángel ya gritaba para llamar su atención, agitando el papel entre sus dedos. "Hey, Señorita, se le cayó esto". "Gracias" respondió la joven y giró para retomar su camino, sin embargo, con aquella palabra también se había escapado un llanto que sólo esperaba que ella abriera la boca para desbordarse. Era un llanto contenido, como esos que entrecortan el aliento y las palabras. "¿Estas bien?" (pregunta demasiado tonta), "Sí, no es nada" (respuesta que sugiere que no se está bien y pasa algo). "¿Te puedo ayudar en algo?" (ofrecimiento sincero de Ángel, aunque, ante una desconocida, esperaba un 'no' por respuesta). "No, está bien, gracias" (la respuesta llegaba puntual. Se sentó en la banca metálica que estaba a su lado poniendo una pausa a su marcha). "Mira, no sé lo que te pasa, pero a veces las cosas no son tan grandes como uno cree. No te voy a pedir que te calmes, quién soy para hacerlo, pero en serio.  No te preocupes. Todo estará bien" (una sarta de lugares comunes, cierto, aunque se necesita tener un genio singular para decir algo inteligente en una situación así). "Gracias" (respondía la joven secando sus ojos y procurando no embarrar demasiado el rímel que había comenzado a diluirse). "Me llamo Ángel" (extendió su mano, presentándose). "Alma" (respondía con palabras y con una mano delgada y larga. Muy suave y menos fría). Permanecieron en silencio algunos minutos, Alma recuperó la tranquilidad de antes y dejó la banca para seguir su camino mientras Ángel memorizaba los matices de una mirada indescriptible. Pensaba en matices y no en color porque los ojos de Alma parecían cambiar de tonalidad, no sólo por causa de la luz de la tarde que comenzaba a extinguirse, también porque ahora que su rostro portaba una sonrisa lavada y prematura, parecían aclararse un poco más, contrastando con la bella turbidez de la que había sido testigo mientras sosegaba el llanto. "Me voy, gracias". Mientras Alma se alejaba, Ángel recorrió con la mirada aquel cuerpo en marcha y en esta exploración descubrió una cicatriz en forma de cometa en su pantorrilla izquierda. Así la vio alejarse, mientras la noche ya asomaba por los bordes de un cielo sin nubes.
4.
Instalado en su butaca de ring side Ángel disfrutaba de las luchas preliminares. Jóvenes entusiastas y arriesgados,  deseosos de llegar pronto a las estelares donde la paga es mucho mejor. La primera lucha duró poco, dos caídas al hilo de una pareja que vestía trajes de cuero, pelo largo y tatuajes. Parecían fanáticos de alguna banda de rock gótico que luchadores rudos. La segunda lucha fue un mano a mano entre dos enmascarados atléticos cuyas cualidades eran mucho menores a su catálogo de groserías, mentadas y sonidos guturales.
La tercera lucha era una sorpresa no incluida en programa. Una lucha femenil entre "La cobra sangrienta", actual campeona ligera,  y "La estrella fugaz", animosa retadora que había tenido una meteórica carrera, según reseñaba el anunciador. Las luces se apagaron y pronto llegaron las rivales enmascaradas al cuadrilátero. La sorpresa de Ángel fue mayúscula al descubrir en la pantorrilla izquierda de la "La estrella fugaz" una cicatriz en forma de cometa. Pensó que nadie en el mundo podría replicar una marca tan distintiva en una piel memorable.
La lucha era favorable a "La estrella fugaz", los rápidos movimientos de sus ágiles y hermosas piernas la convertían en un objetivo casi imposible para "La cobra sangrienta", quien con torpeza trataba de asestar algún golpe que aplacara en definitiva a la huidiza retadora. En pocos minutos Ángel se descubrió gritando entusiasmado todo tipo de loas en favor de "La estrella fugaz", esa joven que había estado llorando en la Alameda de Santa María, que había permanecido en silencio y había convertido en un recuerdo singular la tarde de aquel día.
La primera caída concluyó demasiado pronto, "La estrella fugaz" había doblegado a "La cobra..." con unas tijeras voladoras que rápidamente la postraron en la lona.
La segunda caída prometía ser una extensión de lo ya visto. "La cobra..." no tenía nada con qué retener su campeonato. "La estrella fugaz" aparecía y desaparecía de las esquinas del cuadrilátero con una rapidez propia de la prestidigitación y la acrobacia. Sin embargo, en un instante, "La estrella..." resbaló a causa de un hielo que se había derretido dejando un minúsculo charco en la lona. Ese momento fue aprovechado por "La cobra..." para arrojar sal en los ojos de la retadora quien, ciega, fue fácil víctima de los manotazos y patadas filomenas de su rival. Al momento siguiente, "La estrella..." caía del cuadrilátero, indefensa ante la campeona quien, rabiosa, quería hacer pagar la afrenta que su contrincante le había hecho pasar. Sin pensarlo, Ángel brincó de su asiento para dirigirse hacia donde las mujeres mantenían esa lucha desigual. Antes de llegar a la valla metálica, un par de guardias le bloquearon el camino, le tomaron como muñeco de trapo, en vilo,  casi lo arrojaron hacía las butacas de atrás. "¿Que no ven?, le echó algo en los ojos, no mamen, eso es trampa". Alguien de repente le entregó a "La estrella..." una botella de agua con la que pudo lavarse los ojos. Recuperada,  hizo polvo a "La cobra...", la subió al ring y en tres palmadas de lona el réferi dictaminaba que había nueva campeona ligera. "¡Alma!, ¡Alma!", gritaba Ángel con verdadera desesperación mientras un guardia de pelo a rape y camiseta negra lo conducía por un pasillo alejándolo del cuadrilátero.
5.
Permanecía sentado en una de las oficinas de la administración. Alguien escuchaba la A.M., distinguió la voz del locutor de la estación donde solían transmitir viejos boleros.
Enfundada en unos pants, fresca y con el cabello húmedo, pero con su irrenunciable máscara, apareció "La estrella..." en la oficina. "Quiero agradecer tu entusiasmo por la lucha de hoy y espero que no te hayan lastimado mucho, tú entiendes, la gente es muy apasionada y pues, los chicos de seguridad están para cuidarnos". Mientras "La estrella..." daba estas explicaciones mantenía la mirada en una fotografía en la que escribía con un plumón de tinta negra y con letras demasiado estilizadas, una dedicatoria quizá ensayada y replicada cientos de veces. "¿Cómo te llamas?". "¿En verdad no te acuerdas de mí? La Alameda de Santa María, el kiosco". Convencido de la inutilidad de convocar al recuerdo, respondió, "Soy Ángel, Alma".
"La estrella..." terminó de escribir la dedicatoria, estampó un beso en el papel y uno más en la mejilla enrojecida de Ángel.
Un sujeto atlético apareció por la puerta acompañado de dos mujeres. Una de ellas parecía ser "La cobra...", la otra se aproximó y simplemente besó con entusiasmo envidiable a Alma y salieron los cuatro en silencio.
"Ya váyase, amigo" le dijo el mismo guardia que lo había conducido a la oficina. Hasta entonces se le ocurrió leer la dedicatoria que había quedado plasmada en la foto:
"Con todo cariño para el ángel de mi guarda. Sí me acuerdo. Alma".

Afuera la noche era ya una realidad. Ángel había decidido no quedarse a ver las luchas que restaban a la función. En la A.M. Los Panchos cantaban "Sin un amor, la vida no se llama vida..." Dobló la fotografía y la guardó en la bolsa interior de la chamarra. Comenzaría a buscar trabajo mañana, ¿cómo qué? Pues quién sabe, pero algo interesante, que le permitiera conocer gente para nunca dejar de sorprenderse, estaría bueno, "¿Por qué no?", se preguntó.

Ciudad de México.
Marzo 2015.