La noche en su piel, era simplemente una mariposa nocturna.
Sencillamente algo le había obligado despertarse. Abrió los
ojos sin sobresaltos y se quedó inmóvil entre las sábanas, que apenas le mal
cubrían el cuerpo. De un tiempo para acá se había acostumbrado a dormir
vistiendo una vieja camiseta de algodón que había comprado en un puesto afuera
del Metro. La playera conmemoraba un concierto al que no había asistido.
Marcos evitaba comprar ese tipo de recuerdos o suvenires.
“Lo mejor del concierto es haber estado ahí” solía pontificar ante Laura,
mientras se abrían paso entre puestos callejeros de mercancía pirata pero mucho
más barata y creativa que la oficial.
Esa firme decisión cambió el día en que Laura rechazó una
invitación para el concierto de Calamaro en la Ciudad, después de mucho tiempo
de ausencia. “Me hubieras dicho antes. No puedo ir. Tráeme una sudadera de
recuerdo”. Marcos eligió una prenda en la talla más pequeña, una que se
ajustara a la armoniosa delgadez de Laura y que sus brazos conocían a la perfección. Tres días después convenían una reunión para entregar aquella
muestra de claudicación en tela negra, bordada con hilos que formaban la
bandera argentina en el pecho.
El que a la postre sería su último desayuno juntos, estuvo
acompañado de una crónica puntual del primer concierto al que Marcos había asistido
solo.
Haber comprado aquella playera de un concierto en el que no
había estado, ahora, tantos años después, le sorprendía menos que el recuerdo
de Laura que aún subsistía en algún lugar de su memoria. Quizá por eso, había
elegido vestir esa prenda sólo por las noches, para dormir. Esa playera era una
especie de confesión dolorosa, algo que le apenaba todavía más que su desnudez.
Marcos seguía inmóvil, buscando en el techo manchado de
salitre los motivos de éste repentino despertar que comenzaba a tomar trazas de
insomnio. Notó que la calle estaba sospechosamente callada, no se escuchaba el
paso de algún automóvil, ni el frecuente ulular de sirenas de patrullas o
ambulancias en frenética avanzada.
Caminó al otro extremo del cuarto que servía de recámara,
sala y estudio. El piso estaba deliciosamente tibio. Recordó que hacía muchos
días no desprendía las hojas del calendario, también recordó que todavía no
terminaba abril
Prendió la computadora. La luz horizontal del monitor le
reveló de repente el desorden acumulado en la mesa a través de días
indescriptibles. Bebió los restos de un café frío que se empolvaban junto con
periódicos viejos. El ventilador de la computadora se convertió de repente en
un insistente interlocutor que no exigiría respuestas. Se sintió aliviado.
Abrió un documento. Permaneció sentado frente a la pantalla
incapaz de hilar un par de palabras. Miró las notificaciones del correo que habían disminuido de una manera drástica, la
inmediatez de la comunicación simultánea, pensó, vuelve anacrónicas las herramientas
que permanecen fuera de un teléfono celular.
Sin quererlo, llegó sin dificultades la imagen de su antigua
máquina de escribir. Una Lettera 22 que su papá le había regalado en su último
año de primaria. Escribir en ella nunca era un acto privado. Las palabras
conformaban una doble sonoridad. Una instantánea, con los golpes de las teclas
y la que otorgaba una casual, casi eimposible lectura. “Querer tranquilizarme contra una Lettera 22, cuando Luciana está
tirada allá y es inútil”, recordó también las primeras líneas de un cuento de
Piglia.
Volvió la vista a su cama. Las sábanas abultadas y la
iluminación indirecta le hicieron ver el cuerpo de Laura recostado de espaldas
a él. Recordó también que Laura rara vez dormía de lado, decía que durmiendo
así no descansaba sus hombros. La había
visto dormir muy pocas veces, dos, quizá tres. Siempre boca arriba, con los
labios entreabiertos.
En el librero, aún permanecía la fotografía que le había
tomado a Laura en su recámara una tarde de año nuevo. Hizo la toma con la
tenue luz de una vela aromática que temblaba en el buró junto a su cama. “¿En
verdad soy así, siempre salgo de las sombras?”, le había preguntado alguna vez Laura al ver la imagen. “No, pero hasta las sombras necesitan de una luz para afirmarse” respondió Marcos. “Quédate con ella”, le pidió Laura mientras
sonreía quién sabe por qué.
“Laura”, dijo Marcos en voz baja, como justificando el recuerdo. Por fin escuchaba la
razón de esta interrupción de la noche. Apagó la computadora, el sonido del
ventilador y el crujir de la pantalla dieron paso a un silencio que no se
cansaba en repetirse.
Caminó de regreso a la cama. Las sábanas parecían haber tomado una nueva
tersura. Antes de cerrar los ojos. Marcos escuchó un zumbido extraño, una
especie de aleteo que, de tan tenue, revolvía la noche completa.
Se levantó y encendió la luz. Una mariposa nocturna se
agitaba sin reserva sorprendida por el destello del foco en espiral. Marcos apagó
la lámpara y corrió la cortina para dejar entrar la luz color ámbar del
alumbrado público. La mariposa voló hacia la
ventana. Chocó un par de veces antes de encontrar el vidrio de la
ventila abierta. Pronto la perdió de vista. A lo lejos se escuchaba el ruido
incontenible de una sirena, alguien, en algún lugar, tenía otra emergencia.
fp
Ciudad de México, Julio 2014.
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