jueves, 14 de abril de 2011

Recolectando ayeres.

“No comprendes que no es vida,
vivir así, vivir sin ti.”
De una canción de Ernesto Cortázar y Manuel Esperón.



Seguramente fue un jueves por la tarde, a eso de las seis o pasaditas. Eran años en los que los relojes eran imperturbables, bueno no mucho, sólo por las cuerdas que se acababan o las pilas alcalinas en sus últimos y ácidos esfuerzos. Entonces la tarde llegaba puntual, con las campanas de la iglesia cercana anunciando el rosario de la tarde. Ese al que nunca asistí. Sólo una vez. Un día en que el arrojo o el ocio o ambos me alentaron cruzar la altísima puerta de madera. Apenas un puñado de mujeres de edad, adultas mayores les dirían ahora. Puras viejitas, pensé entonces. Al menos esa idea  tenía de toda mujer (muy mayor o no tanto) que se cubriera la cabeza al entrar al templo y se postrara ante un altar, confesionario, etc. Salí pronto, entre oraciones y miradas que no vi, pero que sentía en la nuca, como si me arrojaran puños de sal o de granizo.
Eran otros días. Fueron otros días. La escuela pública, el pensamiento casi único y casi vertical (al menos a mi alcance y padeccer), la misa y Raúl Velasco, infaltables presencias cíclicas y semanales pa’ acabarla. Días en que visitar el Zócalo (en metro, por supuesto) equivalía a estar de frente con la grandeza del pasado. Una grandeza vuelta cantera restaurada, olvido acordonado y con letrero de restricciones del INAH o caras serias en bronce, sin pátina ya.
Fueron los días en que los libros no daban todo lo que se debía que aprender, pero por fortuna, estaban los amigos, la calle, los cines inmensos de una sola sala, el trolebús, el tepache, el mercado, el silencio y el llanto medio oculto, que aún podía ser opción.
El tiempo había pasado y ahora entiendo que   hubo demasiadas cosas que dejaban vestigios con toda la intención de que alguien más los levantara.
Y a mí me tocaba levantar una imagen en blanco y negro que asomaba a la tele que mi padre acababa de comprar (no sé si al contado o en abonos). Eran otros años, que encontraban en el pasado un molde ideal para mi propia iconografía.
Tal parece que cada una de las viejas nuevas imágenes siempre hubieran estado en mi memoria, me parece que no tuve la necesidad de preguntar el nombre de la figura que cantaba con un cigarro en las comisuras de los labios. Quizá Sinfonola en la A.M. ya había hecho sus estragos, o es que el innatismo para entonces ya reclamaba su lugar. Los cumpleaños eran (siguen siendo, quiero pensar) la ocasión ideal para invocar la presencia de quien es casi, casi de la familia. Esa familiaridad que se gestó con años de insistente presencia y que se conserva en la funda de cartón junto a la consola, sin que importe el siseo de la aguja metálica.   
Me parece que para entonces ya sabía que Pedro Infante era la figura popular más importante de este país. Que había sido una desgracia su prematura muerte y que casi llegó a considerarse un día de luto nacional.
Y entonces, en esto de encontrar pasados para armar actualidades, nacieron las ideas de enamorar con una serenata aunque duela el desvelo (despierta, dulce amor de mi vida), de noches de lunas de octubre (¿por qué octubre?), de la cursilería (amorcito, corazón) que se excusa por que reclama algo tan contundente, salvaje y tierno como un beso. Encontramos el ánimo desdeñosos de la vida a la vida misma (la vida no vale nada) los reclamos por despecho que no logran despojarse, de cierto, de los ánimos de revanchismo (¿en verdad es bonita la venganza aunque llegue por conducto divino?).
Ya para entonces la figura de Pedro Infante había sido objeto de valoraciones estéticas, críticas en tan diversos derroteros y desdenes no siempre inmerecidos. Sin embargo el sitio que había logrado en el imaginario popular era altamente contagioso.
En efecto, eran tiempos en que la revaloración de la cultura popular, al menos me parece así, era menos notoria que ahora. Pero, sin embargo, así llegaban a la sala de mi casa, los primeros ejemplos de arquetipos sociales, según el director en turno. Los buenos ganaban y eran pobres, los malos morían y sus muertes no nos causaban pena alguna. Los ricos se redimían en el amor hacia los desposeídos. Las muchachas eran hermosas, tan delicadas, impredecibles, insurrectas (si hacía falta), sumisas, perdibles, rescatables, entrañables, extrañables.
Pedro Infante seguía entonces siendo protagonista de historias que se quedaban en el celuloide pero que encontraba infinitas emulaciones en espacios que no se habían enterado de la avasallante modernidad impulsada con petróleo crudo.
Un cómic en tinta café y que era introducido por mi papá semanalmente (creo que sí), novelaba los entreactos de las filmaciones de la antigua figura. Un ídolo llevado al extremo de la imaginación. Más que actor y cantante, lo recuerdo en esa revista como un héroe de acción.    
Al paso del tiempo, puedo decir, con toda certeza que la muerte de Pedro Infante es tan cierta como irremediable. Que no tiene (ni tuvo) posibilidad alguna de sobrevivir a lo que el personaje mitificado ha inscrito en los lugares que la memoria colectiva aproxima al delirio, a la obsesión a lo sagrado o a la eternidad.



     

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