domingo, 31 de diciembre de 2017

De cierres, agujas y botones



Último día del año y traigo algo así como fundido el fusible de la celebración. En realidad un poco siempre. Es que no entiendo. Parece que mi familia quiere celebrar su noche de año viejo por obligación. Están apurados, algo tensos, medio quejosos. Pero a ratos. De repente se alivianan tanto que parecen de dulce. 
De mí quizá digan que estoy en un rincón metido en la computadora desde hace varios minutos, casi horas. O no dirán nada, que quizá me halagaría más. Pasar un poco como sombra.
A mí no me gusta hacer recapitulaciones, ni balances, ni retrospectivas. Este fin no me gusta tanto como el comienzo tan igual, tantas veces. Quizá diré que dejé de hacer muchas cosas, demasiadas si se comparan con lo que apenas terminé. Deshice nudos, dejé que se quebraran memorias, rompí fotos en el inútil intento de romper recuerdos. Trunqué palabras que a nadie que no sea yo interesan. Traté de acompañar el dolor de otros, en especial de otras, pero apenas lo hice y lo hice a la distancia. Las compañeras dicen que no necesitan “acompañantos”; y las entiendo.
Ayude como pude, quizá poco, pero así fue. Me perdí, escuché voces que se decían doler más que otras, no disputé, mejor me hice a un lado.
Me volví más desconfiado, más descreído, no con Dios, que él sabe sus asuntos, sino con algunas personas que se empeñan en no ser el otro, su delirio de particularidad, superioridad y mando los han trastornado. Odié a muchos y los sigo odiando. Me asombró mi especie, tan agua limpia unas veces y tan miasmas otras tantas. Mucha razón encontré en unas líneas del poeta (JEP) que no dejé de recordarlas en demasiados momentos:
“Lo que te eleva por encima de tus olvidados semejantes, los animales, y lo que te sitúa por debajo de ellos: la señal de Caín, el odio a tu especie, tu capacidad bicéfala de hacer y destruir, hormiga y carcoma”.
Quise aprender algunas cosas sólo para descubrir todo lo ignorante que soy. Me topé de frente con el paso del tiempo para aceptar que ya es tiempo de emprender el camino hacia abajo, el ineludible camino que remansa en la muerte.
Mis manos olvidaron otras manos que cabían perfecto en ellas como si fueran un molde. Aprendí a escuchar los “no” y a decir “no”, cuando así me lo pareció aunque después me preguntara por qué lo había hecho.
Pero, no se crea, improbable lector de este rinconcito de la atarraya cibernética que pongo mi balance como negativo. Al contrario, celebro que puedo aporrear cada una de las teclas que me permiten intentar palabras. Estoy vivo, oiga.
Y es que no está usted para saberlo, ni yo para andarlo contando, pero acá en México la muerte parece ser el símbolo, el carnet de identidad. Muchos coinciden que la vida es en sí misma una revelación hacia la muerte, es subversivo ese instante frente a la eternidad del no ser, del no estar aquí, y ese simple hecho hay que defenderlo y celebrarlo.
Sabrá también, imposible lector, que acá en México se ha desvalorizado la existencia, vale más un teléfono móvil que la vida de una persona y, por alguna extraña razón no podemos terminar con ese marasmo que nos mantiene ahí, donde más conviene.

Pero insisto, el saldo es positivo, es bueno, alienta, anima el alma (parece pleonasmo pero no lo es). Así que cierro por ahora estas líneas para que mejor pase la vida allá afuera de esta pantalla aunque a veces, porfiado que es uno, no se entienda.


Ciudad de México.
31 de diciembre de 2017.