miércoles, 3 de abril de 2019

Oleajes




Hoy encontré escrito en un libro

el oleaje agitado de tu nombre.

Recordé las dosis de silencio

acompañadas de palabras

que me sabían a té con azúcar,

una canción que no conocía

y el instante de tu voz

que termina cuando empieza.

Pero pasé la vista a la otra línea,

se acabó el tiempo,

cambié la página,

y el mar que cabe en tu nombre

remansó de pronto

en un arrullo de papel.


Ciudad de México, abril 2019. 




lunes, 21 de enero de 2019

Sin remedio


lll y último.


Miró varias veces pero no pudo ubicar a nadie. La voz no le había parecido conocida. Ya había demasiadas personas caminando por la acera en aquel instante. El tránsito de autos era intenso y la luz roja del semáforo convertía en pasmosa espera lo que había sido una tortuosa movilidad.
Ismael dio vuelta en la esquina más cercana para caminar por la calle paralela a Reforma, buscaba menos ruido para escuchar la revoltura de sus pensamientos. Volvió a lamentar su presencia en la sala de velación, a tener tan inmediato el recuerdo de Luisa y que un sujeto como el Che tuviera la certeza de ello.
Luisa, la mujer que había poblado los desiertos de sus ausencias ya no existía más que en su memoria. Estar enamorado de un recuerdo era lo más absurdo que insistía en hacer. ¿Enamorado? Se sorprendió por haber puesto aquella palabra dentro de la cadena de pensamientos que casi le salpicaban las orejas. Sorprendido pero resignado, no pudo encontrar otra explicación para esa especie de tristeza que ya se había prolongado por tanto tiempo. Aquella conclusión de imposibles había cerrado una puerta con el marco apolillado y la cerradura oxidada. No se abriría, pero algunas veces daba la impresión que sí.
Casi llegaba a casa cuando escuchó que le llamaban por su nombre una vez más. Esta vez la soledad de su calle a aquella hora de la mañana dejaba pocas opciones para no determinar la procedencia del grito.
Una camioneta de color oscuro se detuvo casi a su lado. El conductor bajo el vidrio y volvió a pronunciar su nombre esta vez a modo de pregunta.
-Sí, ¿dígame?
-Aquí lo buscan.
Se abrió el vidrio ahumado de la puerta lateral trasera. Luisa lo recibió con su sonrisa brillante, su voz de juguete y unas arracadas tan grandes que podían ser el columpio de un periquito australiano.
-Sube- ordenó ella y señaló la puerta contraria a su asiento.
El “clic” accionado desde el interior le dio paso a aquella atmosfera tibia con olor a aromatizante cítrico que, sin embargo, era superado con el aroma del perfume de Luisa. No era aquel perfume dulzón que le había conocido en sus años juntos. Esta esencia parecía ser más compleja, casi indefinible y de un precio mucho mayor al que entonces podrían acceder. Eran otros tiempos, habían pasado muchas cosas. A pesar de la milagrosa coincidencia aquellas personas ya eran sorprendentemente distintas y el perfume era el primer elemento que lo determinaba.
Luisa le buscó la cara para besarle el rostro, un beso lento, silente, casi en el pómulo helado de Ismael el cual respondió con un abrazo y un beso en la cabeza el cual dejó en sus labios un regusto fresco.
-Necesito hablar contigo. ¿Tienes tiempo?-preguntó Luisa mientras arreglaba el cuello de su abrigo.
-Todo el tiempo del mundo.
-¿Todavía existe la churrería Velasco?
-No. La absorbió una franquicia. Venden churros de harina integral, fritos en aceite de canola. Es horrible, ambientan la espera con música Chill Out.
Luisa le pidió ir de todas maneras. Quería hablar con él en un territorio neutral. En el camino, iba haciendo un recuento de los lugares que habían sido escenario de su convivencia: una paletería, una fonda que usaba manteles con flores estampadas, una pequeña glorieta con una fuente de agua verdosa. Parecía sorprenderse de todos aquellos lugares que permanecían o se habían ido con el incansable curso de los días.
Eligieron una mesa cercana a una vidriera del fondo. Las persianas estaban plegadas totalmente para dejar pasar un sol tímido que asomaba a veces, cuando encontraba algún hueco entre las nubes que ya no parecían tan bajas pero que difícilmente dejarían el cielo hoy.
Ordenaron pronto: una orden de churros tradicionales y té de canela. Ismael preguntó si aceptaban tarjetas bancarias. La mesera afirmó con una sonrisa contagiosa.
-¿Ya no usas efectivo?- preguntó Luisa sorprendida mientras sacaba su teléfono móvil y lo acomodaba sobre la mesa.
-No traigo efectivo, todos los cajeros de la ciudad están descompuestos.
Un silencio incómodo comenzaba a prolongarse demasiado hasta que Luisa lo interrumpió de repente.
-Quería hablar contigo, me urgía verte. Además quería despedirme.
-¿Por qué? ¿Pasa algo?
Luisa cambió la cara y agachó la vista a la manteleta. Comenzó a juguetear con la cuchara, golpeándola con la uña del dedo medio.
-A ti sí te puedo decir. No me dolió la muerte de Lalo. Al contrario. Ya teníamos demasiados problemas. Te puedo decir que para mí ha sido una fortuna.
Ismael tornó su cara con un gesto de extrañeza. No se atrevía a preguntar el cúmulo de problemas que hacía pensar a Luisa que la muerte de su ex pareja como un verdadero símbolo de la buena fortuna.
-No me veas así- continuó Luisa- no soy una bruja, pero ya habíamos llegado al grado de odiarnos. Lo peor de todo es que ya me había amenazado con quitarme a mi hija. Te voy a decir algo, Lalo y Alejandro andaban metidos quién sabe en qué cosas. Cuando me avisaron del accidente quedé impactada pero no me dolió. Pasaron pocas horas para que trasladaran el cuerpo a la funeraria. Lo que llamó mi atención fue la insistencia con la que El Che se comunicó conmigo. Me anunció la muerte de Lalo y me dio la dirección de la sala de velación. Le dije que no estaba segura en acudir, ¡carajo!, no le hubiera dicho. Insistió una y otra vez a mi teléfono, quería convencerme de estar presente ahí. Después de la cuarta llamada decidí no contestarle, tampoco los mensajes. No sé cuál era la urgencia. Me dejó un mensaje de voz en el que me decía que había otros medios de llegar a mí aunque no quisiera. Supuse entonces que se refería a ti. Por eso te esperaba a las afueras de la funeraria. Te vi llegar y aquí estamos.
-No entiendo, Luisa, ¿no te parece que exageras?
-No, Isma. En este país todo está de cabeza y nos estamos habituando a la muerte. Te voy a decir algo: hace unos meses leí de un artículo en Internet. Una investigación decía que se habían identificado bandas de sicarios que usaban ambulancias para provocar accidentes mortales y concluir sus “encargos”. Suena desquiciado, pero hay por lo menos tres casos que se tienen por ciertos, en Brasil, Colombia y España. ¿Te parece posible que en un país donde los crímenes no se investigan, un accidente, aunque sea mortal, pase casi desapercibido? Una joya. Es una pinche locura.
-¿Qué vas a hacer Luisa?
-No me gusta la insistencia del Che. Sé que andaban tranzando a mucha gente y no quiero que me relacionen de ninguna forma con Eduardo, él ya había salido de mi vida. Me voy del país un tiempo. Mi hermano está trabajando en el extranjero, tiene una estancia de seis meses, creo que será útil. Me voy mañana.
-¿A dónde vas?
-Mejor no te digo.
El silencio volvió a instalarse en la mesa. La mesera llegó sonando la loza sobre su charola de fibra de vidrio. Dejó lo ordenado en la mesa con la habilidad de prestidigitador y se despidió deseando buen provecho. Luisa volvió a romper el silencio de ese ángel necio y porfiado que no tenía qué hacer aquella absurda mañana.
-¿Sigues escuchando esa horrible música prehistórica?
-Deberías darle una oportunidad, no es tan mala.
-Te quiero pedir algo, Isma, termina con esa tristeza crónica, no es necesaria, no te hace mejor persona, no te vuelve mártir ni te salva de nada. ¿Conservas fotografías nuestras?
Ismael dudó en contestar. Sólo conservaba una fotografía: una instantánea que tomó sin que se diera cuenta. En ella, Luisa tiene una mirada profunda hacia abajo, el rostro apoyado sobre la palma de la mano izquierda y su pelo lacio despeinado a contra luz, conformaban una imagen silenciosa, el remedio al olvido que a veces intentaba ganarle terreno a la memoria.
-No, ninguna-mintió.
Luisa le dedicó una sonrisa extraña, casi un gesto. Extendió su mano para tomar la de Ismael y apretarla con la suficiencia de una despedida.
-Vámonos, Isma.
Caminaron unos metros hasta una camioneta estacionada bajo una jacaranda esperando florecer. Luisa accionó el mecanismo de apertura con un control electrónico haciendo que el auto respondiera con un destello de las luces delanteras.
-¿Te llevo?- preguntó Luisa mientras abordaba y acomodaba en el asiento un bolso que, hasta entonces Ismael notó que llevaba.
-No, mejor no. Sabías que vendríamos aquí, por eso dejaste tu coche cerca.
-El rumbo se me hacía conocido, pero no estaba segura- Luisa se acomodó en el asiento, ajustó sobre su pecho el cinturón de seguridad y encendió el estéreo. Ismael empujó la puerta para cerrarla y permaneció de pie junto al coche. Del estéreo comenzaron a sonar las notas de un bolero en voz de Celio González: “Si tú supieras las ganas que tengo de estar contigo…”
-A veces escucho esa horrible música prehistórica, me recuerda un poco a ti. Cuídate, Isma.
Ismael sonrió como no lo hacía desde mucho tiempo atrás. Un poco por ver a Luisa claudicar a sus gustos musicales, un poco para dejar en Luisa otro recuerdo que no fuera el de una tristeza invariable, eterna.
-Adiós, Luisa. Cuídense mucho también.
El auto comenzó a moverse sin hacer ruido. El asfalto casi se había secado por completo y el día iba ganado una tibieza agradable, placentera. Antes que el coche arrancara, Ismael se acercó un poco a la ventanilla para preguntar en voz baja:
-Oye, ¿cómo se llama tu hija?
-Flor.
Luisa agitó la mano a manera de despedida y aceleró para alcanzar el verde de la luz del semáforo. Ismael dio la vuelta y regresó caminando con las manos dentro de la chamarra, llevaba la mirada clavada en el suelo buscando en las grietas del cemento alguna explicación a la revoltura que había dejado en su mente aquella mañana. En la esquina, un incansable organillero giraba la manivela del cilindro. Sonaba un vals que Ismael no pudo reconocer.
-¿Coopera para la música, joven?
Ismael recordó que no llevaba un peso encima y que todos los cajeros de la ciudad estaban descompuestos.
-No traigo, jefe, a’í será la próxima- respondió.

Ciudad de México, enero 2019.