martes, 19 de julio de 2011

La insondable tristeza.

Hice lo que pude. Yo también
El intercambio de tan sencillas palabras, parece encerrar de forma muy sencilla, pero no simple, el sentido de la nueva película de Thomas Vinterberg (Copenhague, 1969), “Submarino”.
Muy a la manera de la Tragedia Griega, en la que el destino del personaje se encuentra trazado desde siempre, sin posibilidad de cambio alguno, no obstante las acciones de vida de los individuos que en nada cambian los finales. Submarino aborda las historias de forma que, en la apariencia del exterior tienen sus consecuencias y significaciones muy adentro, no en lo oculto, pero sí en lo menos evidente.  
Los personajes de la historia que cuenta, creo yo de manera extraordinaria Vinterberg, parecen iniciar su destino en la ruta de una irremediable contundencia. El camino que se avizora y que de ninguna manera puede seguir una línea recta, por el contrario, cada vuelta, cada sombra, cada avance, cada declive, conduce a una profundidad insondable de pérdidas irreparables, casi ininterrumpidas pero nunca eternas ya que siempre existirán espacios para recomenzar nuevos dolores. 
“En el principio era ya el verbo y el verbo estaba en Dios…Y para eso el verbo se hizo carne”
-Evangelio de Juan, I, 1, 14.
No es extraño que la historia de Vinterberg tenga un inicio narrativo tan impactante como convencional y no me refiero al hecho, tristísimo y sorprendente, me refiero más bien a la manera tan clara en que las escenas son literalmente el inicio de los acontecimientos que acaecerán después. La muerte súbita (¿acaso hay otro tipo de muerte, ¿quién espera la muerte cuando la vida empieza a despertar?) que, de la misma forma de Adán y Cristo son, con su muerte, según la creencia católica, dos de las vidas y muertes que han de ser fuerzas definitorias en la vida de los hombres. Son, cada una de ellas a su forma y casi también por destino, el nudo que une lo mortal y lo eterno.
A partir del dolor compartido de dos hermanos, la vida futura será una secuencia de desencuentros con la vida misma. El destino que seguirá cada uno en forma paralela, apenas con posibilidad de tocarse, rondará siempre el sentido de pérdida.

“Las cosas que debimos vivir juntos no han dejado de sucedernos, pero han ocurrido con otras personas al lado nuestro”
-De “La canción de Alicia”, cuento de Luis Tovar.
 ¿Cómo se revela uno ante los destinos? ¿Qué se requiere para llamar la atención de una vida indolente? ¿Cómo desviar esa atención para que no ahogue?
Ante la falta de respuestas, de opciones de pendientes anclados en el pasado, es necesario hacer uso de lo que se tenga cerca, sea la ocasional compañía del fantasma de una madre que tampoco sabe serlo, un bello asidero ya asediado por los años y la misma soledad. Quizá convertirse en defensor de lo indefendible o tirar lazos para ver quién se compadece y  agarrar el otro extremo.
Las marcas se llevan más allá de la piel, los tatuajes se llevan mejor en los sitios donde la tinta no puede dejar huella. Las palabras calcificadas a fuerza de silencios y años. La convicción de no ser.
Y mientras la vida sigue y nos mantiene y nos conserva entre hielo, para preservarnos (¿sabrá entonces la vida que la vida nos está matando de a poco?) se revelan esas formas que no se comprenden y que hacen de las felicidades minúsculas el pretexto para colapsarse o implosionar. La ceguera que provoca la cercanía o las sobredosis de drogas inyectables. El dolor de la fuga personal y el anclaje del alma a otras realidades que pudiendo ser las más entrañables no terminan de serlo. El reflejo que se pierde cuando ya no hay nadie enfrente.
“Alguien me habló todos los días de mi vida / al oído, despacio, lentamente. / Me dijo: ¡vive, vive, vive! / Era la muerte.”
-De un poema de Jaime Sabines.
La muerte por fin reclama su espacio en la vida y las maneras de las que se vale son variadas. Por convicción no regresa, no repara, no resarce, tan solo allana el camino para el tránsito al  comienzo. El camino al otro lado del reflejo.

Ciudad de México, Julio 2011.