El silencio consume a
la noche y al cigarro que entre sus comisuras es la única objeción de esa
obscuridad de piedra. La mira recostada en el sofá que está contra la pared,
frente a la ventana. Casi dormida, igual
que la vida de afuera, casi en silencio, casi ausentes del otro.
Ella mira al cielo que
se apaga. Él, a ella que lo ignora.
Pero no se acerca,
sería tan fácil sortear la ínfima distancia que les separa. Sería tan fácil. A
dos pasos, a una caricia, a la huella de sus labios resecos y temblorosos que
no recuerdan otro sabor que el amargo del ron diluido en agua simple que se ha
impuesto como penitencia desde la tarde.
Ella se irá apenas
aclare. Lo sabe porque siempre es así.
Toma entre sus manos
el reloj de mesa y lo azota contra la pared. Idiota, el tiempo es tiempo, aún
sin relojes.
Ella interrumpe su
camino al sueño. Despierta. Por una orilla de la cortina, los reflejos de la
luz del poste son como flamas transparentes que lo convierten a él en una
sombra silenciosa y voraz que se abalanza hasta
ella, sobre ella. Y entre sus sombras confundidas, mataron a la luz que
sin permiso, les mojaba las espaldas.
Ciudad de México,
Marzo 2010.